Naturaleza — 1 de abril de 2023 at 00:00

Fundamentos filosóficos de la ecología

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Fundamentos filosóficos de la ecología

Cada 22 de abril se celebra el Día Internacional de la Madre Tierra. Este año hará casi medio siglo que se conmemora y, sin embargo, son pocos los avances hacia el cambio necesario para que podamos hacer sostenible la relación con nuestro planeta. Algunos de esos cambios deberían ser tan profundos que quizá no estemos dispuestos a abordarlos en nuestro empeño por sostener una forma de vida y una idea sobre la felicidad y el desarrollo basada en el consumo, la comodidad, la avidez, la necesidad de tener cada vez más de todo, en lugar de explorar otras formas de ser y estar en la Tierra.

En este artículo quiero compartir algunas reflexiones en torno al pensamiento que ha dominado los siglos XIX y XX fundamentalmente, y las ideas emergentes que, curiosamente, entroncan con muchos de los planteamientos de las necesidades tradicionales de gran parte de los pueblos de la Tierra.

La ecología, como rama de la biología que estudia las relaciones de los seres vivos entre sí y con su entorno, es relativamente joven como ciencia. Nació en 1869 y, sin embargo, el término abarca algo de crucial importancia: las relaciones del ser humano con la naturaleza, las ideas y actitudes que han dado lugar a esa relación y las consecuencias que se derivan de cómo nos comportamos con respecto a los demás seres vivos y al propio planeta. Esta es la propuesta filosófica: aportar diferentes formas de entender y de relacionarnos con la Tierra, tanto en las culturas ancestrales como en las actuales.

 

Las raíces de la crisis ecológica

La gran crisis ecológica que atraviesa la vida de la Madre Tierra, es debida a una de esas formas de pensar. La salida de esta crisis, si llegamos a tiempo, será igualmente gracias a un cambio de paradigma. Para cambiar las consecuencias hay que cambiar los comportamientos, y para cambiar los comportamientos hay que cambiar la forma de pensar, de entender la Tierra y nuestra relación con ella.

Si ahondamos en las causas del desequilibrio provocado por el ser humano, veremos que no hay mayor timo ni estafa piramidal que nuestro sistema de consumo, al igual que sucede con el sistema de crecimiento económico basado en la deuda pública. Explotamos recursos y generamos residuos a costa de hipotecar el futuro de las generaciones que vendrán. ¿Qué provocó la crisis ecológica? Es la idea de un progreso interminable basado en un crecimiento continuo de bienes de consumo extraídos de la naturaleza, a la que ha colapsado el sistema. Una idea de progreso basada únicamente en bienes y medios materiales, con los que se ha definido la supuesta sociedad de bienestar, que, claro está, han de ser extraídos de la naturaleza. Así, estamos ante una relación con la naturaleza de explotador y dueño y de ignorancia, pues estamos muy lejos de conocer las consecuencias.

El término ecología fue acuñado por el estudioso Herms Heikel en el año 1869, que lo entendía como el estudio de la relación de los seres vivos con el ambiente que les rodea. Actualmente, el término ha sido ampliado; así, la definición de ecología abarca no solo las relaciones que los seres vivos establecen con su ambiente, sino también las relaciones que forjan entre ellos. El concepto deriva etimológicamente del griego oikos, que significa ‘casa’ y logos, ‘ciencia’, ‘estudio’, por lo que la definición de ecología sería, literalmente, el estudio de nuestra casa, entendiendo que la naturaleza es nuestro hogar y que nosotros formamos parte de ella.

Pero la relación con nuestro hogar admite muy diferentes formas de ser entendida. Otro término muy relacionado con la ecología es el de ecosistema. Un ecosistema es considerado el conjunto de especies de seres vivos de un área determinada, que interactúan entre ellos y con un ambiente abiótico, sin vida. Estos enfoques, ciertamente, han permitido dar un gran impulso al conocimiento de la complejidad de la naturaleza y su equilibrio para que se pueda producir la vida, pero se ha fundamentado mucho en la teoría evolucionista, que interpreta el proceso de la vida en el planeta como una lucha de selección natural de los individuos, y no tanto en la capacidad de adaptación, cooperación e integración de los grupos. Por otro lado, interpretan la Tierra y casi la totalidad de la naturaleza, como un medio que nos rodea, un espacio abiótico y sin vida en el que desarrollamos nuestra existencia, lejos de visiones mucho más integradoras.

