Culturas — 1 de noviembre de 2025 at 00:00

El fantasma de la ópera (1990): teatro antiguo en cine moderno

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fantasma de la ópera

Esta película de larga duración1, protagonizada por Burt Lancaster, Teri Polo y Charles Dance, se filmó como una miniserie de tres horas de duración destinada a emitirse por televisión.

Sin entrar en cuestiones técnicas cinematográficas para poder centrarnos en el contenido de la historia, el relato transcurre en un bello y armonioso escenario, el Teatro de la Ópera de París, del que el espectador solo sale unos minutos en algunas escenas.

El primer plano de las máscaras de la fachada del edificio, al comienzo de la obra, nos traslada inconscientemente a otros teatros, tal vez a aquellos impresionantes teatros griegos donde se jugaba el destino de los hombres y se percibía la mano de los dioses mientras el curso de la vida, con sus tragedias, dramas y comedias, se desenvolvía con un pie en el asiento del espectador receptivo y con el otro en la vida cotidiana que continuaba al terminar la representación.

Lejos de ser una puesta en escena oscura o tétrica, tal como algunas versiones antiguas de la historia escogieron para darle un toque de misterio, la versión que nos ocupa es todo luz y belleza, armonía en los ambientes del teatro y pulcritud en los vestuarios de los artistas que cantan en tan magnífico escenario.

La historia, basada en la novela de Gaston Leroux, ha sido reinterpretada en numerosas ocasiones, adquiriendo la forma de película de terror, simplemente de misterio o, como en versiones más modernas, de musical. Pero he escogido esta porque tiene algunos elementos simbólicos interesantes y porque sigo prefiriendo que en un teatro de la ópera —que es el escenario en el que sucede la trama—, con un protagonista enamorado de la música operística, la música que se oiga sea la de ópera. Y eso sucede en la miniserie.

A grandes rasgos, la novela original, publicada en 1910, cuenta el amor que siente un misterioso personaje, amante de la buena música y morador del subsuelo de la ópera de París, por una joven cantante.

El protagonista

El personaje en cuestión se llama Erik, aunque solo lo saben el antiguo gerente de la ópera y, ya avanzada la trama, Christine, la bella cantante que será objeto de su idealizado amor.

El haber vivido siempre en los subterráneos sin ver la luz (aunque sale al exterior algunas veces con mucho cuidado, como cuando la compañía va al cabaret donde todos oirán cantar por primera vez a Christine) le da un derecho moral (según su propia percepción) a no tolerar lo feo, lo gris, lo mediocre (según su baremo de cualidades). Esta cárcel, cuya salida para su alma es la belleza, la música, la armonía, le hace cuestionarse el sentido de su vida. Llega a decir al final: «No sabía por qué vivía…. y ahora lo sé».

La fealdad de su rostro, de la que él no duda ni el espectador tampoco, se esconde detrás de una máscara, que es su cara de todos los días, de un color natural y con aberturas que nos dejan ver sus ojos y su boca, únicas ventanas por las que percibimos lo que siente. Es como su segunda piel y permite que el aspecto del fantasma no sea repulsivo. Muy al contrario, su vestimenta, siempre de etiqueta y frecuentemente con capa, le confiere un aspecto elegante y grato. Todo en él es atractivo para el espectador, que desde el primer momento se alía emocionalmente con el personaje. Llegada la ocasión, nos mostrará con mayor claridad lo que experimenta a través de diferentes máscaras: la negra cuando algo terrible va a suceder, la doliente con el maquillaje de un rostro que llora cuando se enfrenta al dolor o la que tiene forma de mosaico cuando intenta descubrir algo.

Tiene a su disposición toda clase de herramientas y elementos decorativos de diferentes épocas que han ido sobrando a lo largo de los años de las distintas representaciones: barcos pequeños, esculturas, espadas, máscaras, vestidos, espejos, decorados, cuadros, gasas, cortinajes y toda clase de artilugios mecánicos con los que ha fabricado trampas para los intrusos que constituyen una verdadera muralla defensiva. Ha utilizado todo esto para construir un pequeño paraíso en un mundo bajo tierra.

