Libros — 1 de julio de 2013 at 00:00

«El caballero de la armadura oxidada», de Robert Fisher

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Nuevamente nos encontramos ante un libro que suscitaría un primer debate si hubiéramos de ponernos de acuerdo en su clasificación de género literario. Para algunos es, ante todo, una obra de sabiduría con ribetes espirituales. Para otros, un libro de autoayuda. Y habrá quienes lo vean como un cuento para mayores.
En la línea de lo expuesto anteriormente, quienes han descubierto en sus páginas elementos de inspiración lo verán como una de esas obras que tiene varios niveles de lectura, desde aquella que se puede hacer al final de la infancia hasta las que se pueden realizar en la madurez. Otros, en cambio, más críticos con su contenido, aducirán que su éxito literario se debe más a una estrategia de marketing que a su calidad. Ante esto solo cabe reiterar que, para gustos, los libros.
Es indudable que la intención del autor es conferir un componente simbólico a muchos de los elementos que aparecen en el libro. Uno de ellos, cuando no el más significativo, es el de la armadura. En él parecen verse reflejadas nuestras miserias y limitaciones, representación de nuestros miedos, egoísmos, deseos, dudas, ambiciones… Cuando tenemos la capacidad de objetivar en algo concreto estos aspectos de nuestra personalidad, se da, como consecuencia lógica, la necesidad de querer eliminarlo de nuestras vidas. Despojarnos así de nuestros defectos es un anhelo tan antiguo como la capacidad de reconocernos como hombres en evolución. Desgraciadamente, el camino de la perfección es un continuo más que un proceso que se produce a saltos.
En muchos de los libros de sabiduría antiguos encontramos una referencia que, más tarde, se va a repetir en la literatura que llega hasta nuestros días: «Cuando el discípulo está preparado, surge el maestro». Una vez más lo encontramos, ahora en este libro. El conocimiento de las cosas importantes ha de transmitirse en el momento oportuno. Cuando se rompe esta lógica, se producen alteraciones cuyos principales afectados son los mismos que, ante la incapacidad de asimilarlo, lo acaban adaptando a sus limitaciones. De ahí surge una verdad a medias que representa un primer paso en la desviación del conocimiento transmitido. La historia está llena de cismas y grupúsculos que, en algún momento, creyeron ser los depositarios del verdadero saber cuando lo que hacían era seguir a un líder iluminado.
«Una persona no puede correr y aprender a la vez, debe permanecer en un lugar durante un tiempo». En este momento histórico, caracterizado por lo rápido que sucede todo y el continuo cambio, esta frase se presenta como una advertencia. Nuestro estilo de vida nos invita a cambiar continuamente, quizás como extensión de unos intereses más oscuros que nos incitan a consumir cuanto más mejor. Cambia de coche, de tele, de ordenador, de móvil… y hazlo pronto si no quieres quedarte desfasado. Cuando esto se integra en nuestras vidas, el siguiente paso es acostumbrarte a permanecer en un continuo cambiar por cambiar, que llega a alcanzar a todos los aspectos de nuestra existencia. Cambiamos de trabajo, de ideas, de pareja, de amistades… con la ingenua intención de encontrar en lo nuevo aquello que, finalmente, habrá de traernos la felicidad.
No se puede vivir sin desprenderse de lo viejo e inútil, pero todos necesitamos referencias estables en nuestras vidas que les den un sentido y direccionalidad. Y ello solo es posible si somos capaces de profundizar, con paciencia y tesón, en las cosas verdaderamente importantes.
Reproducimos ahora un párrafo del libro de especial relevancia:
«Eso se debe a que intentáis comprender con la mente, pero vuestra mente es limitada.
–Tengo una mente muy buena –le discutió el caballero.
–E inteligente – añadió Merlín–. Ella te atrapó en esa armadura».
En Oriente se considera a la mente como limitada e incapaz de comprender la realidad. También en Occidente, desde el ámbito del ejercicio de la razón, la disputa acerca de si la mente está capacitada para acceder a la verdad lleva siglos enfrentando a quienes defienden su posibilidad y quienes lo niegan tajantemente. Merlín, encarnación del sabio en esta obra, es de la opinión de que para acceder a un tipo de conocimiento superior se precisa de una herramienta distinta a la mente.
«No es tan difícil como parece –explicó Merlín, conduciendo al caballero hacia un sendero–. Este es el sendero que escogisteis para llegar a estos bosques.
–Yo no escogí ningún sendero –dijo el caballero–. ¡Estuve perdido durante meses!
–La gente no suele percibir el sendero por el que transita –replicó Merlín».
¿Libertad o libre albedrío? Una vez más, nos encontramos ante la vieja cuestión. Merlín parece tenerlo claro. Existirían, a modo de grandes trazos, unas líneas marcadas para cada persona, que representarían el destino con que se ha de cumplir. Cicerón decía: «El hombre tiene un destino y, o lo cumple o deja de ser». Parece que el autor de este libro está próximo a esta línea de pensamiento cuando afirma que existe un sendero que transitamos aunque no seamos capaces de percibirlo. La otra opción da vértigo. Es la que le expresa el caballero cuando, en la creencia de que todo cuanto nos ocurre es fruto de la casualidad y que las cosas podrían ser de otra manera, dice haber estado perdido durante todo ese tiempo.

Cortesía de «El club de lectura El Libro Durmiente» www.ellibrodurmiente.org 

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