Historia — 1 de diciembre de 2025 at 00:00

Alma Mahler, desconocida e inspiradora

por

Alma Mahler

«No es lo principal saber de dónde viene lo hermoso de la vida. Se trata solo de captarlo, sentirlo y transmitirlo a alguien» (Alma Mahler).

Alma Mahler es la vienesa más bella de su tiempo. Alta, de ojos claros y rasgos perfectos. Reunía los atributos que la moda del momento marcaba para una mujer, aunque, seguramente, su máximo atractivo radicaba en su excepcional inteligencia, en su original personalidad, en su distinguida coquetería arbitrada por un espíritu cultivado y una amplia cultura.

Tal vez el rasgo definitorio de su personalidad controvertida es el de saber rodearse de los talentos más significativos de su época y contarles como amigos. En su diario, y con plena conciencia de ser una «coleccionadora» de ellos, escribe: «¿Qué sabéis de mi dicha suprema? Con garras de acero voy haciendo mi nido robado. Cada genio no es para mí más que la paja que me hace falta… un poco de botín para hacer mi nido».

Era el fin de una época, y la decadencia del Imperio austro-húngaro vino acompañada por una efervescencia intelectual y artística. Viena apuraba feliz los últimos días de gloria en los salones literarios, y en los concurridos cafés se discutían todos los temas filosóficos, se coqueteaba, se conspiraba, se creaba. En ese momento, surgió la importante escuela filosófica conocida como el Círculo de Viena. Allí, Kafka revolucionó la literatura y Freud introdujo el inconsciente. La vida ardía en aquella Viena intensa. Era además una vida alocada y hedonista, en la que las mujeres ocupaban un lugar especial. En la Europa del momento, la vienesa era vista como la encarnación de la mujer sugestiva para el varón, atractiva, sensual, peligrosa para el hombre, ardiente y al mismo tiempo incomprensible.

Así vivió Alma Mahler, rodeada de hombres brillantes, cobijada por el arte, la música, la filosofía, la literatura… En ese ambiente, fue la reina indiscutible. Al mismo tiempo, fue una sierva sumisa a su especial destino de alimentar la imaginación creativa de aquellos hombres que la vida colocó en su camino, cosa que hizo volcándose con pasión en cada uno de ellos. Por esta dedicación pagaría el altísimo precio de renunciar a su obra. Porque Alma era una artista.

A los nueve años comenzó a escribir música, y a los veinte ya tenía un centenar de piezas escritas. Era una magnífica pianista y poseía una sensibilidad excepcional. Su carrera era prometedora, a pesar de que en ese momento, el talento en una mujer hermosa era casi una extravagancia.

Todo lo abandonó Alma por el compositor Gustav Mahler, su primer marido, en cuya vida y obra la presencia de Alma fue esencial. Para ella fue su gran renuncia, y no la podemos entender si no es remontándonos a la devoción que Alma sentía por su padre, a quien idolatraba, que la introdujo en el mundo de los valores artísticos y a quien perdió a los trece años. Entonces Alma sintió tambalearse el eje de su vida y, mitificando a su padre, mitificó al hombre. Fue su modelo. A partir de ahí, para enamonarse necesitaba entusiasmarse con la perfección del hombre a través de sus obras. Y a sus elegidos les otorgaba la condición de sentirse perfectos.

Su pareja, al verse reflejado como un dios en los ojos de una mujer que era bella, inteligente, sensitiva, magnífica… se sabía superior. En este ínterin y mientras, poco a poco, llegaba la realidad de la carga humana de imperfecciones que iba conduciendo a Alma al desapasionamiento, el artista había llegado a su éxtasis y había producido su obra.

Alma se enamoró de Gustav Mahler, quien le doblaba la edad. Ella tenía veintiún años. Él era director de la Ópera de Viena y centro de atención y gloria social. Un combinado perfecto para despertar el apasionamiento de Alma. Ella es consciente y también lo es del alto precio que habría de pagar cuando escribe: «Gustav me exigió por carta que abandonase inmediatamente mi música, que tenía que vivir solo para la suya. Me pasé toda la noche caminando de acá para allá en mi habitación. Es admirable que uno se imponga el ascetismo. Pero, así, impuesto por Mahler, me irritaba hasta el borde de lo tolerable».

«Una cosa es cierta y es que tú tienes que convertirte en lo que yo necesito, si es que vamos a ser felices juntos, es decir, mi mujer y no mi colega ¿Sería tan trascendental renunciar a tu música por completo a cambio de poseerme y ser mía?».

«Se me paró el corazón. ¿Renunciar a mi música, que hasta ahora ha sido mi vida? Mi primer pensamiento fue romper con él. Mamá y yo estuvimos hablando hasta muy entrada la noche… yo estaba desconcertada. Me obligué a dormir profundamente y, cuando volví a leer la carta, me invadió un sentimiento embriagador y decidí… vivir solo para él».

Alma hizo un pacto heroico: su anulación como artista. Y se casó con Mahler.

