La compasión es quizás uno de los sentimientos más representativos de la condición humana, pieza central del núcleo donde se encuentran también la empatía, el altruismo, la generosidad, capacidades y valores que acaban conformando la respuesta cooperativa como estrategia para alcanzar el bien común.
Según el diccionario de la Real Academia Española, compasión es un «sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien» y, lejos de ser una adquisición reciente en la historia evolutiva del ser humano como consecuencia de determinadas creencias o ideologías, la antropología y la psicología evolutiva están demostrando que pudo haber aparecido hace cientos de miles de años formando parte del patrón altruista-cooperativo que garantizó el éxito del linaje de los homininos, el conjunto de especies que constituyen la evolución humana. Estaríamos, por tanto, ante un logro evolutivo, un rasgo genuino de los seres humanos.
Durante décadas se ha considerado que la competitividad es el procedimiento estándar de funcionamiento de las especies en el seno de la biosfera. Expresiones como la «lucha por la supervivencia» o la «supervivencia del más apto» han sido la forma coloquial de dar a entender la manera de concebir la evolución de las especies en el marco conceptual dominante, que es la teoría sintética de la evolución o neodarwinismo.
Esta competitividad a ultranza inherente a todos los organismos se tradujo en términos antropocéntricos como egoísmo, actitud vital que se hizo extensible a todas las especies y que el zoólogo Richard Dawkins exaltó de una manera implacable en su libro El gen egoísta, publicado en 1976. Según este planteamiento, la evolución, la vida misma, es un eterno enfrentamiento que culmina con la supervivencia del mejor según el motor evolutivo, la selección natural.
Esta idea, en el contexto de las corrientes sociales imperialistas de las potencias occidentales decimonónicas, justificó las políticas coloniales, las leyes de eugenesia (o preservación de los «genes buenos», mediante la esterilización de minorías enfermas o marginales) de las principales democracias en las primeras décadas del siglo XX o la justificación del supremacismo racial de ideologías totalitarias. Y, desde el punto de vista económico, avala el capitalismo salvaje o la disposición indiscriminada de los recursos naturales y las especies por la especie triunfadora, que es el ser humano.
Durante décadas, el comportamiento altruista, la generosidad o el sentimiento de la compasión no han encajado bien en el procedimiento estándar evolutivo cuando han sido descubiertos en los comportamientos o estrategias de numerosos seres vivos, pese a la invocación de la teoría de juegos matemática para estudiar las probabilidades de costes y beneficios de la ayuda mutua.
El altruismo se ha considerado como una fachada convencional que el desarrollo cultural y civilizado ha creado para sobreponer al egoísmo natural. Un envoltorio inducido por los convencionalismos, que, cuando se rasga, deja ver el gen egoísta que domina nuestras vidas.
No obstante, en los últimos años se han ido acumulando numerosas evidencias y descubrimientos científicos que ponen de manifiesto que la cooperación y no la competitividad parece ser la estrategia más común en la evolución, y que el altruismo, lejos de ser una construcción cultural del ser humano histórico, puede hallarse en otros seres vivos y en momentos prehistóricos de la evolución humana. El objetivo de este artículo es ilustrar los principales hallazgos en esta materia.
Cooperación vs competitividad
A las pocas décadas de que el escenario evolutivo se describiera como un proceso de ciega competencia de todos contra todos, empezaron a surgir planteamientos que iban en un sentido diferente. El más sólido fue el del geógrafo, zoólogo y anarquista ruso Piotr Kropotkin, que, en 1902, publica El apoyo mutuo: un factor de evolución, texto en el que recopila sus ideas acerca de la importancia de la cooperación como motor evolutivo, fruto de muchos años de observaciones en los ecosistemas siberianos y como contraposición al auge del darwinismo social.
A lo largo del siglo XX numerosos científicos han ido aportando evidencias de la importancia de las relaciones simbióticas entre especies, basadas en la obtención de un beneficio mutuo, que sostenían un panorama muy distinto al de la «lucha por la supervivencia», pero la ortodoxia de la teoría sintética de la evolución no se inmutó por ello. Sin embargo, la bióloga estadounidense Lynn Margulis dio un enorme impulso a la idea de que la principal fuente de la evolución es la simbiogénesis y no la mutación al azar, a partir de la publicación de su primera obra en 1970 y toda su amplia trayectoria científica posterior.
