Sociedad — 1 de junio de 2023 at 00:00

El museo americano de las mujeres aviadoras WASP

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Un paseo por las nubes[1]

El viajero ha experimentado antes esta sensación, pero no por ello deja de sorprenderle. ¿Es posible que un objeto o una historia cobre un realce que a lo mejor no les corresponde, simplemente por la manera de exponerlos? Definitivamente, sí. En los Estados Unidos, eso es una especialidad. Se llama marketing, y lo inventaron ellos.

Por lo tanto, cuando acude a visitar el Hill Aerospace Museum en Roy (Utah), muy cerca de su lugar de residencia, nuestro viajero ya viene escarmentado con el hecho de haberse embelesado frente a situaciones y objetos por la simple realidad con la que son expuestos al público. De hecho, ha necesitado cinco años y dos estancias en los Estados Unidos para acercarse a visitar este museo, porque no le interesan, en principio, los museos tecnológicos, no siente especial predilección —en la actualidad— por los museos militares, y no le van nada los artefactos voladores recientes, que no comprende. Si acaso, un Museo de Caballería de hace varios siglos, o los museos de las batallas entre nativos americanos y los cuerpos de ejércitos estadounidenses, de los que algún día escribirá. Pero contemplar aviones, en un espacio abierto al exterior, bajo un sol de justicia… definitivamente no parece ser lo suyo.

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Prueba de un nuevo caza

Sin embargo, vuelve a equivocarse. Y es que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. El viajero suele tropezar una y otra vez, hasta sangrar por los dedos…

Tras un paseo por la parte de la exposición al aire libre, el viajero ni siquiera percibe el inclemente calor que derrite hasta las piedras del sendero, porque puede mirar y tocar aviones con historia, perfectamente situados y presentados. Aviones de la II Guerra Mundial y modelos de aeronaves que combatieron en Vietnam. Los primeros reactores que se acabaron desarrollando en la guerra de Corea y los mejores cazas y bombarderos. Algunos modelos, de un tamaño tan colosal que le resulta imposible de entender cómo las rápidas maniobras necesarias en combate no provocan que el aparato se desmonte hasta el último tornillo. Aviones diminutos con el emblema del «Air Force One», el avión presidencial, que en un principio simplemente fueron jets de pequeña escala para el presidente de turno de la nación más poderosa de la tierra, pero cuyos aparatos aún distaban mucho de ser las fortalezas dotadas de los últimos avances en seguridad aeronáutica que continuamente vemos en las noticias. Nada que ver con los aviones de las autoridades españolas, y mucho menos con sus helicópteros, los cuales mostraron otrora una curiosa tendencia a tomar tierra súbitamente y sin avisar.

Tras el paseo, ingresa en el primero de dos hangares monstruosos donde la exposición continúa con ejemplares más antiguos, de la I Gran Guerra, e incluso modelos de los inicios de la aviación, como alguna maqueta de los Wright, ante cuya fragilidad tampoco se explica qué impulsó a estos locos a continuar con una aventura que costaba cada año más vidas que las que aparentemente engrosaban los pilotos noveles. Monstruos del tamaño de un bloque de tres pisos en forma de helicópteros donde caben varios tanques de última generación. Aviones supersónicos a reacción con un morro tan afilado que uno podría limpiarse los dientes con él… si no fuera detenido inmediatamente por el personal del museo, porque aquí, el respeto al patrimonio histórico (tan escaso patrimonio) está a la orden del día. Quizás sea que en Europa tenemos tanto de este patrimonio, que nuestros jóvenes se creen contestatarios al realizar pintadas de dudoso gusto en un monasterio del siglo XV (grafitis los llaman ellos), a meterse en fuentes de época romana para hacerse un estúpido selfi o a manosear estatuas no sé con qué afán lujurioso-festivo. Todo eso, cárcel segura por estos lares. «Los entrullen», que diría Forges.