Diez años en los que Alma se queja: «…aquellos años míos sin trabajos, el abandono de mi introspección y la pérdida de todos mis antiguos amigos por los celos de Mahler». «No debes desear nada más que mi amor», le decía. «Eran cosas casi insoportables para mí; pero podría soportarlo mejor si Mahler me diera algo más de amor visible o palpable».

Alma sentía que Mahler no prestaba suficiente atención a los sacrificios que ella había hecho por él. Se queja de que, mientras Mahler, en 1904, podía poseer ropa del mejor sastre y zapatos del mejor zapatero inglés, ella llevaba el mismo vestido durante seis años; pero es su desinterés por las composiciones musicales de Alma lo que más la humilla. Cuando ella le pide un poco de atención, que la escuche tocar alguna de sus piezas, él le replica que… «tus sueños dependen exclusivamente de ti».

«¡Dios mío! —escribe Alma en su diario—. ¡Cómo puede ser tan despiadado! ¡Cómo puede nadie burlarse de ese modo de los sentimientos más hondos de otra persona! Siento mucha amargura».

Alma, agotada por la intensa vida social y deprimida emocionalmente, marcha a un balneario entre montañas en donde conoce al joven Walter Gropius, que le brindará el amor que Mahler no supo o no quiso darle, porque era aburrido y orgulloso. Y solo cuando al final de su vida se encuentra enfermo, reconoce el talento de su esposa y descubre a la artista y a la mujer. Anhela su amor, pero ya es tarde, Alma está rendidamente enamorada del arquitecto Gropius. «Me siento inerme», dirá conmovida.

«¡Dios me conserve el amor!». No obstante, cuidará solícita a Mahler durante seis meses hasta su muerte.

Al enviudar, Alma tiene treinta y un años. Ha aprendido una dura lección y nunca volverá a permitir que un hombre mande en ella tanto como mandó su primer marido. Ni Gropius, el más respetuoso y generoso de los hombres, ni Kokoschka, pintor impresionista con quien vivió su historia de amor más tórrida, ni Fran Werfel, escritor de fama diez años más joven, amable e inmaduro, a quien ella cuidó durante treinta años, ejercerán una influencia absoluta sobre su persona.

Es desconcertante que esta mujer haya sido tildada de frívola, cuando estos son todos los amores que se le conocen en su vida y de los cuales con tres estuvo casada y les fue totalmente fiel mientras duró su relación. Lo que es evidente es la intransigencia de la mujer burguesa de la época y la dureza con que enjuiciaban a las otras mujeres, y más si en estas despuntaban los signos de independencia psicológica y espiritual. De estas acerbas críticas no se pudo librar una personalidad tan contradictoria como la de Alma Mahler.

«Es increíble lo que llega a ser el hombre mediante el sufrimiento, e impresionante cómo la trivialidad lo convierte en nada». Así se expresa Alma cuando la vida le pasa la terrible factura del dolor.

Ha tenido cuatro partos, todos difíciles, y ha ido viendo morir primero a su pequeña María Mahler, de cinco años, aquejada de difteria y teniéndole que hacer una traqueotomía de urgencia y sin anestesia; después, al pequeño Francisco José, de once meses, su cariñito, por una terrible encefalitis. Pero es Manón —«la hija que tuve con Gropius, la criatura más hermosa que uno puede imaginar en todos los sentidos, porque en ella se encierran todas nuestras buenas cualidades. Cariñosa como un ángel y con un poder de expresión y una vitalidad como no he visto nunca. Solo el equilibrio puede producir semejante maravilla»— quien le va a acarrear el más lacerante de los dolores.

En abril de 1934, cuando Manón cuenta dieciséis años, en una estancia en Venecia, comienza a sentir asco por la comida que comparte con Alma y Werfel en el restaurante. Dice Alma:

«Sentí un escalofrío y un mal presentimiento. Manón nos acompañaba esbelta y distinguida, pero me ocultó que había tomado cuatro aspirinas de una vez porque le dolía la cabeza. Ella me suplicó que la dejara quedar unos días más en Venecia, luego se reuniría con nosotros en Viena. Nos acompañó a la estación. Me hizo una última señal de despedida con su mano, ¡tan bonita y airosa! Fue la última vez que vi sana a Manón. Lo que menos sabíamos es que ya estaba enferma de muerte.

Mi doncella nos esperaba al llegar a casa. Nos comunicó que había telefoneado desde Venecia avisando de que Manón no estaba bien. ¡Tenía dolor de cabeza! Corrimos desesperados. Había que hacer una punción lumbar. Yo estaba angustiada, era para mí insufrible e iba de un lado a otro de la habitación como una loca.

Dos días después se produjo la paralización de las piernas, y en pocos días tenía paralizado todo el cuerpo. Ocho días después se presentó la parálisis respiratoria. Se ahogaba y yo me moría de asfixia, pero gracias a la enérgica actividad de mi hija Anna Mahler que, a pesar de que llovía a cántaros, rebuscó hasta en la más alejada farmacia para conseguirle un aparato de oxígeno, se pudo evitar que Manón muriese entonces. Más tarde, un poco repuesta, nos decía “¡No tenia ni idea de lo mucho que me queréis!”. Todos teníamos los ojos brillantes de lágrimas.

