
Todos los seres vivos tenemos la capacidad de comunicarnos. Es lo que tiene vivir con otros: nos fuerza a interactuar. Algunos zoólogos dedican su vida a analizar la especial comunicación de los cetáceos, donde el silencio telepático de las ballenas es casi tan impactante como el misterioso canto de los cachalotes. Actualmente, a la comunicación de los perritos de la pradera se le da la categoría de lenguaje porque el tono de los sonidos de alarma incluye sustantivos y verbos. Todos los perritos entienden si el depredador que asusta es un águila y si esta se encuentra cerca o lejos. El simio Coco, que aprendió la lengua de signos, bromeaba y decía mentiras, bautizaba a sus gatitos y hasta dedicó su vida, antes de su muerte, a transmitirnos mensajes sobre ecología. Los árboles utilizan mensajes táctiles y químicos. Las bacterias y los virus se comunican entre sí mediante señales tanto químicas como eléctricas (mediante iones).
Si hay transmisión y existe comprensión, está claro que estamos frente a códigos de lenguaje, aunque estos sean muy distintos a los que nosotros utilizamos. El ADN, por ejemplo, utiliza un código de tripletes a partir de un idioma que recombina cuatro bases nitrogenadas (adenina, citosina, guanina y timina), un código ternario superavanzado que somos capaces de interpretar y leer en lo básico. Sabemos leerlo, pero desconocemos sus reglas gramaticales verdaderas.
Sin embargo, un lenguaje como el nuestro, el humano; incluye la ironía, la elegancia, la comedia y juegos de palabras. Aquí podría sorprendernos que el triplete de lectura de inicio de una secuencia genética siempre es un conjunto de letras que casualmente se lee AUG. Es curioso que aug resulta ser la raíz indoeuropea para ‘crecer y aumentar’, igual nos recuerda que todo inicio duele. Nuestro lenguaje humano es travieso, tranquiliza, trampea, incita, seduce, atrapa, repele, enoja, lastima y cura. Su musicalidad crea imágenes que podemos reproducir en nuestra cabeza y en nuestro corazón. Las palabras son poderosas; son armas, herramientas y también cajas de sueños. Otra característica fascinante que tienen las palabras es que las podemos escribir. Esto añade una magia mayor, pues podemos transmitir mensajes a través del tiempo, eternizar ideas aquí en la Tierra —tal como dicen los antiguos—, que son también eternas en los mundos celestes…
Pero ¿quién nos enseñó a escribir?
Muchas culturas antiguas hablan de una misteriosa mujer.
La diosa sumeria de la escritura, Nidaba, originalmente en realidad lo era del grano. Su símbolo es una espiga que posteriormente derivará en la caña de escritura cuneiforme. El rey Gudea la representa sosteniendo un estilete de oro y estudiando una tablilla de arcilla en que se representa el cielo, por lo que su relación con la egipcia Sheshat «la señora de los libros» es evidente. En su tierra, Sheshat también es diosa de la escritura, la contabilidad y la historia. Posteriormente, ambas diosas se asociarán también a la construcción y la arquitectura; y es que construir un bello edificio, sin duda, es algo que también se puede lograr con las palabras.

Para los incas, la guerrera Mama-Huaco, hermana-esposa del primer rey legendario, introdujo el maíz (creado por la diosa Mama-Sara) y enseñó a plantarlo.
Es curiosa esa vieja relación entre las letras y las semillas. Ambas son pequeñas, hay que tener un ojo fino para escogerlas con cuidado y separar aquellas que no son adecuadas, hay que conocer sus reglas si queremos «ebitar provlemas» terribles. Las letras se colocan sobre los surcos de un papel y van cobrando sonido, formando palabras, creando ideas: el texto es una tierra cultivada. Cuando las sacamos del papel y las integramos, las ideas dentro de nosotros nos alimentan o nos indigestan. Si ocurre que son nutritivas, florecen y perfuman; dan frutos, frutos que a su vez producen otras y nuevas semillas.
Para los antiguos griegos, también las palabras eran semillas; de hecho, la educación estaba relacionada con una forma de agricultura (todavía hoy usamos el jardín de niños como puerta a la escolarización de los más pequeñitos).
En el libro chino Rectificar los nombres, se afirma que los antiguos reyes fueron sabios. Ellos nos legaron los nombres de las cosas, de todo lo que existe. Esta claridad era indispensable para que los distintos pueblos pudieran comprenderse y comunicarse. Las palabras correctas son importantes porque «un error en la enumeración (clasificación) provoca un mal negocio, un error en el discurso provoca una mala inferencia y la desgracia en la comunicación; un error en el rito provoca la sequía y la hambruna; un uso incorrecto de los nombres provoca el caos, la violencia y la desigualdad social». La palabra china Shu, ‘enumerar-clasificar’, es un arte que permite re-educar a la humanidad, su hanzi (数), curiosamente, está compuesto por el símbolo de arroz (otra vez una semilla) sobre el signo de un hombre que golpea (trabaja, se esfuerza) seguido del signo de una mujer.
