Sociedad — 1 de octubre de 2011 at 00:03

Ética y alimentación

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El mundo tiene hambre. Esto es una realidad para más de mil millones de personas cuando, paradójicamente, se producen más alimentos que nunca en la historia. En muchos aspectos, el mundo está enfermo de desigualdad e injusticia. No es solo la falta de comida lo que provoca la tragedia, sino también la avaricia y la esclavitud en su versión del siglo XXI.

En algunos lugares, las madres caminan bajo el sol arrastrando a sus hijos para conseguir un poco de agua. Muchas de las que alcanzan los campos de ayuda más cercanos tienen que pagar el doloroso peaje de ver morir lentamente de inanición a sus niños y esconder sus cuerpos de los buitres con un poco de tierra.

Mientras, en otras partes del mundo, donde la vida parece ser muy diferente, empiezan a despertarse algunas conciencias. Numerosas situaciones catastróficas de algunos sitios son provocadas por lo que se hace o, más mayoritariamente, por lo que no se hace en otros.

Poner puertas al campo

Inmersos en una economía global, ¿podemos intervenir en los procesos que se han desatado? En cualquier caso, es algo que nos afectará, más tarde o más temprano.

En el siglo XIX se cultivaban más de 7000 variedades de manzanas en Estados Unidos; en China crecían miles de variedades de arroz; en todo el mundo se sembraban unos 5000 tipos de patatas. Hoy, prácticamente solo se cultivan cuatro tipos de patatas. El 97% de las variedades de verduras cultivadas a comienzos del siglo XX se han extinguido. La uniformidad genética conduce a una mayor vulnerabilidad ante los insectos y las enfermedades. El aumento del uso de fertilizantes, pesticidas y herbicidas ha elevado los costes, contaminado el agua y creado riesgos para la salud.

Hace un siglo, la gente compraba alimentos producidos en su entorno. Hoy la comida de los supermercados del primer mundo ha viajado una media de 2500 km. Eso requiere más petróleo e incrementa la dependencia de unos países con respecto a otros en cuanto a la comida.

La cadena agroalimentaria se ha ido alargando. El productor y el consumidor están cada vez más lejos entre sí y las empresas agroindustriales se han apropiado de las etapas intermedias. Los agricultores y los consumidores son más vulnerables a las maniobras de quienes controlan el camino que va desde la tierra hasta el humano que se alimenta de sus frutos.

En poco más de tres años, se ha iniciado una carrera por hacerse con el control de tierras cultivables en todo el mundo de tal magnitud que puede parecer increíble. Ya han cambiado de dueño 56 millones de hectáreas, según datos del Banco Mundial, y decenas de millones más seguirán la misma suerte muy pronto. Es una batalla desigual que está creando un nuevo orden agrícola mundial, y en esta batalla hay ganadores y perdedores.

En mayo de 2010 se reunieron en Nueva York financieros y especialistas en agricultura globalizada de veintitrés países. Eran representantes de fondos de pensiones, fondos de inversión, líderes del comercio de cereales y bancos. El mundo de las finanzas despertó en 2008 con la crisis financiera y se dio cuenta de que la agricultura era mucho más segura que la especulación bursátil.

Convergieron varios factores: crecimiento demográfico, bajo nivel de reservas alimenticias almacenadas (en el caso de los cereales, el más bajo en treinta años) y aumento de la demanda de alimentos en los países emergentes. Los especuladores se fijaron en el mercado de materias primas; la Bolsa de Chicago, donde se fijan los precios mundiales, se convirtió en el foco de atención.
El temor a las malas cosechas disparó los precios de los productos alimenticios básicos. En los países más pobres, cuya alimentación depende de la importación de cereales y arroz, el hambre provocó serios disturbios. Algunos países ricos, como Japón, Corea y los países del Golfo, tampoco pudieron abastecerse desahogadamente a pesar de tener dinero. Arabia Saudí ha llegado a cultivar trigo en pleno desierto y exportarlo, gracias a una avanzada tecnología. Pero el agua del subsuelo de la Península Arábiga se agota.