En un rincón del segundo hangar descubre una pequeña joya, que alumbra sobre otro de los aspectos de la paradójica naturaleza norteamericana. Este es el país, nos guste o no, de las libertades. Donde se reivindicaron los primeros derechos LGTBI. El país que firmó la primera Declaración de Derechos Universales, y donde se luchó por vez primera contra la esclavitud y el racismo. Aquí se reivindicó también por primera vez la igualdad de derechos para las mujeres, y fue el primero donde estas se auparon tímidamente a los primeros puestos de relevancia en ejércitos e instituciones gubernamentales con responsabilidad militar. Por supuesto, luchó contra la esclavitud porque fue quien más se benefició de ella, necesitó de una revisión contra el racismo y la intolerancia por la incomprensión de muchos «americanos de pura cepa» que no remontan sus orígenes más de tres generaciones, porque no se reconocen en un país hecho de retazos raciales, y condenado a entenderse o a disgregarse[2]. Porque aquí sigue existiendo la pena de muerte, siendo la única democracia moderna donde se mantiene. Porque este país alumbra presidentes como el de no hace mucho, y además acepta contemplar una revuelta en directo en televisión, y negarla ipso facto a posteriori. Son los reyes de la posverdad.

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Cabina de entrenamiento

El viajero retoma, después de este alegato, el tema que le trae a estas líneas. Como ejemplo de esas pequeñas y rutilantes joyas que a menudo contempla en una plaza o en una exposición local de una ciudad de tercera de la América profunda, en este caso encuentra una sección entera dedicada a la importancia de la contribución femenina a las victorias estadounidenses en las grandes guerras del s. XX. El viajero, que ha estado recorriendo la Normandía, no vio nada de eso allí. Tampoco en los museos de la vetusta Escocia, la brava. Ni en Museos del Ejército más cercanos, que también visitó en otras épocas. Como hace tiempo que no lo recorre, no sabe si se habrá incorporado algo semejante al museo patrio, probablemente sí.

Como hablar del desarrollo técnico de los aparatos aeroespaciales expuestos no le seduce, cree que es bueno profundizar en los datos que esta pequeña exposición-homenaje tiene, y decide escribir sobre ella.

Tras casi ochenta años, que se nos antojan mucho menos de lo que son en realidad, quizás no sea tiempo aún de valorar lo que supuso la última contienda abierta de carácter militar con implantación a nivel mundial. El viajero se refiere a la Segunda Guerra Mundial. Porque tras ella, la «guerra» no se eliminó del panorama, y continuó habiendo «guerras mundiales» solapadas, donde las potencias en liza desplegaron sus ofensivas como en una partida de ajedrez de dimensión planetaria. La última guerra mundial con armas convencionales se está librando hoy en todos los continentes contra el terrorismo islámico. Sin armas convencionales, repasemos los enfrentamientos económicos entre EUA y las potencias inevitablemente emergentes.

Los estadounidenses son conscientes de su aportación a la derrota de los fascismos europeos y asiáticos, a veces exagerada por ese marketing del que hemos hablado al principio. Marketing que olvida oportunamente la imprescindible contribución soviética a la derrota nazi.

Todos los segmentos de la sociedad americana contribuyeron a esta victoria, que, tras el resurgir tras la Gran Depresión (causada por el excesivo desenfreno propiciado por otra gran victoria en la I Guerra Mundial) lanzó a EUA a un nuevo rol mundial, que en alguna ocasión ha sido llamado el de «imperio de perfil bajo». En cualquier caso, las renovaciones sociales que conllevan un conflicto de la proporción de un enfrentamiento bélico mundial contribuyeron de forma mucho más efectiva de lo que se imagina a propiciar un nuevo rol de la mujer en las sociedades en transformación. Cambio de rol inevitable en un mundo que tenía al hombre lejos, en el frente de batalla, y que acusaría las mermas de los caídos en combate, que en ambos casos debieron ser sustituidos por mujeres. La ausencia inevitable del segmento masculino obligó a las naciones a poner en alza el valor de la mujer y reconocer sus capacidades en ella. También en lo militar. No hablamos ni de María Pita ni de Agustina de Aragón, sino de la incorporación consciente, necesaria y valiosa del 50% de la población a labores de apoyo, primero, y francamente imprescindibles en el frente de combate, después.