La simbiogénesis, cuya idea original es de un grupo de científicos rusos de finales del siglo XIX, viene a decir que en el esfuerzo por sobrevivir, los organismos encontraron la solución, no del aniquilamiento, sino de la cooperación, llegando al grado sumo de integración de unos organismos en otros, de unos genomas en otros. En virtud de esta idea, Lynn Margulis propuso la teoría de la endosimbiosis seriada, que demuestra cómo los protozoos (organismos unicelulares complejos), las algas unicelulares y las células que constituyen los tejidos de hongos, plantas y animales provienen de la integración de unas bacterias primitivas en otras. De nuevo, la integración y no la exclusión como motor evolutivo.
Incluso a nivel molecular se acumulan los descubrimientos que describen escenarios de cooperación. Joachim Bauer afirma que en el ámbito genético se reconocen los mismos principios biológicos característicos de la biosfera: cooperación, comunicación y creatividad. La imperiosidad del gen que inspira a Dawkins a ensalzar el egoísmo como consecuencia inevitable de la lucha por la supervivencia, ese todos contra todos, no es tal, porque se han descubierto complejos mecanismos que regulan y controlan la expresión de los genes en un proceso permanentemente informado, colaborativo y con capacidad de adaptación.
Cuando en 2004 se consiguió secuenciar el código genético del ser humano e identificar sus genes, sorprendió el número relativamente bajo de los mismos en relación con una cantidad mucho mayor de proteínas existentes en nuestro organismo y que la mayor parte del material genético no codifica ninguna proteína, por lo que se le denominó ADN basura.
Hoy en día se sabe que no se trata de nada inservible, sino que en todo ese ADN basura se encuentran las secuencias de numerosas moléculas de ARN de diferentes tamaños que cumplen con numerosas funciones de regulación de la expresión de los genes.
También hay numerosos elementos transponibles o móviles, que pueden insertarse en diferentes partes del genoma duplicando o inhibiendo genes, y el material genético de bacterias y virus, cuya función aún no se conoce con claridad.
La epigenética está demostrando que el entorno puede alterar la expresión de los genes sin necesidad de tener que cambiar la composición de los mismos. Siendo las proteínas moléculas altamente eficientes en su función, no parece probable que la adaptación se conduzca por mutaciones al azar que afectan a la estructura proteica, sino que es más sencillo recurrir a los numerosos mecanismos de control que existen en torno a los genes.
En definitiva, descendiendo al nivel de las macromoléculas y los genes, se encuentra un sistema complejo, en el que todas las partes están interconectadas entre sí, integradas y coordinadas. Hay muchas publicaciones divulgativas del asombroso mundo molecular interconectado que está hollando la genética, pero Nessa Carey, profesora de Biología Molecular, tiene títulos muy válidos.
La acción cooperativa e integradora, no la competitiva y excluyente, es lo que se descubre conforme la ciencia va desentrañando los secretos de la vida.
El principio de apoyo mutuo que proponía Kropotkin hace más de un siglo ha sido descubierto profusamente en todos los grupos de seres vivos de la biosfera, desde el nivel de las bacterias y microorganismos unicelulares hasta el mundo de los hongos, las plantas y los animales, entre sí y entre ellos. Parece que es más excepcional no encontrarlo.
Si subimos el nivel de observación desde lo molecular y lo celular hasta niveles donde el altruismo y la compasión pueden reconocerse a través de una conducta y un comportamiento, nuevamente las investigaciones en las últimas décadas encuentran que, en numerosas especies animales de muy diferentes clases y familias, se identifican comportamientos de cooperación, apoyo mutuo y conciencia del otro, evidentemente de la forma en que cada especie manifiesta su conducta.
Sería muy prolijo describir estos comportamientos, pero el eminente primatólogo Frans de Waal realiza una aproximación muy asequible en su libro El bonobo y los diez mandamientos, no solo en el ámbito de chimpancés y bonobos, sino en los vertebrados en general. Se está descubriendo que muchas formas de comportamiento y de percepción individual, que hasta ahora se restringían al ámbito humano, se encuentran también en muchas especies animales, si bien en un grado de desarrollo e intensidad muy diferente.