En noviembre de 2009, Gobiernos de todo el mundo se reunieron en la sede de la FAO con motivo de la Cumbre Mundial para la Seguridad Alimentaria, un acontecimiento financiado en su totalidad por Arabia Saudí.
¿Qué solución propusieron? Invertir en tierras cultivables de otros países para producir alimentos y no depender del mercado internacional. ¿Dónde invertir? En todo el mundo: África, América del Sur, Nueva Zelanda, Australia, Europa del Este y Asia Central para empezar.

Etiopía, uno de los países más pobres del mundo, azotado por las hambrunas, se ha convertido en foco de interés para los inversores. En 2009 se celebró allí una cumbre peculiar. El anfitrión fue el reino de Arabia Saudí, con la presencia de cuatro ministros saudíes y algunos de los jeques más ricos del mundo. Recibieron al primer ministro etíope en su propio suelo y a los líderes de Somalia, Yibuti, Uganda, Ruanda, Tanzania y Kenia para exponerles los proyectos agrícolas que albergaban para la región. Prometieron infraestructuras, tecnología y puestos de trabajo a cambio de beneficios fiscales y arancelarios.

Pero no eran los únicos. Ram Karuturi es un inversor indio que llegó en 2004 a Etiopía y levantó un imperio de rosas utilizando excavadoras traídas de Corea, invernaderos de Ecuador, sistemas de riego de Israel, motores de Alemania, plástico de China y plantas de la India, destinando la producción a los mercados de Europa. La deslocalización tiene como siguiente fase la agricultura. Las rosas darán paso al arroz y otras materias primas, y para eso hay que acaparar tierras. No solo en Etiopía; también en Sudán y Kenia.

En Etiopía, los recién llegados pueden crear una sociedad en cuatro horas, importar su propia maquinaria sin pagar aranceles y beneficiarse de exenciones fiscales durante varios años. El propietario de todas las tierras es el Gobierno y nadie pregunta a las comunidades locales qué piensan del hecho de que se les arrebate la tierra para dársela a extranjeros. Su acceso al agua para el consumo humano y animal está también muy comprometido.

Karuturi declara: “Todos los comerciantes de arroz del mundo estarán pendientes de nosotros porque un tipo perdido en lo más profundo de Etiopía, con una capacidad productiva de tres millones de toneladas de arroz puede hundir o levantar el mercado”. ¿Es esta la solución para sacar de la pobreza a Etiopía, un país donde toda la población pasa hambre?

En 2009, la multinacional surcoreana Daewoo firmó calladamente un acuerdo con el entonces presidente de Madagascar que le permitía explotar 1.300.000 hectáreas de tierra (la mitad de las tierras cultivables del país) durante 99 años sin ningún pago, solo con la promesa de creación de puestos de trabajo e infraestructuras. Cuando el Financial Times de Londres dio a conocer la información, el Gobierno fue derrocado.

Del laboratorio al plato

Usar la biotecnología para producir alimentos no es nuevo. Durante 6000 años, se ha usado la levadura, un organismo vivo, para hacer crecer el pan y para fermentar la cerveza y el vino. Pero ahora tenemos la ingeniería genética, es decir, estamos industrializando la comida a nivel de células y genes.

En el siglo XX, la fabricación de bombas de nitrógeno durante la I Guerra Mundial llevó al desarrollo de fertilizantes químicos nitrogenados. El gas nervioso se modificó ligeramente para hacer insecticidas. La química se acercaba inexorablemente a la tierra que producía alimentos.

Entre los años 40 y 70, la llamada revolución verde consiguió multiplicar la producción agrícola. Se comenzó a cultivar una sola especie en un terreno durante todo el año con grandes cantidades de agua, fertilizantes y plaguicidas. El monocultivo se extendía.

Después, en los años 70, una de las mayores empresas químicas, Monsanto, amplió sus actividades a la esfera agrícola. De sus laboratorios salieron el agente naranja (que se utilizó en la guerra de Vietnam como defoliante y causó terribles secuelas a la población y a sus descendientes, incluyendo a los propios soldados norteamericanos), el aspartamo (un edulcorante polémico en cuanto a sus efectos sobre la salud), la hormona del crecimiento bovino rBGH (prohibida en Europa) y los PCB (considerados residuos tóxicos peligrosos). Hoy el 90% de los organismos genéticamente modificados (OGM) o transgénicos son suyos, y está presente en 71 países, con clientes en muchos más.