Argumento

Un cambio en la dirección del teatro trastoca la ópera y la vida de sus integrantes. El anterior gerente había protagonizado un periodo de esplendor que, como confesará más tarde, se debía al fantasma, cuyas indicaciones sobre decorados o repertorios obedecía al pie de la letra. Hacia el final nos enteraremos de que el exgerente es el padre biológico del misterioso personaje, nacido con malformaciones en la cara y obligado por esta causa a vivir apartado del mundo, fuera de la vista de las miradas curiosas, pero, a la vez, sostenido por su talento artístico y su amor a la belleza que el arte representa.

Sumamente gentil y de suaves maneras, el fantasma se presenta ante Christine en el teatro vacío, pues ella se aloja en un habitáculo de los almacenes del edificio gracias a la bondad del portero, y ha cantado en el escenario sin saber que él la escuchaba. Le ofrece las clases de canto que ella buscaba: «Si no educa su voz, nunca alcanzará la altura a la que sé que está destinada, por muy bella que sea».

La trama trasluce el contraste ente materia y espíritu, lo material frente a lo ideal.

Por un lado, Carlotta y Christine: la nueva diva, Carlotta, esposa del nuevo gerente, alcanza la belleza por su dinero y sus influencias, canta medianamente y es desconsiderada con los demás; su empeño en que sus empleados bajen al lugar «prohibido» por el fantasma desencadena la primera desgracia, que marcará el rumbo del nuevo destino de todos los personajes. Christine, en cambio, transmite la belleza a través de su voz, y sus ademanes emanan bondad y dulzura.

Por otro lado, el fantasma y el conde. El rostro del fantasma es como la verdad, que no puede mostrarse desnuda a los ojos no preparados. Nació en un lugar privado de luz, desprovisto de los cuidados de una familia, sobrellevando su defecto físico y fabricando con sus manos un hogar de formas hermosas y útiles en un medio hostil. Tiene y busca un tipo de belleza sutil, más ideal que material. Sus frases lo revelan: «Los dioses sonrieron cuando te imaginaron. Tú eres la Música», «Debes cantar por amor y placer, no por interés», le dice a Christine; «Tú has dejado la ópera en manos de gente a quien le tiene sin cuidado la belleza», le dice al antiguo gerente. La belleza que tiene y que busca el conde, en cambio, es material, se fija en la belleza física de las personas y vive rodeado de cosas bellas que adquiere gracias a su riqueza.

El fantasma es ágil, casi vuela con su capa cuando salta. El conde, por su parte, tropieza al hacer lo mismo. El fantasma habla pausadamente, con cortesía, viste de gala, siempre está preparado para las grandes ocasiones, para su contacto con la belleza, y elige su atuendo por voluntad propia. El conde, en cambio, se coloca el cabello, se impacienta, se mueve con gestos vacilantes; viste elegantemente, pero su indumentaria le viene dada por la costumbre y por su posición social. El fantasma actúa con movimientos concretos y sin vacilaciones, bien sea conduciendo una góndola o luchando con la espada. El conde resbala, duda cuando se le presentan dos caminos. El amor entre Christine y el conde es del mundo, se enamoran como cualquier mortal y proyectan su futuro como dos novios. En cambio, el amor entre el fantasma y Christine es ideal, hay un espacio invisible entre ellos que nunca se cruza, y las palabras que intercambian están a una distancia perfecta de respeto y admiración: «maestro», «señorita».

Reviviendo el teatro griego

Esta versión nos recuerda la forma griega antigua de entender el teatro: una representación que se desarrolla durante varias horas ante los espectadores y les implica o les afecta en la medida suficiente como para provocar una reflexión sobre su vida y una aplicación vital, individual y propia, extraída de la experiencia vivida por los personajes.