En la mayoría de los casos, solo se consideran las partes que conviven, pero no el conjunto como una realidad en sí misma, olvidando que el todo no es sencillamente la suma de las partes. Todos habrán oído hablar de la teoría Gaia. Fue a principios de los años 70 cuando Lovelock hizo pública su teoría, convulsionando los ambientes científicos de la época. James Ephraim Lovelock fue un científico independiente, que falleció a los 103 años de edad en 2022.

Lovelock fue meteorólogo, escritor, inventor, químico atmosférico y ambientalista, y visualizó la Tierra como un sistema autorregulado, que gestiona sus propios procesos y controla los equilibrios necesarios para el mantenimiento de la vida. Comprobó cómo la temperatura y la composición química de la atmósfera han permanecido estables dentro de los márgenes necesarios durante 3500 millones de años. Es esta estabilidad y esta composición lo que ha hecho posible el desarrollo tan maravilloso de la diversidad de la vida, tal y como la conocemos.

3500 millones de años se dice pronto, pero tanto tiempo nos induce a pensar que ese orden y esa autorregulación obedecen a un propósito previo. Esto, para la ciencia determinista y cartesiana, para la biología evolutiva, no es aceptable porque supondría no solo entender la Tierra como un gran ser vivo, sino además como un ser con una finalidad, con una razón de ser.

Día Internacional de la Madre Tierra

Ante este perfecto orden y proceso que se manifiesta en todos los aspectos de la vida en la Tierra, la pregunta es sencilla: ¿es el orden fruto de la casualidad? Y si no es así, ¿qué hay detrás de ese orden? ¿Puede ser que realmente haya una finalidad? ¿Hay una voluntad? ¿Hay una inteligencia?

La teoría Gaia nos ha llevado a que, de la mano de la ciencia, vuelvan a resurgir viejas formas de entender nuestro planeta, formas que la conciben como un gran ser vivo, donde todas las partes están involucradas en ese proceso que podríamos llamar la gran vida. La ecología como ciencia ha puesto de manifiesto de manera irrefutable cómo los seres vivos nos relacionamos unos con otros y con nuestro entorno, de tal manera que lo que sucede al conjunto afecta a cada una de las partes, y cada una de las partes afecta al equilibrio del conjunto; un equilibrio muy frágil cuando se rompen los parámetros que lo sostienen. Todo esto ha llevado a dos grandes posturas que, además, producen dos actitudes muy distintas ante la vida de la Tierra y nuestra relación con ella: lo que podemos llamar el paradigma mecanicista cartesiano y, por otro lado, el paradigma animista.

El paradigma mecanicista cartesiano parte del filósofo René Descartes que, en el siglo XVII, concibió la Tierra y el mundo material como una gran máquina desprovista de alma, es decir, de sentimientos o de inteligencia, una máquina a nuestro servicio para ser dominada y explotada.

Este planteamiento se acentúa con la revolución industrial y el alejamiento de los entornos naturales en beneficio de las ciudades, donde los seres humanos vivimos envueltos casi en nuestra totalidad en entornos y con elementos creados por nosotros mismos, lo cual fue conduciendo inexorablemente a un gran antropocentrismo. De este paradigma mecanicista parte el enfoque de la ecología, que entiende que debemos preservar los equilibrios de la naturaleza que nos permitan continuar con nuestro estado de bienestar. Es una ecología de lo verde, en tanto que sigue considerando la naturaleza un elemento a explotar y completamente a nuestro servicio. Se sigue actuando como si los recursos naturales fueran inagotables o, en cualquier caso, se pudieran sustituir por otros, dando por hecho que la ciencia logrará arrancar secretos a esta gran máquina que es la naturaleza. Las consecuencias ya las empezamos a conocer.

Por otro lado, hemos mencionado el paradigma animista. Esta forma de pensar parte de la idea de que la naturaleza está verdaderamente viva, y cada una de las entidades que alberga está dotada de inteligencia y voluntad. Lo que nos rodea no son cosas, sino seres con espíritu, con entidad, con alma y, además, todo lo viviente en nuestro planeta forma parte de la naturaleza misma, de la Tierra, que es considerada un gran ser vivo que trasciende las diversas entidades vivas que en ella se desarrollan. Cada uno de los seres es una expresión de esa gran vida y, por lo tanto, valiosa en sí misma. Todo está dotado de inteligencia y vida que se integra en seres más grandes, que a su vez tienen su propio desarrollo.

