Filosofía — 1 de abril de 2022 at 00:00

¿Cuándo perdimos el vínculo con la Madre Tierra?

por

Madre Tierra

La adoración a la Madre Tierra ha acompañado a la humanidad desde el comienzo de los tiempos. Su vínculo con ella, para agradecer, para rogar, para asombrarse ante el misterio de la existencia, para sentir lo sagrado de su naturaleza, es parte de su historia.

Tanto en Europa como en otras partes del mundo, se han encontrado multitud de restos del Paleolítico que así lo atestiguan. Pero posiblemente desde mucho antes, desde que existen, los seres humanos se han sentido ligados indisolublemente a ella, hijos de un todo más grande que les daba sustento, cobijo y retos. Innumerables diosas nos hablan de esa relación a través de los milenios. Desde Isthar (Mesopotamia), Gaia, Afrodita y Artemisa (Grecia), hasta Pachamama (Perú), Coatlicue (México), Parvati (India) y Freya (Escandinavia). Y nos remiten a Diosas Madre aún más antiguas cuyos nombres se han perdido en la noche de los tiempos.

¿Qué ha sido hoy día de esa relación? ¿Se ha roto ese vínculo irremediablemente?

Lamentablemente, el desapego por la Madre Tierra parece ser una tendencia que lleva ya varios siglos actuando. Filósofos como Max Weber o Mircea Eliade, lo han tratado ampliamente en sus libros y han dado la voz de alerta. Hemos desacralizado el mundo, que ha pasado a no tener alma, ni espíritu, ni propósito.

¿Cómo revertir entonces la situación actual si, más allá de la realidad física que vemos, no hay nada con lo que conectar, solo materia física y ciego azar?

Sin embargo, es urgente restaurar esa conexión con la Madre Tierra, no porque ella lo necesite: la Tierra ha sufrido ya cinco extinciones masivas a lo largo de su historia, la de los dinosaurios fue solo la última; sin embargo, salió de ellas, si cabe, más fuerte y más vital que antes. Somos nosotros quienes lo necesitamos desesperadamente.

Desde que se redactó en 1978 la Constitución española, que en su artículo 45 declaraba que…

  • Todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo.
  • Los poderes públicos velarán por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio ambiente, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva.
  1. Para quienes violen lo dispuesto en el apartado anterior, en los términos que la ley fije se establecerán sanciones penales o, en su caso, administrativas, así como la obligación de reparar el daño causado.

…se han promulgado unas 20 leyes y decretos más, sin contar con los autonómicos, que desarrollan esas intenciones: la Ley 21 de 2013 de Evaluación Ambiental, la Ley 30 de 2014 de Parques Nacionales… Así hasta veinte… En ellas se especifican claramente las infracciones medioambientales, así como las sanciones a las que darán lugar.

De este modo, en los artículos 80 y 81 de la Ley 42 de 2007 del Patrimonio Natural y de la Biodiversidad y durante 25 extensos apartados, se nos enumera cada una de ellas, así como las sanciones correspondientes:

« se considerarán infracciones administrativas:

  • La utilización de productos químicos o de sustancias biológicas, la realización de vertidos, tanto líquidos como sólidos, el derrame de residuos, así como el depósito de elementos sólidos para rellenos, que alteren las condiciones de los ecosistemas con daño para los valores en ellos contenidos. Del propio modo, tendrán la consideración de infracción la comisión de los hechos anteriormente mencionados aun cuando no se hubieran producido daños, siempre que hubiera existido un riesgo serio de alteración de las condiciones de los ecosistemas….».
  • «Las infracciones tipificadas en el artículo anterior serán sancionadas con las siguientes multas:
  1. a) Infracciones leves, con multas de 100 a 3.000 euros.
  2. b) Infracciones graves, con multas de 3.001 a 200.000 euros.
  3. c) Infracciones muy graves, multas de 200.001 a 2.000.000 de euros».

Y para que no nos quepa duda ninguna, en el artículo 3 de la Ley 22 de 2011 de Residuos y Suelos Contaminados, hay un apartado de «Definiciones» en el que se nos explica detenidamente qué es un residuo y las clases de residuos que existen: «A los efectos de esta Ley se entenderá por: a) «Residuo»: cualquier sustancia u objeto que su poseedor deseche o tenga la intención o la obligación de desechar. b) «Residuos domésticos»: residuos generados en los hogares como consecuencia de las actividades domésticas…».

Por otra parte, en el artículo 11 de la misma ley nos explica quién debe responsabilizarse de los residuos que genera: «De acuerdo con el principio de quien contamina paga, los costes relativos a la gestión de los residuos tendrán que correr a cargo del productor inicial de residuos…».