Como en el teatro griego, las diferentes máscaras del protagonista indican al espectador su estado de ánimo o el tono emocional del momento. Y como en el teatro griego también, el sonido viaja lejos conservando su potencia sin necesidad de micrófonos. En este caso, el sonido llega a través de recovecos, canales y pasadizos que separan el submundo del fantasma de la opulencia del escenario con su orquesta y sus cantantes, lo cual le permite estar puntualmente informado de lo que sucede e intervenir cuando lo considera necesario.

Según el filósofo Jorge Ángel Livraga, gran conocedor del teatro antiguo en Grecia2, el teatro no era solo una ficción que copiaba la realidad, sino que el Teatro es la Realidad sin las limitaciones del espacio y del tiempo. El espectador no estaba simplemente sentado en los graderíos de piedra, sino que era transportado a otro mundo a través de las emociones y sentimientos que experimentaba. Su actitud receptiva modificaba su percepción del tiempo. Las preocupaciones cotidianas desaparecían al empezar la obra y otro tiempo distinto comenzaba. La catarsis se producía cuando el espectador acompañaba al personaje en las elecciones difíciles que tenía que asumir y en las consecuencias que se derivaban. Era un teatro para pensar y para purificarse, pues hacía que los espectadores se sintieran mucho más conscientes de su obligación de calibrar sus elecciones entre lo humano y lo divino. La idea que subyacía era intentar reconocer la armonía de la vida, conocer las leyes que la rigen y someterse voluntariamente a ellas. Por ello, siguiendo el triple esquema natural del universo, el teatro se dividió en tragedia, drama y comedia, tres géneros que podemos identificar en la película.

En la tragedia, el destino y los dioses prevalecen y dirigen las acciones de los hombres, los cuales están sujetos a una ley natural y superior (el karma de los hindúes) por la cual toda acción promueve reacciones justas y acordes a una mecánica moral inexorable. Los seres humanos, en su ignorancia y en su ceguera, son arrastrados como muñecos. En el drama se combinan las vicisitudes humanas con lo inexorable, pero no se dan situaciones límite. En la comedia, por último, los seres humanos nacen, viven y mueren de manera vulgar, pues sus acciones no amenazan seriamente el equilibrio de la naturaleza.

Comienza la comedia. El debut de Carlotta se convierte en un sketch humorístico, con la diva rascándose la cabeza por el picor que le produce la peluca manipulada previamente por el fantasma y con el público partiéndose de risa. Resulta más cómico si tenemos en cuenta que está cantando mientras encarna a la Norma, de Bellini, una sacerdotisa que rompe sus votos por un amor terrenal y desencadena una tragedia. La comedia continúa después cuando Carlotta canta el brindis de La Traviata, de Verdi, con la bandeja que se ha quedado pegada a la copa ante el alborozo de la audiencia; y más tarde, con el gritito de terror de su marido porque no le llega la voz al cuello ante la visión de un cadáver que el fantasma se encarga de que solo vea él.

Poco a poco el drama toma cuerpo, las circunstancias confluyen. Christine canta ante los profesionales de la ópera en una fiesta organizada por el conde, bajo la atenta mirada de su mentor, que se agazapa en una esquina cubierto con una capa y un sombrero de ala ancha. Triunfa la bondad y la belleza, aunque solo de momento. Carlotta se aprovecha de la ingenuidad de Christine y la persuade para que tome un bebedizo que la deja sin voz justo antes de salir a escena en su debut. El fantasma, que se regocijó cuando la aplaudieron, ahora siente una puñalada de dolor cuando el público la abuchea por su afonía. La tragedia ha comenzado.

La colosal araña que ilumina el teatro se desploma sobre los espectadores cuando Erik corta con su espada las cuerdas que la sujetan tras las bambalinas. A partir de ahora, la acción se precipita sin descanso, pues Erik lleva a Christine a su mundo subterráneo, como si se tratara de una Perséfone moderna, y su búsqueda y rescate ya no darán lugar a nada más hasta el desenlace final.