Cuidar la Tierra es cuidar la vida de la que formamos parte. El enfoque ecologista que parte de este paradigma no tiene una visión utilitaria de la naturaleza, sino que asienta su respeto por el equilibrio natural basándose en el respeto a la vida misma, que se manifiesta en todos los seres. No está fundamentado tanto en la lucha por la supervivencia material como por el despliegue del potencial de conciencia que se guarda en cada ser, incluidos nosotros mismos, en perfecta armonía con el desarrollo evolutivo de la Tierra. Este enfoque interpreta a la Tierra con una inteligencia capaz de gestionar su propio destino evolutivo y el de sus seres, aunque a veces sea a base de grandes sufrimientos.

El restablecimiento del equilibrio es necesario, en un esfuerzo por nuestra parte para evitar el sufrimiento al ser humano y a todos los seres que comparten el misterio de la vida con nosotros. Esta idea entronca directamente con gran parte de los pensamientos míticos de culturas ancestrales, pero es compartida hoy en día por muchos científicos naturalistas y ecologistas como fruto de sus investigaciones y experiencias.

 

La Tierra viva desde la Antigüedad

Aldo Leopold, ecólogo de la primera mitad del siglo XX escribía: «Cuando menos, no es imposible considerar las partes de la Tierra, suelo, montañas, ríos, atmósfera, etc., como órganos o partes de órganos de un todo coordinado, cada parte con su propia función definida. Y si podemos ver todo esto como un todo a lo largo de un extenso periodo, percibiremos no solo órganos con funciones coordinadas, sino también posiblemente un proceso de reposición que en biología denominamos metabolismo, crecimiento. En tal caso, tendríamos todos los atributos visibles de un ser viviente, algo de lo que no nos damos cuenta porque es demasiado grande y sus procesos vitales son demasiado lentos».

Día Internacional de la Madre Tierra

Y de ahí se podría seguir este atributo invisible, un alma o conciencia que muchos filósofos de todas las épocas atribuyen a las cosas vivientes y sus agregados, incluyendo a la Tierra que creemos «muerta».

De Stefan Harding, biólogo, autor de un maravilloso libro llamado Tierra viviente, leemos: «La naturaleza está verdaderamente viva y cada una de las entidades que alberga está dotada de albedrío, inteligencia y sabiduría, cualidades que en Occidente, si se da el caso de que sean reconocidas, reciben generalmente el nombre de alma».

Pero echemos un vistazo a algunas de las creencias e ideas que sobre la Madre Tierra ha habido en las culturas antiguas y ancestrales. Todos los pueblos hablan de la Madre Tierra. Esto no es solo una metáfora de pueblos agrícolas y ganaderos, sino tal vez una idea mítica acuñada a través de milenios de relación y experiencia con la propia vida. Cabría preguntarnos por qué representan las culturas con un pensamiento simbólico a la naturaleza como a una diosa. Ciertamente, los mitos tratan de elevarnos a lo incomprensible y los dioses representan en el imaginario colectivo aquellas realidades intuidas y entendidas como «más que humanas».

La Tierra era entendida como un gran ser. Comencemos en este breve recorrido por algunas de esas tradiciones antiguas y mitos.

Empezaremos con Gaia, también conocida como Gea. En la mitología griega, Gea es la personificación de esta diosa madre, una deidad primordial ancestral que dio origen a la existencia.

Ese mito nos explica que Gea nació del caos primordial, de la vastedad oscura y primera, y tras generar el cielo con su multitud de estrellas —Uranos—, y a Pontos —los mares y océanos—, de su unión con Uranos, con el cielo, nacieron todos los seres vivientes, incluidos el ser humano. Los romanos la adoptaron como Tellus Mater o Terra Mater, pero fue más conocida como Gaia.

Algo similar encontramos en la mitología egipcia con Geb, la Tierra. Geb era el hijo de Shu y Tefnut, las fuerzas vitales masculinas y femeninas que alientan el universo. Junto a él nació su hermana gemela Nut, la diosa del cielo. Por lo general, se representaba con la piel verde a Geb para expresar la fertilidad de la Tierra. Se lo figuraba tendido debajo de su hermana Nut, que describe un círculo por encima. Normalmente está apoyado en un codo y con una rodilla doblada, para simbolizar los valles y las montañas de la Tierra. De la unión del cielo y la Tierra surgirá la vida.

