Naturaleza — 1 de noviembre de 2025 at 00:00

Jane Goodall: salvemos el hogar de nuestros hijos

por
Jane Goodall
Fuente: Jane Goodall Institute

Un relato previo

Dicen las antiguas tradiciones que hace millones de años sucedieron muchas cosas que ya no recordamos. Dos de ellas son particularmente interesantes para el caso que nos ocupa.

Por un lado, los seres vivos evolucionaban en la Tierra, cada uno en su escala y a su ritmo: las piedras y minerales progresaban para convertirse a muy largo plazo en metales, piedras preciosas o estructuras geológicas imponentes, potenciando la fuerza y la resistencia del plano en el que vivían, el físico y material; los vegetales se multiplicaban en miríadas de formas maravillosas, ordenadas y sorprendentes —algunas, gigantes; otras, diminutas— utilizando su magia alquímica para absorber la luz del sol y fabricar alimentos para todos dentro de su plano de vida, que era el de la energía y la vitalidad, en el que crecían a su propia velocidad; los animales, un poco por delante porque habían recorrido los dos tramos anteriores, experimentaban sensaciones y emociones —a veces apacibles, a veces agresivas— y aspiraban a esbozar sentimientos simples en su plano de vida, el emocional y sensitivo; y los seres humanos, que estaban un peldaño más arriba en la escalera, hacían sus pinitos con una incipiente mente, con la que resolvían algunos problemas que aparecían en la vida cotidiana. Aunque esas tradiciones nos hablan de otros escalones por encima con sus respectivos seres evolucionantes, ahora no nos ocuparemos de esta cuestión; solo importa que todo iba por sus cauces, cada uno avanzando hacia su meta particular.

Pero he aquí que sucedió un imprevisto. Los detalles no vienen al caso, pero hubo un tropezón con un efecto no deseado: los humanos pudieron continuar su camino después de aquello, pero una minúscula parte de ellos se quedaron temporalmente atascados, concretamente los que hoy llamamos grandes simios (orangutanes, gorilas y chimpancés, en los que incluimos a los bonobos).

De este asunto, quedan interesantes alusiones en las tradiciones míticas de Oriente y Occidente, lo mismo de América que de Asia, así como de poblaciones indígenas de los cinco continentes. Hay, además, testimonios detallados por escrito en los libros orientales más antiguos.

El segundo suceso, más popular y «cercano» en el tiempo, es el hundimiento de la Atlántida: un gran continente o pedazo de tierra que se hunde por efectos geológicos catastróficos devorando una civilización humana avanzada que nada tenía que envidiar a nuestra moderna civilización tecnológica. También se recoge este hecho en las tradiciones de muchos pueblos distantes —en nuestro caso, nos llega de la mano de Platón—, y la causa de semejante desastre viene señalada en los relatos: una soberbia desmedida de los humanos, que desatendieron y agredieron al planeta que era su casa, su fuente de alimento y el escenario de sus peripecias.

Y ahora empieza nuestra historia del siglo XXI.

Intentando entender al ser humano

Louis Leakey fue un antropólogo nacido a principios del siglo XX. La historia le reservaba el curioso papel de impulsar a tres mujeres especiales, pioneras en su campo científico y rompedoras de moldes en lo relativo a las mujeres de ciencia. Gracias a su intermediación, Dian Fossey, Jane Goodall y Biruté Galdikas se convirtieron en eminentes primatólogas y especialistas en el estudio y conocimiento de los gorilas, los chimpancés y los orangutanes respectivamente. Llamativamente, los tres grupos de simios de los que hemos hablado en el preámbulo.

En 1957, Jane Goodall llegó a Kenia invitada por una amiga que conocía su sueño de trabajar y vivir en África, y allí conoció al doctor Leakey. El antropólogo creía que una forma de adivinar cómo pudo haber sido la vida de nuestros primeros antepasados humanos era comprendiendo la vida en libertad de los primates que más se nos parecen. Consideraba que las mujeres eran mejores observadoras, así que ofreció a Jane la posibilidad de estudiar a los chimpancés en el Parque Nacional Gombe, en Tanzania, un trabajo que nadie, hombre o mujer, había hecho antes. Jane encarnaba la paciencia, la tenacidad y una mente abierta que no estaba condicionada por las verdades establecidas, ya que Jane no tenía formación universitaria.