En 1970, Monsanto introdujo el Round up. Desarrollado para eliminar hierbas y arbustos, en especial los perennes, es un herbicida total que se absorbe por las hojas. Con la nueva tecnología, Monsanto modificó genéticamente sus semillas para hacerlas resistentes a su herbicida particular. Ahora, la empresa que vende el herbicida vende también la semilla.

Uno de los aspectos más polémicos de la revolución verde es la patente de semillas. En América del Norte, cualquier granjero que compre semillas transgénicas debe firmar un contrato por el que se compromete a respetar la patente que la compañía posee sobre el gen manipulado. De esta forma, no tienen derecho a guardar granos para sembrarlos al año siguiente. Esta patente permite a estas firmas utilizar una tecnología que desarrolle cosechas cuya posterior generación de semillas podrían brotar pero serían estériles. En los años 90, las corporaciones patentaron no solo semillas transgénicas, sino también semillas no modificadas.

Si alguien patenta un carburador, el carburador no empieza a multiplicarse dentro del coche, con lo que no puede ocurrir que aparezca un carburador que es de otro y demanden al dueño del vehículo por violar una patente. Sin embargo, esto sí pasa en el caso de que uno tenga tierras cultivables en lugar de un coche. Las plantas modificadas genéticamente se reproducen, y una vez liberadas en el entorno no se pueden controlar.

Existen sentencias judiciales que dicen que no importa cómo llegan las semillas a un campo, sea por el viento, las abejas, los pájaros o cayéndose de un camión que las transporta. El hecho de que estén allí viola la patente, y todo agricultor que tenga un árbol o una semilla que se contagie con un gen patentado, aunque sea contra su voluntad y destruyendo sus propias plantas, estará en posesión de plantas “robadas” a la empresa propietaria del gen.

En 1998, Méjico prohibió la plantación de maíz transgénico para proteger su legado agrícola. En el sur del país, existen más de 150 variedades locales, una gran biodiversidad que constituye un tesoro universal. En el año 2000, el doctor Chapela descubrió maíz transgénico creciendo en Oaxaca. El Instituto Nacional de Ecología confirmó la contaminación del maíz mejicano. La semilla modificada genéticamente se cruzó con el maíz local y la contaminación penetró en la cadena genética del grano originario. Fue una gran sorpresa comprobar que las variedades tradicionales preservadas y mantenidas localmente desde hacía diez mil años ya estaban contaminadas por transgénicos procedentes de Estados Unidos.

A pesar de la prohibición de plantarlo, Méjico no puede impedir la importación masiva de maíz americano, transgénico en un 40%, ya que existe un tratado de libre comercio firmado con Estados Unidos y Canadá. Fuertemente subvencionado por la Administración de Washington, para los mejicanos es más barato comprar grano de maíz importado de EE.UU. que cultivarlo ellos mismos.

A partir de 1995 se produjo un fenómeno importante para el futuro de la alimentación: las compañías químicas empezaron a comprar numerosas empresas de semillas.

En el año 2001, muchos norteamericanos se enteraron de que llevaban tiempo tomando alimentos transgénicos en su dieta, aunque nadie se lo había comunicado. Algunas organizaciones extragubernamentales detectaron maíz transgénico no apto para el consumo humano mezclado con derivados alimenticios, y no hubo más remedio que hacerlo público. En Estados Unidos no es obligatorio etiquetar los alimentos modificados genéticamente; es más, se ha seguido una política de no distinguirlos de los alimentos tradicionales. Cuando se agrega a un alimento un nuevo colorante, un conservante o un producto químico, se le considera un aditivo alimentario sujeto a toda clase de pruebas para demostrar que existe la certeza razonable de que no será nocivo. Por el contrario, si se manipula genéticamente una planta, nadie pregunta nada.

A las corporaciones les favorece que esto sea así. El sistema alimenticio puede cambiar rápidamente según las opiniones de la gente. Si hay etiquetas, los consumidores pueden elegir, y además se podría seguir el rastro de los efectos en la salud en caso de necesitar hacerlo.