Prehistoria de la compasión
La investigación paleoantropológica ha ido experimentando un gran avance en las últimas décadas y, gracias a la aportación realizada desde numerosas disciplinas, se ha convertido en toda una tarea multidisciplinar, que facilita obtener mucha mayor información de cada hallazgo que se produce, lo cual está revolucionando la percepción que teníamos de nuestros antepasados, que están dejando de ser los «hombres-mono» de los siglos XIX y XX para descubrir mayores rasgos de humanización de los que se creía.
Hay un enfoque de investigación que se denomina la «bioarqueología del cuidado» en el que, con toda la información obtenida de cada fósil, descubrir la presencia de cuidados, su motivación y la implicación social. Así, en el Pleistoceno (desde 2,5 millones a 10.700 años), se han encontrado más de un centenar de casos de individuos que necesitaron ayuda, de prestación de cuidados, los cuales debieron condicionar la vida cotidiana del grupo al que pertenecían.
El divulgador científico Roberto Sáez ha publicado el libro Evolución humana. Prehistoria y origen de la compasión con un completo análisis y recopilación de descubrimientos de cuidados, algunos de los cuales se describen en este artículo. Por ejemplo, el Chico de Turkana (Kenia) de Homo ergaster (1,6 millones de años) tuvo lesiones en vértebras lumbares que le impedirían realizar una actividad física acorde con su modo de vida y debió de recibir cuidados de su grupo. Una individua de la misma especie y época, hallada cerca del lago Turkana también, catalogada como KNM-ER 1808, sufrió unas circunstancias peores. Los investigadores descubrieron que debió de sufrir hipervitaminosis A motivada por la ingesta excesiva de carne y vísceras (hígado).
Esta enfermedad le provocó durante meses hemorragias internas por desprendimiento del tejido que rodea los huesos, además de dolores intensos e incapacidad para coordinar movimientos durante semanas o meses y tuvieron que cuidarla, ayudarla y protegerla hasta su muerte.
En el yacimiento de Dmanisi (en el Cáucaso), con individuos de dudosa determinación, aunque se han clasificado como Homo erectus, de 1,8 millones de años, uno de los cráneos se encuentra desprovisto de dientes, con los alveolos reabsorbidos, es decir, fue desdentado durante mucho tiempo antes de morir, y debió de tener dificultades para sobrevivir por lo limitado de su alimentación, por lo que también debió de requerir de cuidados.
En Atapuerca (Burgos, España), hace 500.000 años hay varios ejemplos de individuos de Homo heidelbergensis que necesitaron intensos cuidados. Por ejemplo, una niña de nueve a doce años, que tenía una malformación craneal congénita que le provocó una profunda discapacidad y, en lugar de ser abandonada, se eligió cuidarla hasta su muerte. Otro individuo adulto debió de padecer sordera casi completa durante casi toda su vida, con el gran impedimento que implica, y un anciano sufría una deformación congénita de cadera que le impedía correr y caminar correctamente. En general, el numeroso grupo que se encontró en este yacimiento debió de tener una existencia muy dura, pues casi todos muestran indicios de accidentes graves que dieron lugar a diferentes discapacidades o lesiones en algún momento de su vida, por lo que la aplicación de cuidados debió de ser corriente.
Entre Homo neanderthalensis se han encontrado también numerosos indicios de cuidados. Uno de los primeros casos descubiertos fue un fósil de un individuo llamado el Viejo, de unos cuarenta años de edad (ciertamente, un anciano en esa época) en el yacimiento de La Chapelle-aux-Saints (sur de Francia), que vivió entre hace 45.000 y 57.000 años. Se trataba de un hombre desdentado buena parte de su vida, con artrosis en diferentes partes de su cuerpo y gran dificultad para caminar por malformaciones del pie derecho. Debió de ser cuidado, alimentado y transportado hasta que murió.
Otro ejemplo de compasión entre neandertales lo encontramos en la cueva de Shanidar (norte de Irak) en un individuo de entre 45.000 y 70.000 años. De nuevo un anciano, que perdió la visión de un ojo en su juventud a causa de un fuerte traumatismo que seguramente le provocó la parálisis parcial del lado derecho, numerosas roturas de huesos ya cicatrizadas y posiblemente sordera, que evidentemente necesitó de cuidados hasta el final de sus días.