Incluso en los artículos del 325 al 330 del Código Penal español, se contemplan como delitos las infracciones más graves y se los castiga con penas de entre dos y cinco años de cárcel.

Pasear y no ensuciar

Salgo a caminar cada mañana a los pies de Sierra Nevada; todavía es un lugar hermoso, como tantos otros en el mundo. Los pinares, la nieve a lo lejos, el cielo, los pájaros y los juegos de las ardillas persiguiéndose dan la vida a todos los que, como yo, buscamos un lugar de esparcimiento y sosiego. Sin embargo, y a pesar de todas esas leyes, no hay día en que no me tropiece con las cosas más impensables en medio de ese paraje idílico: la pieza de un motor de coche que alguien, no puedo imaginarme quién, ha abandonado entre los árboles, el tubo catódico de una vieja televisión que asoma sus afilados bordes entre las agujas de los pinos, además de los pañales, dejados atrás como restos de alguna salida en familia y otros desechos innombrables, que ya son habituales; y, por supuesto, los consabidos plásticos de todo tipo que, convertidos, con el tiempo, en minúsculas partículas, forman ya parte de la tierra y de nuestra dieta diaria como tantos otros venenos.

Sin duda las leyes son necesarias y mejorables, en España y en muchos países, por no decir en todos. Y las sanciones, inevitables todavía.

Pero… no son leyes lo que nos falta, ni lo que más necesitamos difundir.

A pesar de todas ellas, los atentados contra el medio ambiente en nuestro país no han parado de aumentar en los últimos diez años según SEO/Bird life. Y las multas a pagar resultan cada día más rentables y no están cumpliendo su objetivo.

La verdadera solución está en otra parte… Y es vital que la encontremos.

Estamos pagando ya un precio tan alto, en forma de extinción de especies, de contaminación, de pérdida de una belleza que es tan necesaria para la vida misma como el alimento… que la solución y el cambio no se pueden demorar ya mucho, porque cada día que pasa nos queda menos de toda esa riqueza y complejidad con la que empezamos nuestra historia.

Es cierto que hemos acabado en medio de un sistema económico heredado, que devora la naturaleza para producir dinero a cualquier precio, para producir bienes de consumo a veces completamente innecesarios; para producir «bienestar» y «comodidad», cueste lo que cueste. Y que, desde luego, no ha resuelto el tema de los desechos. Y ya se trate de países enteros, empresas o individuos, seguimos arrojándolos alegremente y sin conciencia en cualquier lugar. Porque es más cómodo, porque el espacio al que los arrojamos «no es nuestro» o porque el tema de los residuos no es tan prioritario como la ganancia. Y en nombre de la comodidad o de los intereses económicos de empresas y particulares, estamos renunciando a un bien más auténtico y profundo, la conexión con la Tierra, el respeto y el amor a nuestro planeta, el asombro ante la belleza de un lugar limpio en el que la naturaleza ha pintado colores y formas que son puro arte.

Pero… también es cierto que el «sistema» lo formamos todos. Parece que echar la responsabilidad completa sobre los hombros de un abstracto «sistema» exterior y desalmado con el que no tenemos nada que ver nos tranquiliza y nos convierte en seres inocentes que, simplemente, no pueden hacer nada. Pero no es así. Todos somos, de algún modo, responsables de lo que ocurre. Puede que unos más y otros menos, pero todos tenemos alguna responsabilidad y alguna capacidad de acción a la que nunca debemos renunciar.

Y es cierto, igualmente, que no puede haber productores que sigan con su labor depredadora si no hay consumidores que la ratifican con cada compra que hacen. Ya un viejo y querido profesor de geografía económica lo decía hace demasiados años: «Los consumidores tienen un poder inmenso, el de no comprar, pero aún no lo han descubierto».

Mucho me temo que hoy día solo se está empezando a descubrir.

Ya no podemos volver atrás en el tiempo, es cierto, ni convertirnos de nuevo en aquellos primeros humanos que, como niños inocentes, se sentían parte de un medio mágico y sagrado con el que estaban unidos, con el que podían comunicarse, que les hablaba a través de mil señales, de los pájaros, del sol, de las tormentas… que a veces les castigaba pero también aceptaba sus ofrendas de perdón o agradecimiento… Porque la vida, como el ser humano, avanza.

Pero sí podemos negarnos a perder toda esa belleza, esa conexión con nuestro planeta, que da un sentido más profundo a nuestra vida y que puede ayudarnos a salir de donde estamos.