Entre las culturas incaicas, incluso sus predecesoras, encontramos el culto a la Pachamama, madre tierra, diosa de la fertilidad que preside la siembra y la cosecha, siempre presente e independiente, que tiene su propio poder creativo para mantener la vida en esta tierra.

Prithi Vainiá, en la antigua India, es, según una tradición, la personificación del planeta Tierra. La leyenda dice que el rey Prithu, una encarnación de Vishnu, ordeñó a Prithuí en forma de vaca para conseguir alimentos para todo el mundo. Sabemos que, en la India, una de las representaciones de la gran madre del cosmos nutricio es justamente la vaca. Es también en la India donde encontramos textos sagrados que nos advierten de la gran herejía de la separatividad, que conduce al ser humano a creerse algo distinto y aparte del resto del universo. Para estas tradiciones, el ser humano forma parte de la gran extensión de la vida. Es una manifestación de la divinidad primera, como todo lo manifestado, en una suerte de gran panteísmo.

Pero el mayor desarrollo de la idea de la Tierra como un gran ser vivo, con alma, lo encontramos en Platón. En el diálogo del Timeo nos habla de un concepto que aún hoy sigue teniendo una amplia repercusión, el anima mundi, el alma del mundo. Dice Platón: «El mundo es, de hecho, un ser viviente dotado de alma e inteligencia, una entidad visible que contiene a todas las demás entidades». Entre sus diálogos también vemos cómo Platón habla de un cosmos ordenado, donde todo está interconectado. El alma humana, por tanto, también está conectada con el alma de los animales y el de las plantas a través de ese anima mundi.

Una idea muy similar encontramos también entre los estoicos romanos. El universo, la naturaleza y Gaia están dotados de un logos, una inteligencia que anima e impulsa todas las cosas. La fuerza primordial que contiene el universo y la Tierra se comporta como una semilla que ha de desplegar todo su potencial, y este proceso de desarrollo evolutivo está guiado por un logos.

Siguiendo este mismo hilo, mencionaremos cómo algunas tradiciones herméticas y teosóficas entienden el planeta Tierra como parte de un ser mayor, que es nuestro propio sistema solar, y que a su vez se integra en otro gran ser vivo mayor, el propio cosmos, que lejos de ser una máquina sin alma, es la divinidad misma manifestada. Todo sería una expresión de la Vida-Una que se manifiesta en todo el universo.

Quiero terminar esta referencia a las tradiciones y mitos de la tierra, recordando un texto que se convirtió en uno de los manifiestos ecologistas más relevantes en el siglo XX: la carta del jefe indio Seattle al presidente de los Estados Unidos, donde dice:

«Somos parte de la Tierra y ella es parte de nosotros. Las fragantes flores son nuestras hermanas. El venado, el caballo, el águila majestuosa son nuestros hermanos. Las praderas, el calor corporal del potrillo y el hombre. Todos pertenecen a la misma familia. Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra manera de ser. Le da lo mismo un pedazo de tierra que otro porque él es un extraño que llega en la noche a sacar de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga. Cuando la ha conquistado, la abandona y sigue su camino. Deja detrás de él las sepulturas de sus padres sin que le importe. Despoja de la Tierra a sus hijos sin que le importe. Olvida la sepultura de su padre y los derechos de sus hijos. Trata a su madre, la Tierra y a su hermano, el cielo, como si fueran cosas que se pueden comprar, saquear y vender. Como si fueran corderos y cuentas de vidrio. Su insaciable apetito devorará la Tierra y dejará detrás de sí solo un desierto. Debéis enseñar a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros. Que la Tierra es nuestra madre. Todo lo que afecta a la Tierra afecta a los hijos de la tierra. Cuando los hombres escupen al suelo, se escupen a sí mismos. Esto lo sabemos. La Tierra no pertenece al hombre sino que el hombre pertenece a la Tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida. Es solo una hebra de ella. Todo lo que haga a la red se lo hará a sí mismo. Lo que ocurre a la Tierra ocurrirá a los hijos de la tierra. Lo sabemos. Todas las cosas están relacionadas como la sangre de una familia».