Ética y estética

Dice Jeanne Hersch que a veces asistimos a una representación teatral o musical sabiendo que nos hará sufrir. ¿Por qué? Porque es un sufrimiento del que nos liberamos en el momento en el que lo experimentamos: «Nos induce a aceptar nuestra condición de seres humanos, sin decir: “Soy así, es mi carácter, no cambiaré”, sino experimentando, por el contrario, que es posible atravesar esta condición, trascenderla sin salir de ella, sin pretender escapar». Esa es la catarsis de la tragedia griega, «el final trágico que resuelve la contradicción, no en el sentido de una solución racional satisfactoria, sino en el de una purificación apaciguadora».

En palabras de Hersch, en el teatro griego, el espectador se entrega a la obra sin que le distraiga ninguna preocupación, lo que moviliza sus sentimientos sin ponerlos en juego y sus pensamientos sin plantearle problemas. Mediante la obra nos identificamos con el padecimiento y con la muerte; pero al mismo tiempo nos liberamos de ellos porque «se presentan en el estado perfecto, sin ambigüedades».

Quedan excluidas de esta función estética algunas formas modernas de música o de teatro que, según Hersch, son producto de la hybris, la arrogante desmesura del ser humano, que se cree con capacidad de crear algo desde la nada; porque no se trata solo de buscar originalidad en las formas, sino un sentido trascendente a las mismas. Por eso, utilizarlas como medio de evasión es huir de la condición humana, y el arte que permite esta huida no es verdadero arte, solo lo parece.

El escenario

El fantasma vive en el subsuelo del teatro. En un momento dado, el comisario de policía muestra un plano de la ópera con sus distintos niveles, tanto sobre el suelo como debajo de él. La edificación inspiradora del lugar donde se desarrollan los hechos es la Ópera Garnier de París, un edificio concebido en tiempos del emperador Napoleón III como un templo de la música, que toma el nombre de su arquitecto, Charles Garnier.

Cuando comenzaron las obras, los constructores se enfrentaron al desafío de controlar un afluente del Sena que podía amenazar la estabilidad del edificio. Garnier construyó un lago artificial rodeado de muros para detener las filtraciones de agua, y se levantaron cinco pisos de galerías subterráneas por encima; todavía en la actualidad, los bomberos de la capital francesa lo desaguan dos veces al año.

La fachada principal presenta pequeñas columnas corintias que producen un ritmo visual armónico en la composición. El friso de máscaras de bronce dorado en la parte superior enlaza expresiones de tragedia y de comedia; y en el registro inferior, las siete puertas de entrada dan acceso al interior. Cuatro grupos escultóricos se ubican en los salientes laterales: la Armonía, la Música, la Danza y el Drama lírico, los cuatro elementos de la ópera. Y en lo alto del edificio, el conjunto principal, Apolo con la Poesía y la Música, de más de siete metros de altura. El auditorio, de cinco pisos, cuenta con 1900 localidades, y su escenario puede albergar hasta 450 actores. Era un edificio tan espectacular, con escalinatas, salones y recibidores fastuosos, que el público comenzó a acudir a la ópera solo para verlo.

Bajo este edificio lujoso y monumental transcurre la vida de Erik, y él contempla cada representación desde el palco número cinco, que se hace reservar bajo amenaza de causar desastres. Siempre merodeando entre bastidores y nunca visto por ningún ser humano, todo aquel que tenga la desgracia de verlo no vivirá para contarlo.

Catarsis

Los protagonistas se ven abocados a una situación dramática que no han buscado, pero el destino los reúne.

Todos cometen errores: el padre, que oculta por cobardía que está casado a la madre del fantasma, con lo que su hijo será ilegítimo, a pesar de que la ama sinceramente, lo que pone en marcha la tragedia que tomará forma y volumen con los años hasta su resolución final; Christine, que mide mal sus fuerzas y se cree lo suficientemente fuerte como para soportar la visión de la fealdad del fantasma, y a pesar de que está llena de amor y agradecimiento por su maestro, no resiste la visión de su cara desnuda; el fantasma, que cede a la debilidad de permitirse aspirar a un amor humano abandonando el terreno ideal de la belleza y el amor platónicos, que nada exigen y todo lo ofrecen; el conde, que lleva una vida frívola hasta encontrar a Christine.