De esta forma, en 1960, Jane Goodall, una joven inglesa rubia de veintiséis años, se embarcó en una aventura que cambiaría su vida, la de la ciencia y la del planeta. Impresiona ver ahora los documentales en los que se alternan escenas de la Jane de ochenta y cinco años de edad y de la Jane de veintiséis caminando por el mismo bosque. A pesar de que su fisonomía externa es un poco diferente (no mucho teniendo en cuenta que la observamos en dos momentos de su vida separados por sesenta años), su expresión y su mirada, que no se dirigen a la cámara sino a la naturaleza, nos convencen de que el alma que está dentro de ese cuerpo que cambia es la misma y siempre es joven.

«En el bosque tuve una sensación muy fuerte de que había un gran poder espiritual ahí fuera. Juntos, los chimpancés, los pájaros e insectos, toda la vida rebosante del vibrante bosque formaba parte del gran misterio y yo también era parte de él. Cuanto más me acercaba a los animales, más cerca de mí misma me sentía y más en sintonía con el poder espiritual que notaba a mi alrededor. No puedes evitar comprender cómo todo está interconectado».

Siendo una outsider de la ciencia sin ninguna pretensión, Goodall desafió las normas científicas tradicionales haciendo cosas que no sabía que no se hacían así, gracias a lo cual pudo descubrir lo que no habían descubierto otros. Pasaba horas con los chimpancés desde que amanecía hasta que caía el sol y, después de meses de incansable trabajo, logró ganarse la confianza de los primates, que dejaron de tratarla como a una extraña.

Gracias a ella, la actitud de la ciencia hacia los animales se modificó y ya no se les consideró seres carentes de personalidad y emociones, sin ninguna actividad pensante. Los chimpancés, a los ojos de la ciencia, nunca volvieron a ser los objetos fríos de estudio que habían sido hasta entonces. Tanzania se convirtió en el segundo hogar de Jane, muy distante de la Inglaterra de posguerra de su infancia.

¿El huevo o la gallina?

Todo había empezado con una gallina.

Jane Goodall nació en Londres en 1934 y, al igual que hay seres que nacen predestinados a ser grandes músicos, hay otros que llegan con la capacidad de comprender, amar y conservar la naturaleza. Para Jane eso constituía su visión trascendente de la vida y, con el tiempo, intentaría transmitir esta vivencia al resto de seres humanos —contemporáneos y futuros— para contrarrestar la visión opuesta, materialista y fría.

Cuando tenía cuatro años de edad, no paró hasta resolver un enigma que se le había presentado en la granja donde se hospedaba con su madre. Habiendo sido designada para recoger los huevos de las gallinas, nadie sabía explicarla cómo era posible que un huevo tan grande pudiera salir de un animal en el que ella no veía una abertura acorde a ese tamaño. Observó que las gallinas solo ponían los huevos dentro del gallinero, no al aire libre. Comprobó que si entraba detrás de ellas, salían huyendo. Así que entró cuando el gallinero estaba vacío y esperó silenciosa y pacientemente a que entrara una gallina. Por fin, con gran regocijo, resolvió el misterio. Se había hecho una pregunta para la que no tenía respuesta, se había propuesto averiguarlo por sí misma, había cometido un error, pero no se rindió y aprendió a ser paciente. Aquel fue un gran comienzo para su futuro científico. Su madre, mientras tanto, había avisado a la policía porque la niña llevaba perdida cuatro horas y nadie la encontraba.

Tarzán y el Dr. Dolittle también hicieron su parte.

Jane amaba a los animales desde siempre y de forma natural. Quería acercarse a ellos lo más posible, como el doctor Dolittle, y no tenerles miedo, como Tarzán. El primer libro que tuvo, en 1942, y que conservó hasta su muerte, narraba las aventuras de un médico inglés que atendía a más pacientes animales que humanos, por lo que aprendió a hablar con ellos. Incluía una imagen de unos monos haciendo un puente sobre el cual caminaba el doctor Dolittle. Aquel dibujo impactó a la primatóloga, que a partir de entonces supo cuál era su destino.

Siendo muy difícil conseguir libros nuevos, ya que estaban en plena Segunda Guerra Mundial, Jane consiguió ahorrar los peniques suficientes para comprar un libro de segunda mano, Tarzán de los monos, que también conservó siempre. Tarzán la hizo enamorarse de la jungla, aunque nunca le perdonó que se casara con una Jane que no era ella.

