Es un asombroso engaño óptico que se produce cuando se mira frontalmente una sucesión de caras (en pares), alineados por los ojos, pero concentrándose en un punto situado entre las mismas. En inglés recibe el nombre de flashed-face distortion effect (FFDE).
Las caras, como podemos ver aquí, aparecen deformadas y grotescas, un desfile de monstruos.
En realidad, tapando una de ellas, la de la derecha o la de la izquierda, se genera el mismo efecto, aunque no tan exagerado.
El descubrimiento, como muchos de esta naturaleza, se hizo por casualidad y obtuvo el segundo lugar en el Concurso Anual de la Mejor Ilusión del Año, en 2012. Es tan impactante, una ilusión óptica tan poderosa, que se ha convertido en viral en las redes sociales, e incluso se han usado las fotografías de los actores famosos de Hollywood, para experimentar con ellos y verlos deformes. Se desconoce la causa real de este efecto, se asocia a los ángulos de la visión periférica, y el efecto se mantiene incluso si le damos la vuelta a las caras.
Insisto en que es fácil darse cuenta de que el mismo efecto se genera con una única sucesión de caras, siempre que miremos a un punto cercano a los ojos y fuera de las mismas.
La analogía nos permite interpretar este efecto filosóficamente, en clave moral.
Ya que vivimos alienados, lanzados contra las paredes envenenadas del laberinto de una sociedad banal y de consumo, excitados los sentidos y la mente inferior por todo tipo de llamadas que nos estupidizan, nos es difícil hallar nuestra verdadera naturaleza. Nos es difícil hacer florecer lo mejor de nosotros mismos. Esto nos impide ver al otro, descubrirle naturalmente, interpretarle en su justa y lógica medida. Como alienados, miramos el vacío sin ver nada bien, nada con perfiles definidos. Y las caras de quienes, por ser humanos, nos debían ser y parecer hermanos, nos son grotescas, amenazadoras, violentas. No nos inspiran confianza, nos tensionan, con miedo, y las semillas de odio y violencia nacen de este caldo cuya raíz es siempre la ignorancia.
Es necesario tiempo interior para mirar al próximo, es necesario dejar de verle como un monstruo o un potencial enemigo, y poder así sonreírle con el alma. Y es necesario no ser devorados por el vacío de no hallarle sentido a la vida, para ser nosotros mismos, para dejar de mirar fijamente la nada, como idiotas, caminando en una jungla de máscaras grotescas. Grotescos en un mundo esperpéntico de espejos que deforman las imágenes de la vida, y lo que es peor, los valores reales que forman su verdadero esqueleto.
Y como decía en una entrevista la escritora Marina Colasanti —que nos dejó hace unos meses— tampoco mirar en círculo, periféricamente buscando potenciales peligros o presas, sino, deteniendo la mirada allí donde la belleza de lo real nos llama. Si miramos el vacío, somos absorbidos por él. Y esta enseñanza propia de un místico como Nagarjuna, para aquellos que están preparados para el último y definitivo Gran Salto, en otros, es simplemente el sello de la locura y la animalidad, la pérdida de la razón humana.