 

El ser humano y la naturaleza

Nos podríamos preguntar: ¿para qué sirven todos estos mitos y teorías antiguas si ya la ciencia ha indagado los secretos de la naturaleza? Nada más lejos de la realidad. Hay muchas más formas de conocimiento y conexión con esa realidad que la estricta razón. El medio para conocer la realidad que nos rodea, e incluso para conocernos a nosotros mismos, viene siendo desde hace unos siglos el pensamiento racional, lo que podríamos llamar científico. Sin embargo, nuestra forma de relación y acercamiento al mundo no es únicamente racional, es algo más amplio, y de la forma de conocer y de relacionarnos se van a derivar muchas cosas. El físico Warner Heisenberg diría, en el siglo XX, que lo que observamos no es la naturaleza misma, sino la naturaleza expuesta a nuestro método de investigación. Stephen Harding, en ese magnífico libro que he mencionado, Tierra viviente, nos recuerda al psicólogo Jung y los cuatro grandes fenómenos psicológicos que describía. Cuatro grandes vías que han de ser integradas por los seres humanos para abordar el misterio de la naturaleza: el pensamiento, pero además, el sentimiento, la sensación y la intuición. Pensamiento, sentimiento, sensación e intuición.

Día Internacional de la Madre Tierra

Solo de la unión de estas cuatro vías se puede derivar una verdadera comprensión; el ser humano puede llegar a una verdadera intuición que le permita ver la unidad que hay más allá de los fenómenos que involucran a esa unidad. Muchas veces estudiamos de la naturaleza solo los fenómenos que se nos muestran, como si fuesen las letras de un amplio texto, pero sin saber más allá de ellos ni comprender su profundo mensaje y sentido. Para entenderlo, pensemos en cómo, más allá del conocimiento científico y los aportes que ha hecho hoy en día la ecología, millones de seres humanos a lo largo de nuestra propia historia han sentido su relación estrecha con la naturaleza como una necesidad vital, no solo utilitaria, y han intuido a la Gran Madre Tierra. Algo que hoy la ciencia solo empieza a vislumbrar.

Si bien sabemos que el ser humano es un ser social y necesita por ello de la relación con otros seres humanos, se intuye que también necesitamos de la relación de aquello que podríamos llamar más que humano, de la relación con la Tierra, con la Gran Madre, para ser humanos completos. Stephen Harding propone en numerosas ocasiones que entremos en contacto con la naturaleza, dejando por un momento de lado nuestro pensamiento racional. Contemplemos, por ejemplo, un bosque. No como un espacio donde hay rocas y árboles y animales, sino como un ser que late y respira, y guardemos interiormente las sensaciones e intuiciones que podamos percibir. Todas ellas formarán parte de lo que nos lleve, en algún momento, a establecer contacto con esa relación, con esa realidad que nos forjemos sobre la propia Tierra.

El antropocentrismo, que nos ha situado como seres con derecho a explotar todo lo que existe y nos rodea, instrumentalizando la vida del planeta, no nos permite ver más allá de nuestra propia dimensión, limitación y tamaño, creyéndonos los seres más desarrollados que existen. Nos ha llevado incluso a dividir el mundo en conceptos como artificial y natural, siendo lo artificial lo que es generado por el ingenio del ser humano, sin darnos cuenta de que nuestra propia ingeniería no difiere mucho de las maravillas arquitectónicas que muchos seres de la naturaleza crean, como una araña con su tela o un pájaro con su nido, o sea, con toda la arquitectura de la vida.

El problema no está entre lo artificial y lo natural, sino entre lo que respeta el equilibrio de la naturaleza o lo destruye. Es la misma actitud antropocéntrica que intenta desentrañar los misterios de la naturaleza por medio de la violencia y la tortura, como lo proponía Francis Bacon, el fundador de la ciencia experimental moderna. A esta visión se opondría el filósofo Goethe, proponiendo la actitud contemplativa, que escucha con amor a la naturaleza y deja que esta le revele sus secretos.

Platón, como Séneca, decía que el resultado, para el ser humano, de esta contemplación de la naturaleza es que se produzca en él una grandeza de alma. Contemplar el universo con ojos de artista, decía Berzon, y no con una mirada utilitaria. Esto nos permitirá conocer las cosas como realmente son, por el placer de conocerlas, y no condicionados por el interés y la utilidad.