Durante aquellos primeros años, siempre tuvo la comprensión y el estímulo de su madre, que nunca se burló de sus sueños y que la alentó a trabajar duro y aprovechar cada oportunidad para hacerlos realidad.

El descubrimiento que cambió todo

Jane llevaba un año siguiendo al chimpancé al que había llamado David Barbagris. Por fin, consiguió su aceptación y él apretó sus dedos como señal amistosa: «En ese momento nos comunicamos de una forma que precede al lenguaje humano. Ambos nos entendimos perfectamente el uno al otro».

Un buen día, Barbagris cogió una ramita, le quitó las hojas y la introdujo en un termitero; esperó un momento, la sacó cuidadosamente y se comió las termitas que había pegadas. Aquello no se había observado nunca: había fabricado y modificado una herramienta. Jane no se creyó lo que había visto hasta que vio a otros chimpancés haciendo lo mismo. Estas observaciones desafiaban la singularidad humana. Como consecuencia del hallazgo, la National Geographic Society le otorgó una beca para continuar financiando la investigación y envió al fotógrafo Hugo Van Lawick para documentar sus descubrimientos. Con el tiempo, se casaría con él y tendrían un hijo. Gracias a sus fotografías y a sus películas, los científicos tuvieron que admitir la verdad.

Los chimpancés no solo utilizaban ramitas para atrapar termitas, sino que en algunas partes de África usaban piedras para abrir nueces. Hoy sabemos por estudios en cautividad que los chimpancés y todos los grandes simios pueden aprender el lenguaje de signos, pero en aquel momento ni se sabía ni se admitía el que pudiera ser posible; de ahí la importancia del descubrimiento.

Otro ejemplo lo encontró en el chimpancé Mike, el cual, queriendo retar y vencer al macho dominante, robó y colocó varias latas de parafina del campamento de Jane antes de desafiarle con gran estruendo haciendo chocar las latas y asustando al resto de machos con el escándalo. Mike, además, tenía —en opinión de Jane— un gran instinto de poder, algo de lo que muchos chimpancés carecen.

Después de dos años en Gombe, Leakey concluyó que para seguir consiguiendo dinero para su proyecto, Jane necesitaba una titulación, y no podían perder tiempo con una licenciatura, así que le consiguió una plaza en la Universidad de Cambridge para que hiciera directamente un doctorado en Etología. Fue la octava persona a la que se le permitió estudiar un doctorado sin contar con una licenciatura previa. Jane nunca estuvo de acuerdo en que para ser un buen científico había que evitar sentir empatía por los sujetos de investigación, pero apreció mucho de esta etapa el aprender a pensar y escribir de una forma científica, algo muy útil para su labor activista posterior.

También descubrió un lado oscuro de los chimpancés. Durante diez años, Jane creyó que los chimpancés eran, en su mayoría, más pacíficos y agradables que los seres humanos. Después constató que pueden ser brutales, como nosotros.

Al principio, Jane consiguió atraer a los chimpancés al campamento dejando para ellos cajas llenas de plátanos. Durante un tiempo todo fue bien, pero cuando perdieron el miedo a los humanos, los chimpancés demostraron sus habilidades como ladrones: robaban mantas, camisas, almohadas y cajas de cartón, aunque para ellos eran solo cosas que se podían masticar.

Pronto dejaron de llegar en pequeños grupos tranquilos e invadían el campamento en grupos enormes, aumentando la competencia agresiva entre ellos. Con ello obligaron a los científicos a buscar refugio y a modificar el campamento para detener la agresión.

Años más tarde, Jane Goodall tuvo la ocasión de observar el caso de un grupo de chimpancés que estaba involucrado en una especie de guerra, en la que una parte de la comunidad fue aniquilada. Entonces aceptó que la guerra no era un comportamiento solamente humano.

Una misión en la vida

«Siento que vine a este mundo con una misión». Los chimpancés en toda África estaban desapareciendo muy rápidamente. Las madres eran asesinadas para poder llevarse a sus bebés y venderlos como mascotas o para introducirlos de contrabando en el comercio internacional de la investigación biomédica.

«Me gusta mucho sentarme en el bosque de Gombe y observar a los chimpancés, pero se ha vuelto evidente que tengo que usar este poder de hacer que muchas personas escuchen y ayuden a las criaturas que me han puesto en posición de hacer precisamente esto».