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Fortaleza volante B-52 aparcado en el exterior del Museo

Las pioneras mujeres aviadoras

En este marco es donde aparecieron las WASP («avispas», en inglés), un genial acrónimo para las «Women Airforce Service Pilots», en su traducción, Mujeres Piloto de las Fuerzas Aéreas. Fuerzas aéreas estadounidenses, añade el viajero.

Ellas gustaban de llamarse a sí mismas «las niñas». Procedían de una variedad enorme de orígenes sociales, culturales, religiosos y económicos en diferentes formas y por diferentes motivos, pero todas con un interés en común: su amor por el vuelo. Supieron luchar por darle la misma vida que el hombre, y lo lograron, incluso en contra del escepticismo que ante cualquier movimiento de este tipo presenta la sociedad, y sobre todo, algo tan culturalmente tradicional como el ejército, una de las instituciones que ha sufrido algunas de las reformas más drásticas en los últimos años. A las avispas no les importó la reticencia inicial, ni siquiera la sonrisita displicente. Acabaron demostrando por primera vez que eran capaces de manejar toneladas de valiosa ingeniería tan bien, o mejor, que los hombres.

De más de 25.000 mujeres que se presentaron a optar a pilotos, sin embargo, solo 1830 fueron aceptadas para su entrenamiento, porque los requisitos para ser aceptadas eran muy rigurosos. De ellas, únicamente consiguieron las alas 1074. Un porcentaje, dicho sea de paso, mayor que el de los pilotos masculinos. Como siempre, este millar y poco de pioneras trabajaron casi en el anonimato al principio, y con severo riesgo de sus vidas, a pesar de las misiones «blandas» para las que fueron convocadas. Los miembros de WASP se convirtieron en pilotos capacitadas que probaron el funcionamiento de nuevos modelos de aviones, transportaron de un lado a otro aeronaves, y entrenaron a otros pilotos en aviones reales de combate, liberando así a muchos compañeros hombres de estas responsabilidades tras las líneas. Sin embargo, siempre fueron personal civil, nunca se adscribieron a las Fuerzas Aéreas. Es lógico este comienzo, porque estamos hablando de 1943, momento en el que las WASP se crean, tras la fusión de dos agrupaciones de mujeres pilotos anteriores.

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Vestido de lana azul, con boina del mismo color. Este es el uniforme de gala, es el único cuerpo femenino al que se les permitió usar boina durante la guerra. Al otro lado, el maniquí luce el uniformo de piloto con pantalones, tan denostado en la época.
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Dicho uniforme, con pantalones

Las WASP se disolvieron el 20 de diciembre de 1944, después de finalizar la guerra. Pero la puerta ya estaba abierta. Tras ella quedaron más de cien millones de kilómetros de vuelo. Quedaron más de mil pilotos de combate libres para actuar en el frente de batalla. Las avispas transportaron todo tipo de naves militares de un lugar a otro del país. Remolcaron objetivos para la práctica de tiro antiaéreo, por lo que muchas de ellas recibieron disparos de bala en los pies. Algunas baterías en entrenamiento se confundieron con los blancos, y directamente ametrallaron con alegría los aviones y no los blancos remolcados por ellos, con la inevitable destrucción de las aeronaves y sus tripulaciones. De hecho, estas misiones «sin riesgo» costaron la vida de treinta y ocho miembros de las WASP. Otra de ellas se perdió en una misión de transporte, sin que por ahora se sepa qué ocurrió realmente con su aparato. Otras fallecieron en situaciones tan absurdas como la que propició un caballeroso galán del aire, que a bordo de su caza y sabiendo que el aparato que compartía su espacio aéreo era un carguero pilotado por una de estas chicas, se envalentonó y comenzó a realizar piruetas de machito testosterónico delante y alrededor del aparato, que en ese momento intentaba tomar tierra, provocando que le arrancara el tren de aterrizaje. El carguero se estrelló contra la pista explotando en llamas. Ninguna de las WASP que conformaba la tripulación sobrevivió. Una muestra más de la superioridad masculina…