Estos son solo algunos ejemplos, de diferentes especies y en períodos de tiempo muy dilatados, que ponen de manifiesto que debió de ser generalizada la aplicación de cuidados a individuos que eran incapaces de sobrevivir por sí mismos y además el desarrollo de una cultura y tecnología de los cuidados, porque hay indicios del conocimiento de remedios naturales y plantas medicinales desde hace muchos miles de años.
El tratamiento que se ha realizado a los difuntos también implica en cierta medida un rasgo de compasión, porque supone una intencionalidad manifiesta de procurar un destino, un futuro mejor. Y los descubrimientos en paleoantropología también han proporcionado algunos datos, aunque en menor número que respecto a la necesidad de cuidados. Algunos ejemplos son los siguientes.
En la Sima de los Huesos en Atapuerca, se encontraron lo que los paleontólogos denominaron una «acumulación intencionada de cadáveres» de Homo heidelbergensis, de hace 430.000 años, entre cuyos restos se halló una herramienta bifaz, que se denominó «Excalibur por los investigadores y que se ha interpretado como un instrumento con contenido simbólico vinculado con lo que pudieran interpretar los humanos respecto de la muerte.
En el sistema kárstico de Rising Star (Sudáfrica), se han encontrado acumulaciones intencionadas de cuerpos de Homo naledi, de hace 236.000 a 335.000 años. No hay evidencias de carroñeo, ni de desplazamiento accidental de los cadáveres, ni ninguna otra circunstancia que no sea una intención de llevarlos a lugares de difícil acceso.
Por último, entre los neandertales encontramos más evidencias de un tratamiento especial de los muertos, al menos de algunos de ellos, especialmente en el caso de los niños, en diversas localizaciones y con dataciones que oscilan entre los 100.000 y los 32.000 años.
Posteriormente, Homo sapiens proporciona mayor número de indicios de tratamientos mortuorios y auténticos ritos funerarios hasta el confuso inicio de la historia.
Como ha podido comprobarse, las investigaciones en torno a la evolución humana han arrojado muchos interesantes descubrimientos en los que se demuestra la existencia de cuidados desde etapas muy tempranas en nuestra evolución. Cuidados que implican una acción desinteresada, de un comportamiento en beneficio del otro que bien puede identificarse con la compasión. Es seguro que, en las circunstancias en las que vivían nuestros antepasados, esos cuidados no serían fáciles de proporcionar y, con toda probabilidad, implicarían a todo el clan y condicionaría e incluso comprometería su modo de vida.
¿Es innato el altruismo?
Pero el estudio de la cooperación y la ayuda mutua no solo se restringe al ámbito de los cuidados personales. El propio modo de vida por el que la evolución humana se va decantando desde los albores de su evolución, se basa en el desarrollo de la cooperación y la ayuda mutua a niveles nunca conocidos.
Del estudio de los fósiles, del contexto en el que se descubren, de las herramientas que producen, se han podido averiguar muchos aspectos relacionados con su vida cotidiana, desde la propia dureza de esa forma de vida, muchas veces extrema, hasta la alimentación, el tamaño de los grupos sociales y el posible aprovechamiento que hiciesen del entorno natural para desarrollar su modo de vida. Y de toda esa información se infiere que fue necesario un ejercicio permanente de cooperación y ayuda mutua.
Sin embargo, la información que aporta el registro fósil no deja de ser muy incompleta y parcial, y los antropólogos se han servido del análisis del modo de vida de grupos humanos actuales, que mantienen modos de vida parecidos a los que pudieron haber tenido nuestros antepasados, para rastrear las huellas del trabajo en común y el altruismo.
Evidentemente, no son totalmente equiparables las sociedades prehistóricas con las sociedades cazadoras-recolectoras actuales, porque, aunque el modo de vida pueda resultar similar, el ser humano no ha dejado de evolucionar en las docenas o cientos de miles de años que separan unas de otras, pero aun así puede constatarse que vivir recorriendo un territorio aprovechando los recursos naturales de cada lugar y época del año, requiere un desarrollo pleno de las capacidades cognitivas y sociales y un permanente trabajo en común, y tener presente al otro en cada momento.