Lo cierto es que, en la contemplación directa de la naturaleza, se producen experiencias que activan nuestros sentidos y sensaciones, que despiertan emociones e intuiciones, y que, a pesar de que muchas veces antepongamos una mente racionalista, nos permiten acceder a una conciencia de la Vida-Una que se manifiesta en la montaña, el paisaje, los ríos… y que nos puede llevar a intuir el alma, la inteligencia de Gaia.

 

Vida e inteligencia

En todos los niveles de la vida vemos inteligencia subyacente, no solo un orden que ya es difícil explicar como fruto de la casualidad, sino una capacidad continua de adaptación y respuesta en aras del desarrollo de un potencial, que se despliega a través de un proceso evolutivo que parece responder a un plan, a un propósito. Nadie con sentido común podría pensar que la complejidad de este gran organismo que es la Tierra, de este gran sistema de sistemas que mantiene un equilibrio tan complejo en todos sus procesos para que se manifieste la vida en sus diferentes niveles —incluso el despliegue de la conciencia en lo humano—, sea fruto de la casualidad. Ni tampoco de un sistema de marchas y contramarchas, de prueba y error, de una selección natural que necesitaría un tiempo casi infinito para llegar a la vida tal y como la conocemos hoy.

Nuestro sentido común nos dice que detrás del orden hay una voluntad y una inteligencia aplicada para producirlo. Miremos, si no, nuestra propia vida cotidiana. ¿Qué sucede si decaen nuestra voluntad y nuestra capacidad de saber encontrar el orden en el tiempo y en el espacio en el que nos movemos? No surgen casualmente la disposición adecuada de las cosas: al contrario, surge la descomposición, surge la oscuridad y el caos.

Nuestra intuición, aunque tal vez no la podamos expresar en formulaciones científicas, nos dice que la Tierra es inteligente y que posee un fuerte impulso de realización evolutiva. La inteligencia está presente en los cuatro reinos de la naturaleza, no solo el reino humano, sino que hay una forma de inteligencia que se percibe ya desde la célula, como nos la describe Bruce Lipton, pasando por los árboles y las plantas o los insectos y demás animales.

¿Y por qué no pensar que sucede lo mismo con la voluntad? Voluntad como impulso de realización, y que vemos, por ejemplo, en las semillas o en todo el planeta; como evolución y desarrollo, como impulso de realización de todo el potencial encerrado en la vida y que se despliega a cada paso. Sin olvidar que la vida es amor, la fuerza que une y se manifiesta en todo, manteniendo la cohesión y la armonía frente a las fuerzas de fragmentación y descomposición que conducen a la muerte.

Tal vez los misterios antiguos, si quisiéramos indagar en ellos, nos revelarían secretos increíbles sobre la voluntad, el amor y la inteligencia que rigen el universo. Ciertamente, nuevas formas de pensar están emergiendo en el mundo, como la ecosofía, que propone una relación con la naturaleza que minimice el daño al equilibrio, a la vez que potencie los propios sentimientos de asombro y pertenencia. O el movimiento de la ecología profunda, que propone un cuestionamiento a fondo de las suposiciones fundamentales de nuestra cultura, y no una reforma verde que simplemente mantenga la idea de una sociedad de consumo y de sentido utilitarista de la naturaleza. Una nueva conciencia holística con una visión más integradora y global puede acercar al ser humano a comprender su lugar natural en nuestro mundo, en el universo. Puede dotarnos de un sentido y de un significado de nuestra propia vida que se integre en el sentido de la vida-una, que despliega su potencial evolutivo de conciencia.

Hoy son muchas las amenazas al equilibrio por parte del ser humano. Estoy convencido de que la propia inteligencia, voluntad y amor de la Madre Tierra lo restablecerá, aunque lo tenga que hacer convulsivamente. Pero también, como fruto del desarrollo de ese potencial de la vida, está nuestra propia conciencia y nuestro amor para tratar de evitar el máximo de dolor a todos los seres.

Finalmente, diré que no me gusta la idea de que sea el miedo lo que nos haga reaccionar. El miedo nunca es amigo de la cordura ni de la mesura. En cambio, el amor que despierta la belleza de la vida y la naturaleza quizá pueda acabar siendo el motor más importante de la ecología, más que la ciencia, la crisis económica o el cambio climático. Porque el cambio que ha de producirse debe llevarnos a toda la humanidad a pasar de ser saqueadores y violadores de la naturaleza a ser verdaderos enamorados de la vida, enamorados de nuestra Madre Tierra.

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