En algunos casos, la discriminación era francamente abierta y generalmente aceptada. Camp Davis resultó el modelo de rechazo contra el programa WASP. Se habló de sabotaje, y se encontró azúcar dentro de los depósitos de los aviones que volaban las WASP, así como un fuel que no era del octanaje debido. Sus aparatos no fueron revisados mecánicamente, y la mayoría de los «accidentes» de estas pilotos, con y sin cadáveres de por medio, ocurrieron allí. A ellas no les importó. Ni siquiera cuando les pagaron un tercio de lo que recibían los pilotos de servicio masculinos. Por llevar pantalones, a muchas de ellas se les prohibía entrar en los comedores militares.

Como no formaban parte estrictamente de las fuerzas estadounidenses del aire, los gastos del traslado de los cuerpos y los entierros corrieron por cuenta de las familias de las fallecidas. Tampoco recibieron honores militares en su sepelio, y a nadie se le entregó ninguna bandera norteamericana cuidadosamente doblada en su nombre.

Por todo ello, y miembros con pleno derecho, en 1977 se les otorgó la categoría de «veteranas» de guerra (fíjense, treinta años después), y en 2009 la muy merecida Medalla de Oro del Congreso.

Fifinella
Fifinella

Como cuerpo de pilotos asociados, las WASP tenían su propia mascota: Fifinella. Esta duendecilla sirvió como apoyo psicológico a estas mujeres, cobrando pronto la importancia que las mascotas americanas tienen. A esta hada se encomendaban durante las misiones peligrosas, y cualquier extraño hecho o suceso sorprendente dentro de los aparatos o antes de las misiones les eran inmediatamente adjudicados. Fifinella, como buen duende, era traviesa y encantadora, pero cuidaba de los suyos. El dibujillo muestra a un hada rubia, de largas pestañas y gorra de aviador dotada de alas de pájaro, con dos cuernecillos enrollados en la cabeza. Es, en realidad, un «gremlin» diseñado por Walt Disney para la película animada del mismo nombre, y que ante la petición de las pilotos cedió los derechos para que la pudieran usar de emblema.

Esta idea de utilizar pilotos de combate femeninos para entrenar a pilotos masculinos tiene su origen años antes de que EUA entrara en la II Guerra Mundial. Idea de Jackie Cochran, este escribió a Eleanor Roosevelt para presentar su proyecto. La esposa del presidente, que tanto hizo por la mujer en general, y por la americana en particular, apoyó la idea con fervor, aunque sin éxito. Con el ejército hemos topado…

De otro lado, la misma iniciativa fue sugerida por Nancy Harkness Love en 1940 al coronel de aviación Robert Olds, sugerencia que fue tratada de la misma manera: se desestimó. Que unas mujeres con experiencia de piloto se encargaran de misiones de retaguardia no estaba en los planes del ejército del Aire.

Al menos, no hasta enero de 1942, cuando, o bien el sentido común, o bien el ataque a Pearl Harbor un mes antes, resucitaron el proyecto y lo transformaron en una de las mejores ideas de colaboración civil jamás tenidas. Aunque las visiones de Cochran (fundar un cuerpo de entrenadoras para pilotos militares) y las de Love (apoyo táctico de combate con aviones de suministro) eran divergentes, ambas acabaron por cuajar juntas el 3 de julio de 1943, cuando cuajaron las WASP, cubriendo ambos campos de actuación.

La visión romántica de estas mujeres civiles sirviendo de una manera insustituible al ejército desaparece si revisamos su actividad. De hecho, al ser entrevistada por la prensa, a una se le escuchó contestar: «¿Glamur?, ¡al infierno con el glamur! Este es un trabajo de lo más duro y exigente».