En este sentido, Robert Boyd recopiló en 2018, en un libro titulado Un animal diferente. Cómo la cultura transformó nuestra especie, las aportaciones de varios especialistas sobre la importancia del comportamiento altruista en la evolución del ser humano. Hay muchos ejemplos descritos al respecto, y en la vida cotidiana de los sociedades cazadoras-recolectoras actuales se describen cientos de actos de la vida cotidiana que tienen como base y fin la cooperación y la ayuda mutua.
El problema surge cuando los humanos nos referimos a nuestra naturaleza humana, introduciendo prejuicios culturales largamente acarreados, como pone de manifiesto el antropólogo Marshall Sahlins en su ensayo La ilusión occidental de la naturaleza humana. La consecuencia es un desenfoque completo de la visión de nosotros mismos.
Sahlins alega el error que supone desterrar la cultura y la capacidad de producirla de la percepción de la naturaleza del ser humano y, sin embargo, simplificarla en el Homo homini lupus de Hobbes, sin considerar la presencia permanente de la ayuda mutua que es posible gracias a la cultura.
¿Es innato el comportamiento altruista y cooperativo en el ser humano? Esta es una cuestión relevante porque supondría que pensar en el bien común, en el apoyo mutuo, no es una propuesta cultural consecuencia de determinada ideología o creencia, sino que tendría como origen una característica esencial del ser humano, tan propia de nuestra identidad como el uso del lenguaje o la adquisición de conocimiento mediante el aprendizaje.
Hay todo un debate académico en torno a esta cuestión, entre aquellos que encuentran experiencias que apuntan en la dirección del altruismo innato y los que, fieles a la ortodoxia del neodarwinismo, plantean que lo que prevalece es la competitividad, el comportamiento egoísta y, en todo caso, cualquier atisbo de altruismo no deja de ser una estrategia de esa lucha por la supervivencia.
Frans de Waal ha planteado, en virtud de sus estudios y experiencias con primates y otros vertebrados, que ya en el mundo animal es más común encontrar la emoción de la empatía, que interpreta como si fuera un sistema de muñecas rusas: primero se produce un contagio emocional, después una preocupación simpática que da lugar al consuelo y, por último, una toma de perspectiva dirigida a ayudar, y todo este proceso relacionado con otro proceso igualmente creciente de imitación. Para este primatólogo, la señal es la empatía que acaba en una conducta de ayuda mutua; el ser humano habría partido de esta señal amplificándola mucho.
Hay otro investigador, Michael Tomasello, que también afirma que la capacidad de cooperar es innata en el ser humano. Este psicólogo evolutivo ha realizado numerosas investigaciones con infantes de menos de dieciocho meses y con chimpancés, y llega a la conclusión de que pensar en el otro, sentir empatía y colaborar de manera desinteresada es innato en los bebés. Los chimpancés no llegan a experimentar esta emoción ni a desarrollar esta conducta de una manera tan espontánea como los seres humanos infantes, y cuando lo hacen es exclusivamente para alcanzar un fin concreto, olvidando el altruismo cuando se consigue ese fin.
Resulta interesante que, para Tomasello, la importancia del comportamiento altruista es tal que se encuentra en el origen de la comunicación humana, porque el acto de usar la comunicación para aportar una información tiene implicaciones altruistas. Otro rasgo que pone de manifiesto este investigador asociado a la empatía y el apoyo mutuo es la posibilidad de pensar como pensaría el otro, rasgo netamente humano.
Para Michael Tomasello el altruismo innato que se puede observar en los primeros meses o años de los bebés, puede verse modificado posteriormente por la educación del infante y lo que percibe en su entorno.
En definitiva
Numerosos indicios y descubrimientos apuntan al hecho de que el procedimiento habitual en la biosfera y en la propia historia evolutiva de la misma es la cooperación, el apoyo mutuo, una profunda interdependencia que requiere que a todas las partes implicadas «les vaya bien». Hay cada vez más autores que consideran la afirmación de Richard Dawkins sobre el gen egoísta como ciencia ficción, pura fantasía. Por ejemplo, Colin Tudge reúne argumentos en su libro Por qué los genes no son egoístas sobre cómo la postura acerca de la vida como una competitividad permanente dificulta enormemente percibir y comprender la realidad de la cooperación y la interconexión de los organismos dentro de los ecosistemas.