Enumerar no es simplemente contar, sino que está relacionado con el discernimiento, la inteligencia y la forma correcta de hacer o nombrar las cosas; fracasar en ello representa el caos, un caos social y moral que implica «la muerte y la devastación». Hoy, que los reyes sabios han muerto, ¿qué nos queda? Los chinos dirían que la capacidad de la mente-corazón (心) de reconocer y alinearse con el Dao (el recto Camino de la Ley). Solo a partir de ahí es como los pensamientos pueden ser rectos; entonces posteriormente lo será el discurso, y seguido a esto lo serán las acciones. Los nombres que usamos para designar las cosas volverán a ser verdaderos, correctos, «con sustancia» y de nuevo habrá comprensión y sentido entre los seres humanos. Todo recobrará su significado. Nos dicen los antiguos que lo que nos permite recuperar el camino es la mente-corazón, y ella está relacionada con las facultades superiores del ser humano: voluntad, imaginación, capacidad superior de amar, la búsqueda de unión, la inteligencia que logra sabiduría, la intuición.

El camino a la sabiduría
La palabra para opinión en griego, doxa, nos remonta a una flecha lanzada al aire. Sin duda, podemos elegir lanzar flechas en todas direcciones por diversión, pero sería un desperdicio si consideramos que esa flecha puede ser una herramienta útil: tiene la capacidad de encontrar la sabiduría, de acercarse a la verdad. Tiene la posibilidad de dar en el blanco. Nos podemos imaginar la doxa, más bien, como una flecha con anzuelo: se clava para alcanzar algo y, posteriormente, nos permite acercarnos, tomarlo. La palabra doxomanía, por ejemplo, ilustra una adicción a tomar, pensamientos y opiniones. Se es adicto al qué dirán.
En chino, la palaba sabiduría se escribe 智 (zhí), los dos primeros signos; la flecha, o dardo, y la boca, 知, representan por sí mismos el conocimiento. Una flecha que penetra en lo profundo, porque la boca no solamente es lo que se habla, sino que remite a todas las aberturas, todas las puertas, lo interno —como la caverna— (esto nos recuerda que la palabra griega antropos significa ‘el que puede ir hacia dentro’).
Pero el hanzi de sabiduría incluye al Sol (日), una experiencia diaria, luminosa, brillante, nutricia y caliente. El Sol es el centro del universo y su hanzi primitivo se representa como ☉, el huevo, la semilla. Hablamos de sabiduría, entonces, cuando esa flecha logra el blanco, el único, el correcto, la Ley o la Verdad. Apuntaba al Sol y ha acertado. Si cada día pudiéramos encontrar las palabras mejores que resultaran luminosas sería —para un chino—, definitivamente, hablar con sabiduría.
Ni el trigo, ni el arroz, ni el maíz… son semillas normales. No solo son los cereales básicos: cada uno, sustento de la alimentación humana y animal en los distintos lugares del planeta; las gramíneas son pioneras en la colonización de los suelos. Antes de formarse un bosque, son estas hierbas las que preparan el terreno con sus raíces. Para crecer no son demasiado estrictas, forman asociaciones espontáneas con hongos que les ayudan a sobrevivir absorbiendo nutrientes y agua, y que también mejoran las características del suelo.
Estas semillas tienen el potencial de transformar el medio ambiente y de nutrir. ¿Por qué no utilizar de igual manera las palabras? Cuidar el elegirlas, encontrar la adecuada, no perder la oportunidad de decirla en el momento preciso. La comunicación es un regalo que tiene la capacidad de tender puentes entre los seres. Además de funcionales y fuertes, los puentes también pueden ser hermosos. Las buenas palabras están asociadas a la ética, al mejor comportamiento; las palabras hermosas, a la estética. Seríamos capaces, entonces, de traer al mundo dos arquetipos perdidos: bondad y belleza en una sola frase. Además, a través de ellas, de la lectura y el diálogo, los filósofos antiguos nos dicen que seremos capaces de acercarnos a la verdad, y los poetas nos enseñan que podemos encontrar también la serenidad y expresar el amor. Los niños nos recuerdan que podemos seguir poniendo voz —incansable e inagotable— a las preguntas del alma.
Sin duda, este momento, en que la hipercomunicación nos saca del centro es una oportunidad como ninguna para ir hacia dentro y leer. Escuchar las palabras de esa mente-corazón, hacer un inventario de semillas interiores y empezar a sembrar.
Bibliografía
(1) Rectificar los nombres, Xung Kuang. Ediciones Miraguano, 2019.a
(2) https://www.worldhistory.org/trans/es/1-15618/nisaba/
Páginas web
https://etimologias.dechile.net/PIE/?dek
https://es.theepochtimes.com/news/zhi-caracter-chino-para-sabiduria-40389,html
https://es.theepochtimes.com/news/zhi-caracter-chino-para-sabiduria-40389.html




