Las grandes empresas, además, financian muchos trabajos de investigación en el mundo, especialmente cuando el objeto de estudio se refiere a semillas, transgénicos o agroquímicos, como el que Arpad Pusztai realizó sobre las patatas transgénicas en el Instituto Rowett, en Escocia, para preparar la llegada de los transgénicos a Gran Bretaña, con un presupuesto de más de dos millones de euros. Cuando la BBC le preguntó a qué conclusiones había llegado, contestó: “Como científico que trabaja en este campo, considero que es muy injusto utilizar a nuestros conciudadanos como cobayas”. A la mañana siguiente de la emisión de la entrevista, fue despedido y su equipo disuelto.

Actualmente la biodiversidad del planeta, es decir, todos los organismos vivientes de la Tierra, se han convertido en materia prima para los transgénicos. Se está trabajando en el pescado transgénico y crustáceos comestibles, pero también en ganado transgénico y aves de corral, así como insectos y árboles. Se cree que si se soltaran tan solo 60 salmones modificados genéticamente, toda la población de salmones podría extinguirse en 40 generaciones.

La distancia no es obstáculo

Los alimentos llegan donde queremos. El mundo ha dejado de tener distancias insalvables. Cada día, cientos de circuitos de alimentación son recorridos febrilmente, en una contrarreloj perfectamente organizada que lleva los alimentos desde la tierra que los produce a los mercados prefijados.

Las patatas de Egipto recorren en carretera unos 320 km hasta Suez y, desde allí, un gran barco las traslada a los países de destino. Las judías recolectadas en Kenia realizan una proeza mayor. En cuanto se separa una judía de su tallo, se corta su suministro de humedad y empieza a secarse. Cada hora que pasa bajo las altas temperaturas significa un día menos de vida en un supermercado. Una temperatura de 5º consigue que la judía se mantenga crujiente y fresca, así que se las traslada hasta camiones frigoríficos y después al avión, para que lleguen frescas a la Unión Europea y Oriente Medio. Holanda posee la cuarta parte de invernaderos de todo el planeta. En ellos, una cantidad extra de luz artificial aumenta la producción y adelanta la cosecha, así que aunque no haya sol, las plantas siguen creciendo. La capacidad tecnológica permite producir y llevar comida a cualquier parte del mundo.

El uso de contenedores estandarizados ha cambiado el transporte por completo. Los productos pueden comenzar el viaje en camión, seguir en barco y terminar otra vez en camión sin salir de su contenedor. En estos contenedores se puede controlar la temperatura, la ventilación y la humedad. Con unos sencillos botones, se pueden mantener frescos los alimentos en trayectos que pueden durar semanas. En todo momento, hay seis millones de contenedores recorriendo el planeta. Las grúas de los puertos de mercancías más grandes del mundo descargan contenedores las 24 horas del día.

El hambre se combate con ética

Entonces, ¿por qué hay hambre en el mundo? Podemos hacer que una judía recolectada en Kenia se mantenga fresca durante 6500 km de viaje para acabar en una estantería de Europa. Pero no podemos hacer llegar un poco de comida a los niños que mueren de hambre.

¿No podemos o no queremos?

La seguridad alimentaria implica garantizar que todo el mundo pueda comer, y eso quiere decir que toda la población tenga acceso a la alimentación, aunque para eso haya que cambiar el sistema agroindustrial dominante y las políticas que le dan apoyo. La tierra, el agua, las semillas, el aire que respiramos, los animales y las plantas no pueden ser propiedad de unos pocos, si eso supone condenar al hambre a otros muchos. La Naturaleza es una fuente de riqueza vital, pero no un lugar de saqueo. Es nuestro deber protegerla.

Es hora de pretender un mundo nuevo y mejor, y como seres humanos, hemos de pretender también rescatar unos valores morales que nos hagan mejores. Un poco de ética servirá para combatir el hambre. El principio “piensa globalmente y actúa localmente” sigue estando vigente.

Para saber más:
EL FUTURO DE LA COMIDA (DOCUMENTAL). DEBORAH KOONS GARCIA. 2004.
EL MUNDO SEGÚN MONSANTO (DOCUMENTAL).  MARIE MONIQUE ROBIN. 2008.
LA AUTOPISTA DE LA ALIMENTACIÓN (DOCUMENTAL). ROSS HARPER. BBC. 2009
PLANETA EN VENTA. ALEXIS MARANT (DOCUMENTAL). 2010

 

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