Jane tenía claro que no somos los únicos seres inteligentes del planeta, aunque no tenía tan claro que fuéramos tan inteligentes. «¿No es raro que la criatura más inteligente que ha caminado sobre la faz de la Tierra esté destruyendo su único hogar?».

A mediados de los 80, Jane Goodall consideraba que su vida era mejor de lo que nunca había soñado. Durante veinte años se había dedicado a la investigación de los chimpancés, había obtenido un doctorado y había criado a su hijo. Pero se dio cuenta de que faltaba conciencia sobre la situación de los chimpancés en África y creyó su deber asegurarse de que la próxima generación sería mejor guardiana de la naturaleza que la nuestra. Sintió la necesidad de llevar este mensaje al mundo y, desde entonces (1986) hasta su despedida (2025), no estuvo más de tres semanas consecutivas en ningún lugar, escribiendo libros y hablando ante enormes auditorios, algunos de más de 50.000 personas.

En 1977 Jane Goodall fundó el Instituto que lleva su nombre con el objetivo de comprender y proteger a los chimpancés y otros grandes simios, así como sus hábitats, y llevar a cabo acciones para convertir el mundo en un lugar mejor para animales y humanos, con un medio ambiente saludable, haciendo hincapié en tres vertientes: investigación, educación y conservación.

Uno de sus logros fue la creación en 1992 del Centro de Rehabilitación de Tchimpounga, en la República del Congo, construido para los chimpancés huérfanos, al que llegan chimpancés enfermos y moribundos. Se ha convertido en el santuario más grande de África en su categoría,. y actualmente cobija a más de 140 ejemplares.

El lugar fue creado después de la visita que Jane Goodall hizo al zoológico de Brazzaville. Las condiciones en las que vivían los chimpancés eran horribles, pues los compraban baratos a los cazadores y luego los exhibían hasta que morían, algunos de hambre. Particularmente, Jane quedó impresionada por el chimpancé Gregoire, esquelético y sin pelo, y supo que tenía que hacer algo por él.

La compañía de petróleo y gas que trabajaba en Brazzaville estaba dispuesta a ayudar a construir un santuario para todos los chimpancés huérfanos. Jane demostró que estaba acostumbrada a trabajar a contracorriente cuando se hizo amiga de una compañía petrolera mientras muchos ecologistas pensaban que no debía hacerlo. Jane, en cambio, creyó que era mucho mejor hacer algunos avances para conseguir un santuario que ser purista y permitir que los chimpancés siguieran sufriendo. Sobre la marcha, iba conversando con los directores de la empresa para sugerirles que tendrían un futuro maravilloso en el sector de la energía verde y limpia en lugar de trabajar con el petróleo. El santuario cuenta actualmente con tres islas con selva para liberar a los chimpancés curados.

Cuando Jane se convirtió en activista de la conservación, se dio cuenta de que cada vez que había cambios en un Gobierno que la había apoyado tenía que empezar todo de nuevo. Esto la llevó a pensar que los jóvenes son los Gobiernos del futuro, así que, en 1991, se creó el programa educativo Raíces y Brotes en Tanzania, que cuenta actualmente con más de un millón de integrantes y está presente en más de setenta países. Los jóvenes llevan a cabo proyectos que fomentan el respeto y la empatía por todos los seres vivos y que promueven el entendimiento entre todas las culturas. En el caso de los niños, se hace hincapié en la educación ambiental y en cultivar los valores correctos, teniendo en cuenta que ellos ocuparán puestos de autoridad y de toma de decisiones más adelante.

En la década de 1980, había alrededor de tres mil chimpancés en cautiverio en los Estados Unidos. Jane mantuvo conversaciones con el director del Instituto de Salud norteamericano y le explicó (por si no lo sabía) que él estaba apoyando la investigación masiva con chimpancés en condiciones inaceptables y que debería hacer algo al respecto. No le acusó de ser un monstruo cruel, sino que le mostró diapositivas y algunas películas de los chimpancés de Gombe a la vez que le hablaba de sus vidas, que ella conocía de primera mano. En 2013, como resultado de esta intervención, se redujo sustancialmente el uso de chimpancés. Uno de los logros más importantes de Jane Goodall fue, precisamente, conseguir que dejaran de realizarse pruebas biomédicas en chimpancés de laboratorio que se mantenían en cautiverio con este fin, aunque fue una conquista que requirió de mucho tiempo y esfuerzo. Al final, los más de cuatrocientos chimpancés que se utilizaban para la investigación en Estados Unidos fueron liberados y llevados a refugios. La mayoría de ellos se trasladaron a un santuario creado ex profeso en Chimp Haven.