Otro ejemplo es un artículo de Virginia Garretón y Paula Salinas en que analizan la consistencia de la cooperación como estrategia para la vida y llegan a la conclusión de que es más frecuente la adopción de estos comportamientos cuando las situaciones son adversas, en contra de que en un principio pudiera parecer que en estas circunstancias se prima el individualismo. El altruismo entre los animales tiene un recorrido más corto y, cuando se prolonga en el tiempo, da lugar al mutualismo, es decir, una relación ecológica innata de mutuo beneficio.
Por último, Joachim Bauer hace una fuerte crítica de la propuesta del gen egoísta en Das Kooperative Gen, llegando a afirmar que la teoría de Richard Dawkins «sirvió de justificación biopsicológica para legitimar el orden económico angloamericano» (p.153).
En la evolución del ser humano, los descubrimientos apuntan a que, entre los logros evolutivos que nos han permitido superar las situaciones adversas, hay un conjunto de ellos que son cruciales, como el desarrollo de una sociedad, de capacidades mentales, la posibilidad de adoptar numerosos procedimientos que se afianzan en la cultura y se transmiten con la educación y también, cómo no, se encuentra la gran capacidad de trabajar en común, de cooperar y desarrollar un comportamiento altruista y compasivo.
En este sentido, Fernand Schwarz pone de manifiesto la importancia del altruismo llevado al ámbito del desarrollo cultural: «El altruismo y la igualdad son sistemas que promueven la libertad individual. El respeto de estas reglas morales evita que una persona se aproveche de los otros o domine al conjunto del grupo por medio de privilegios injustos. El amor altruista o altruismo extendido permite entonces disolver el egoísmo. La elección del altruismo no es solo por los otros, sino también por sí mismo, para llegar a ser más noble y mejor. El amor altruista permite disolver los gérmenes de violencia que están en nosotros». Y también: «Las investigaciones prueban sin lugar a duda que la práctica del altruismo y la compasión puede producir cambios funcionales y estructurales en el cerebro e incluso podría cambiar la expresión de los genes. Estos estudios permitieron determinar la diferencia entre la empatía (facultad de entrar en resonancia afectiva con el otro), el altruismo (el deseo de que el otro sea feliz) y la compasión (el deseo de que el otro sea liberado de sus sufrimientos)».
La filosofía, que a lo largo de la historia ha ido abordando permanentemente los grandes temas e interrogantes del ser humano, no ha sido ajena a la indagación de los elementos esenciales que dan lugar a nuestra identidad como especie, y también ha tratado en profundidad la cuestión del altruismo, la generosidad y el bien común, haciéndolos elementos constituyentes de una moral superior, una ética que trasciende las diferencias formales y temporales. Así, en la tradición platónica o en los maestros estoicos o incluso en nuestros días en pensadores como Christian Felber, se sitúa la consecución del bien común como uno de los pilares de la sociedad y de la propia realización individual. En otros contextos culturales diferentes al occidental, la compasión es una virtud esencial en la tradición budista y la máxima expresión de la generosidad, la recta acción, la acción sin esperanza de fruto, es la piedra angular del sendero discipular espiritual descrito en el Bhagavad Gita hindú.
La filosofía, en sus diferentes tradiciones y escuelas, ha sabido reflejar la importancia del altruismo y el apoyo mutuo para el ser humano y consagrar con ellos los más sublimes sistemas éticos y llegar a síntesis, como la que propone la filósofa Delia Steinberg en varias de sus obras mediante la propuesta del «héroe cotidiano» como estilo de vida que recoge lo mejor de este logro evolutivo.
Finalmente, la filosofía, haciéndose eco de las señas de nuestra identidad, aporta otro factor más, clave en la capacidad de superación del ser humano: la posibilidad de encontrar un sentido trascendente, que le aúpa por encima de las limitaciones.
Bibliografía
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MAD Número Especial 2: 227-246.