Y podemos abrir nuestra mente a toda la información que día a día nos llega a través de múltiples canales, en vez de cerrar los ojos o mirar para otro lado, y hacernos conscientes de que ocho millones de toneladas de basura van a parar cada año a mares y océanos y están acumulándose en inmensas islas artificiales de plástico. De que numerosas ciudades en el mundo tienen niveles tan altos de contaminación atmosférica que afectan a sus ciudadanos tanto como fumar cien cigarrillos diarios. O de que un millón de especies, animales y vegetales, están en peligro de extinción, según el informe de la ONU de 2019.

También podemos poner en duda que la renta per cápita o el producto interior bruto sean indicadores de felicidad, ni siquiera de verdadero bienestar. Necesitamos unos medios materiales mínimos, es verdad, nadie lo discute, pero bien repartidos a nivel mundial y no como plato único. Hay mucho más en la vida.

Pero, sobre todo, podemos abrir nuestro corazón y permitir que eso nos duela en lo más profundo, como si estuviera ocurriendo en nuestra propia casa, donde no permitiríamos jamás suciedad en el suelo, ni agua o aire viciados, ni ningún tipo de amenaza a los que la habitan incluyendo a las mascotas, si las hay. Ya que la Tierra es, en realidad, «nuestro verdadero hogar». Y solo cuando lo sintamos así, tendremos el deseo natural de hacer mil pequeños gestos diarios: reciclar nuestra basura, usar los puntos limpios aunque todavía sean escasos o lejanos, apagar una luz, caminar un poco más en vez de coger el coche, o no comprar lo que en realidad no necesitamos… Los fríos datos estadísticos, las leyes, raramente nos impactan lo suficiente. El verdadero poder para cambiar conductas está en el corazón. Quizás entonces, como Ken Wilber y otros dicen, hayamos empezado a elevar nuestro «nivel de conciencia». Y eso no se puede hacer a espaldas del sentir. Nuestra conciencia es un todo, no un fichero con cajones.

Queda esperanza

Podemos, por último, negarnos a perder la esperanza. Ella nos mueve a seguir. Y aquí y allá podemos ver señales de que algo está cambiando.

Es esperanzador ver países como Bután que se han comprometido por ley a preservar la inmensa mayoría de sus bosques y espacios naturales y que prefieren hablar de «felicidad interior bruta» que de «producto interior bruto», manifestando así una nueva forma de pensar, completamente necesaria para frenar un capitalismo salvaje que está asolando la Tierra. Los únicos avances que podemos perseguir no son los materiales, que son bien poca cosa si no se equilibran y complementan con los avances espirituales.

Es esperanzador saber que en lugares como Alemania —en el que hace ya más de treinta años pasé una temporada y en el que ya entonces vi y aprendí cosas que en el lugar donde vivo serían hoy día, todavía, una utopía—, el reciclaje es ya parte normal y asumida de la vida ciudadana, el vidrio se recicla por colores, el papel se aprovecha y se reutiliza hasta la última fibra porque está hecho de árboles, hay ciudades históricas, universitarias… donde la circulación de vehículos privados se ha sustituido casi completamente por otros medios de transporte más prácticos y menos contaminantes. Encontrar desechos arrojados en cualquier lugar no es tarea tan fácil. Y se cuidan, como oro en paño, los últimos espacios naturales, como la Selva Negra, que le dan al sur del país el aspecto de una postal.

Es esperanzador conocer la ingente tarea que grupos como GEA han realizado a lo largo de todos los años que lleva funcionando. Y me da esperanza saber que poco a poco van surgiendo otros nuevos. Hace poco, en uno de mis paseos matinales, me encontré con un grupo de personas que estaban plantando árboles en su tiempo libre. «Reforesta» se llama la asociación a nivel nacional. Hablando con ellos me enteré de que algunos pertenecían además a otra asociación, Zero Waste, que se dedica a recoger residuos en espacios que ellos han comenzado a llamar «basuraleza». Su lema es una esperanza más: «Reduce (basura), reutiliza, recicla».

En todos ellos, el vínculo con la Madre Tierra sigue vivo. Ojalá que su ejemplo y su entusiasmo sean contagiosos y acaben extendiéndose por cada rincón de nuestro planeta, que nos den el valor y la fuerza para emprender nuevos caminos de respeto, cuidado y amor por este pequeño punto azul perdido en la inmensidad del universo, en donde está todo lo que conocemos y todo lo que amamos, llamado Tierra.

Etiquetas

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

es_ESSpanish