Permaneció postrada un año en el que tuvo una insólita maduración y una serenidad que a todos nos ayudó tanto.

«Mami, tú saldrás adelante como has hecho siempre», fueron sus últimas palabras. «Hoy me han arrebatado a mi niña preciosa».

Este es el golpe más terrible que ha recibido Alma y del que no se repondrá en su vida. «Nada me detiene ya. Quisiera irme de este mundo, pero me falta ese último valor que se necesita para poner fin a todo. He quedado convertida en una mendiga». Ella sabe por qué lo dice. Durante los últimos treinta años, Alma se ha venido bebiendo una botella diaria de licor Benedictine. Había empezado a beber durante su frustrante matrimonio con Mahler, cuando llora por la adustez, el egocentrismo y, al parecer, la impotencia de su marido y por el vacío de su vida sin su música; lo que no fue obstáculo para que llegara a los ochenta y cinco años.

También el mundo de Alma estaba enfermo de muerte. Vivió los últimos tiempos gloriosos de la Viena floreciente, y ahora le tocaba vivir otros muy duros: el infierno del nazismo.

Alma creyó, como muchos burgueses del momento, en la bondad del proyecto de Mussolini, pero cuando el terror de Hitler se extendió por Europa, ella unió valientemente su destino al de su marido, el novelista Franz Werfel, con quien se casó a los cincuenta años, de ideas bolcheviques y caído en el descrédito. Hubo de huir por toda Francia de ciudad en ciudad, ocupando por caridad los lugares más lóbregos, durmiendo en cuartuchos inmundos sobre mugrientos camastros, comiendo pan duro como único y escaso alimento, sin agua y sin luz muchas veces, siendo estafados en la necesidad sin dinero y con el miedo de ser alcanzados en cada momento por la invasión alemana, que iba tomando posesión de cada ciudad unas horas después de llegar ellos.

Con la última reserva de dinero, consiguen el visado para América. Alma siente la dicha inmensa de la libertad y el deseo irrefrenable de besar el suelo americano una vez ha desembarcado. Su hija Anna está a salvo con su marido en Inglaterra, y Alma se dedicará a cuidar a Franz Werfel, cuyo corazón está tan cansado que el médico no sabe ya qué hacer.

«Que Dios me conserve la vida de mi querido Franz. Vivo solo dedicada a ayudarle a recuperar un poco la maltrecha energía. Está trabajando ahora con entusiasmo e intensidad y eso vale más para mí que todos los bienes de este mundo».

Esa es la misión que Alma toma sobre sí. Consagrará su vida a aquellos hombres en quienes reconocía la genialidad y en los que sabe alimentar la imaginación creativa.

Alma tiene un miedo desesperado de perder a Franz, pero en un domingo de agosto, suavemente, se aleja definitivamente.

Con los hombres de su vida, Alma fue magnífica. Era esposa y amante, se ocupaba admirablemente de la economía doméstica, organizaba con primor hasta los pequeños detalles de la vida diaria, era la colaboradora eficacísima de sus amados, como lo fue con MahIer, a quien copiaba e instrumentaba su música, y sobre todo, hacía que el artista diera lo mejor de sí mismo por la fuerza que ella le transmitía. «Tú restituyes la vida a los inútiles», le dice Kokoschka.

Dolorosamente, Alma había exclamado: «Con harta frecuencia el matrimonio desplaza en la mujer su propio yo de un modo extraño».

Lástima que el entorno le fue hostil; de haber existido ahora, su carrera musical habría sido brillante y, tal vez, ella un poco más feliz. No obstante, supo asirse con fuerza a la vida y vivió con gran intensidad superando sus muchos sufrimientos.

«He tenido una vida hermosa. Cualquier persona puede hacerlo todo, pero tiene que estar también dispuesta a todo. Para conquistar la libertad hay que ser también libre por dentro, y eso es lo difícil».

No todo el mundo puede enfrentarse a un reto así. Alma supo derribar muchas fronteras, llevó a cabo un modelo de vida notable, jalonada de contradicciones, que la llevaron a tener que soportar crueles e injustas críticas, al tiempo que despertaba la más profunda admiración por ser capaz de encender con su vitalidad un mundo de colores. Eso la hace tan fascinante.

Si quisiéramos simplificar las etapas de su vida, podríamos decir que como niña, como amante y como madre tuvo siempre una realización inequívocamente femenina, revelándose siempre como una mujer espléndida. Fue esencial en la vida de Gustav Mahler, la musa inspiradora en las obras de Kokoschka, Franz Werfel nunca hubiera podido escribir su más grande obra épica sin los solícitos cuidados y, sobre todo, sin la atmósfera de acogimiento, fe y esperanza en la vida que Alma irradió siempre a su alrededor.

Pensar en Alma Mahler es hacerlo en una mujer con una vida de sombras pero sin límites, que amó la libertad hasta la extravagancia; conoció el amor apasionado y el óxido del desamor, rozó el cielo del éxito y se abismó en el dolor más lacerante. Tuvo un mundo interno tan envidiablemente lleno de matices que hacen de Alma una mujer egregia.

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