El entrenamiento previo para pertenecer a las WASP comenzaba a las 6:15, y seguía sin interrupción hasta la retreta de las diez de la noche. Entre el alba y el anochecer, extenuantes ejercicios físicos (más de dos horas intensas), clases, entrenamiento simulado en cabinas, y vuelo real de día y de noche, animaban el «glamur» de estas damas. Las instalaciones estaban abarrotadas, y simpáticas alimañas surgidas de entre la fauna silvestre tejana se unían con frecuencia a la fiesta. Serpientes de cascabel, escorpiones, algunas plagas de langostas y arañas del desierto de toda índole pululaban por entre las instalaciones a campo abierto, comenzando por las letrinas. La atención médica era mínima, no se les concedió un seguro de vida como a sus compañeros pilotos, y la base de entrenamiento carecía de camión de emergencia y de bomberos, mientras que la ambulancia tuvo que ser prestada por el aeródromo de la vecina base del Ejército en Ellington (Tejas).

A pesar de estos peligros e inconvenientes, las «niñas» sobrevivieron, sobre todo por su fuerte compromiso con el hecho de obtener sus alas y alcanzar su sueño de volar. Ese motor interior llevó a conseguir un 60% de éxito en el programa.

En contra de los prejuicios entre los escépticos, las WASP llegaron a manejar prácticamente cualquier aeronave militar del arsenal norteamericano, incluyendo los B-24 y los B-29, las «fortalezas volantes». Además de pilotar estas naves desde un punto del territorio nacional a otro para labores de servicio, llegaron a ejecutar una amplia panoplia de deberes. Además, acabaron dominando código morse, meteorología, derecho militar, física, mecánica aeronáutica, navegación y otras materias de formación general y específica, como primeros auxilios o vuelo acrobático. Estuvieron presentes en 122 de las bases norteamericanas, y entregaron sin incidentes más de 12.000 aviones y cuantiosa mercancía (el 80% del total, se calcula).

Con la rendición incondicional de Japón, el trabajo de las WASP se consideró finalizado. El 7 de diciembre de 1944, setenta y una mujeres se graduaron como pilotos WASP, siendo esta la última promoción. Sin embargo, su esfuerzo resultó trágicamente inútil, porque el cuerpo de las avispas fue disuelto en las dos semanas siguientes. Sus documentos fueron sellados como «secretos», y su esfuerzo pasó al olvido, dificultándose enormemente la recuperación de su memoria y la reivindicación de su heroísmo.

Sin embargo, nunca perdieron el contacto, y cuando en los 70 alguien dijo que «por fin la mujer podría incorporarse como piloto a las Fuerzas Aéreas norteamericanas», su indignación, su natural arrojo y su cohesión les llevó a montar una campaña de relaciones públicas sin precedentes, que obligó a Jimmy Carter, primero, y al propio Obama, después, a reconocer que estas mujeres ya abrieron esa puerta antes de mediados del siglo XX. La labor del cuerpo WASP fue reivindicado, y las supervivientes todavía son tratadas como mitos vivientes.

Como alguien dijo alguna vez, «las grandes obras las sueñan los santos locos, las realizan los luchadores natos, las disfrutan los sagrados cuerdos y las critican los inútiles crónicos» (frase atribuida, al parecer, a Oscar Wilde, bastante criticado).

[1] «A Walk in the Clouds». Película de Alfonso Arau, 1995.

[2] Los llamados ahora «afroamericanos» han tenido desde el mismo comienzo de los Estados Unidos como nación un papel fundamental. En la misma Masacre de Boston, que dio lugar con el tiempo a su Guerra de la Independencia, ya murió uno de ellos defendiendo los derechos de las colonias. Seguro que esos patriotas de hoy ni siquiera lo saben. Ni América (¿cuál de ellas?) fue alguna vez blanca, ni existe biológicamente ninguna supremacía que implique color.

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