Hay esperanza

Los seres humanos nos estamos convirtiendo en una especie invasora en todo el mundo. Estamos destruyendo la selva tropical y el océano, los pulmones de la Tierra. Aunque hay muchos científicos en la actualidad que dicen que es tarde para revertir la destrucción del planeta, Jane pensó hasta el final de sus días que aún nos queda un pequeño margen de tiempo y que, si trabajamos todos juntos, podemos sanar parte del daño que hemos causado.

El diagnóstico de Jane era claro: todo esto ocurre porque estamos atrapados en una visión materialista del mundo; adoramos el dinero como a un dios y, al mismo tiempo, la población humana sigue aumentando. En otras épocas míticas, ya olvidadas pero documentadas por tradiciones orales, la Tierra se defendió a su manera del desorden poblacional de sus moradores «sacudiéndose» de encima a tan molestos habitantes inconscientes.

Jane Goodall mantuvo y transmitió su esperanza hasta el final, pues sostenía que el efecto acumulativo de las pequeñas decisiones puede hacer del mundo un lugar mejor. Su esperanza se fundamentaba en los jóvenes, que pueden dar un giro a la situación: «Cuando yo ya no esté, habrá cientos y cientos de jóvenes en el mundo, y ya estarán tomando el control». Otros motivos para la esperanza los veía en el intelecto humano, capaz de imaginar y crear soluciones nuevas, y en la capacidad de regeneración de la naturaleza, que resucita en cuanto le damos la oportunidad.

Su legado

«Siento que tengo un mensaje que dar, que fui puesta en este planeta para hacerlo». En el ajetreo de sus viajes, solía decir que intentar salvar el mundo es una tarea bastante difícil.

Manifestó alguna vez que le gustaría ser recordada por ayudar a la ciencia a abandonar su pensamiento reduccionista, según el cual los animales son cosas y hay una barrera que nos separa de ellos porque ostentamos la supremacía del planeta.

Fuente: National Geographic

Hoy no basta con una ecología vacía, llena de protestas agresivas e ignorancia técnica y humana. Hace falta una ecología activa, que incluya a todos los seres de la naturaleza y respete cada ámbito de vida. Y eso implica conocimiento de nuestras limitaciones como humanos y superación de las más dañinas, avanzando en el descubrimiento y potenciación de nuestras fortalezas. Antes, el mundo era grande y el ser humano podía dejar volar su imaginación hacia lejanos lugares y desconocidos paraísos, a los que solo podía llegar con mucho tiempo, esfuerzo, voluntad y ganas reales de llegar allí. Ahora el mundo se nos acaba en seguida, cogemos un avión y ya hemos dado la vuelta al planeta, nos tropezamos unos con otros en las ciudades sobrepobladas, no hay ningún espacio geográfico por descubrir, y con la cerilla de un descerebrado se pueden esfumar kilómetros de vida, con las maravillas animales y vegetales que viven allí. Así que hemos de observar con detenimiento el ejemplo de Jane Goodall.

En sus últimas entrevistas preguntaron a Jane: «¿Cuál es tu próxima aventura?». Ella respondió: «morir». «Me di cuenta de que mi estancia en el bosque me había dado perspectiva. En el bosque, la muerte no está oculta, está a tu alrededor todo el tiempo, es una parte del ciclo infinito de la vida. Y siempre están los jóvenes para continuar la vida de la especie». Ella dijo que creía que hay algo más que esta vida física, aunque no tenía ni idea de cómo sería. Por lo tanto, ¿qué aventura más grande podía haber?

Goodall falleció por causas naturales a los noventa y un años durante una gira de conferencias en Estados Unidos. Asombra verla correr alrededor de una mesa para entrar en calor y no bloquearse antes de salir ante un auditorio de miles de personas. Hasta el día de su fallecimiento, seguía con su actividad habitual, y en la última entrevista que concedió nadie diría que era una mujer de más de noventa años, ni por apariencia, ni por su mentalidad, ni por su actitud (seguía imitando los sonidos simiescos del saludo chimpancé a la perfección y con naturalidad, como quien habla otro idioma que no es el suyo nativo).

Jane Goodall ya no está con nosotros, en este lado de la vida, pero permanece vigilante impulsando a otros muchos, inspirados por el recuerdo de esta anciana que murió siendo joven.

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