Las cosas se van colocando para la resolución final.

Después de ceder a las súplicas de Christine y mostrarle su cara, Erik enloquece de dolor ante el golpe de ver cómo ella se desmaya al verle; fuera de sí, comienza a destruir todo lo que encuentra. Christine logra huir con el conde, lejos de París, pero cae enferma porque sabe que ha herido de muerte al fantasma y ella le ama, no con el amor terrenal, pero sí con un amor por encima de las fealdades de la materia.

En la antesala del desenlace, Erik y su padre conversan de forma natural sobre cuál es la forma conveniente de enterrarlo, sin angustias y sin evadir detalles concretos. Christine, por su parte, idea un plan para enmendar su error. Él desea oír su voz por última vez, «los bellos sonidos que sabe crear Dios cuando lo desea». Ella desea regalarle su canto como prueba de amor.

Hemos llegado a la representación del Fausto, de Gounod, con Christine cantando el papel protagonista. El fantasma, enfermo de muerte, oye su voz desde las profundidades, gracias a la transmisión perfecta del sonido desde el escenario hasta el abismo a través de las galerías. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedan, Erik sube paso a paso hasta su palco, el número cinco.

Los cantos se suceden:

«Es la voz de mi bien amado. A su llamada, mi corazón se ha reanimado», «Su voz me atrae, soy libre. Él está aquí, le oigo», canta Christine mirando hacia el palco 5, donde aparece, de detrás de la cortina, Erik, que se asoma sin ningún recato sobre la barandilla a la vista de todos, para cumplir su último anhelo antes de dejar este mundo.

«Sí, eres tú, te amo —dice la cantante—. Mis cadenas, la misma muerte ya no me dan miedo. Tú me has vuelto a encontrar. Ya estoy salvada. Eres tú. Descanso en tu corazón».

«Sí, soy yo y te amo», le responde cantando sorpresivamente Erik desde el palco y robando el protagonismo al tenor que está en escena.

Salvado el momento de perplejidad que esto ocasiona en cantantes, músicos y público, el dúo continúa.

«A pesar de los esfuerzos del mismísimo diablo burlón, te he vuelto a encontrar. Y estás salvada. Ven, descansa en mi corazón», canta Erik.

«Huyamos —canta ella—, puede que aún haya tiempo. Ángeles puros, radiantes, llevad mi alma al seno de los cielos. Dios justo, a ti me abandono».

«Ven, sígueme», canta él.

«Abandonemos estos lugares, que el día invade los cielos», cantan a dúo, culminando en un agudo final del tenor y la soprano que arranca los vivas del sorprendido público, que dirige sus aplausos al palco del misterioso cantante.

Pero un disparo vuelve las cosas a la realidad y, tras una persecución y algunos diálogos entre los principales personajes, la tragedia llega a su fin. Es el momento de la catarsis.

El fantasma salta desde su palco al escenario y parece volar con su capa. El conde también salta desde su palco, pero tropieza como cualquier mortal.

El fantasma tiene que elegir entre ser atrapado vivo —o morir dejando su cuerpo a merced de los extraños— y la posibilidad de morir en brazos de su padre bajo su protección. La cámara es testigo de que da su consentimiento. Su padre le arrebata la vida en un acto de amor. Sosteniendo entre sus brazos a su hijo agonizante, protegiéndole de miradas y juicios crueles, acoge su último aliento.

Todo se resuelve. El rostro del padre transmite serenidad y alegría interior a pesar de haber tenido que dar muerte a su propio hijo, porque sabe que lo último que este ha experimentado es un beso fraternal de Christine en su rostro deforme al descubierto, viendo la sonrisa de su amada mirándole a la cara sin la barrera de la máscara. Christine se aleja hacia su nueva vida de la mano del conde, que previamente se ha comprometido sincera y solemnemente a abandonar su comportamiento superficial anterior.

Fuera de la pantalla, la vida continúa.

1 Accesible en Youtube.

2 El teatro mistérico: la tragedia. Jorge Ángel Livraga. Ed. NA.

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