
En la criba agitada queda la cascarilla, así los defectos del hombre en sus palabras.
El horno prueba los vasos del alfarero, la prueba del hombre es la conversación.
El fruto revela el cultivo de un árbol, así la palabra del hombre descubre su corazón.
Antes de oírle hablar, no alabes a nadie, porque ahí está la piedra de toque del hombre.
En todos los libros de sabiduría del mundo antiguo se destaca la enorme importancia de la palabra; de la palabra justa y sabia, expresión de un alma bella y profunda, la que permite reunir a las asambleas y guiar de la oscuridad a la luz, de la angustia a la esperanza.
Desde Ptahotep, en el Egipto de las primeras dinastías, o los textos sumerios hace más de 5000 años, el sabio se destaca por el uso de la palabra y su pensamiento recto, con el que se ordena a sí mismo y ordena la sociedad y los asuntos que trata. Los pastores de hombres lo son por su palabra sabia, amable y conciliadora, que permite que las almas humanas se reúnan en torno a un fuego de concordia. Como diría un juez egipcio en su cámara funeraria, «nunca nadie quedó descontento de mi justicia», algo que si es cierto, y dada la naturaleza humana, tan paradójica e inclinada a la violencia, es realmente asombroso.
También en los diferentes textos que componen la Biblia se da una gran importancia a la pureza de corazón unida a las palabras justas y amables. Uno de los libros donde es muy evidente es en el Eclesiástico o Libro de sabiduría de Jesús ben Sira, que va, en la edición católica, después del Cantar de los Cantares y de Sabiduría. No hay que confundir este libro, el Eclesiástico, con el Eclesiastés, compendio también de máximas de sabiduría, inspirado quizás en los egipcios Sebait (literalmente, también «sabiduría»). Es un libro llamado deuterocanónico (o sea, que no forma parte, actualmente, de los 24 libros canónicos del Tanaj hebreo) y así, no incluido, por ejemplo, en las biblias protestantes (aunque sí en la católica, la oriental y la ortodoxa).
Su colección de máximas es realmente admirable por su belleza y profundidad, aunque es un libro que sería sin duda quemado en los nuevos altares inquisitoriales del wokismo no ilustrado. Hay máximas sectarias, exclusivistas, terribles con la condición femenina, y de una violencia que la sensibilidad más refinada actual o una mentalidad budista o jainista desde luego no aprobaría. No podemos pedirle peras al olmo, ni juzgar las limitaciones y dificultades de eras antiguas con nuestra psicología actual. No hay texto antiguo en ninguna civilización ni literatura, ni siquiera llegados al siglo XX, en que pudiésemos concordar unánimemente. Y como enseñaba el filósofo Sri Ram, no quieras validar todo texto antiguo, medita y afírmate en aquello que reconoces válido, no en lo que no. O como diría el Buda, acepta solo aquello en que concuerde tu mente con su lógica y tu corazón con su sensibilidad. Ya llegarán, además, los pensadores futuros de aquí a mil años que renegarán de más del 95 % de lo que hacemos y decimos y considerarán este «el siglo de la infamia», y además lo harán con plena justicia, según los mismos decretos de la vida o del alma de la naturaleza.
Volviendo a esta obra, se piensa que su autor fue un sabio de Jerusalén y que la habría escrito en hebreo en torno al 190 a. C., aunque la versión de la que disponemos está en griego, traducido por un nieto de este personaje (y según consta en el mismo libro). Está en el Septuaginta, pero también ha sido encontrado en los Rollos del Mar Muerto, por lo que se cree que era una obra de gran importancia y difusión. Las copias más antiguas en lengua hebrea son del siglo IX.
Hallamos en este libro uno de los más bellos himnos a la sabiduría nunca escritos:
«La sabiduría adoctrina a sus hijos y se cuida de los que la buscan. El que la ama ama la vida, serán colmados de gozo los que madrugan a buscarla. El que la adquiere heredará la gloria, dondequiera que entre, el Señor bendice. Los que la sirven rinden culto al Santo, los que la aman son amados del Señor. El que la escucha juzga a las naciones, el que se aplica a ella vivirá seguro. Quien se confía a ella la tendrá en herencia, su posteridad conservará su posesión.
Porque al comienzo le lleva por camino tortuoso, trayendo sobre él miedo y temblor; le purga con su disciplina, hasta que pueda confiársele y le pone a prueba con sus exigencias. Pero enseguida le vuelve el camino derecho, le alegra y sus secretos le descubre. Pero si él se extravía, le abandona y le deja que vaya a la ruina».
La sabiduría no es la suma de conocimiento, sino la suma y llama de todas las vivencias que este provoca en el alma y cómo se convierte en impulso de vida y transformación. Carece de sentido alzar en alto la bandera del conocimiento (esto hacen los eruditos y de nada les sirve), pero es lógico y natural, es un imperativo de la conciencia embanderarse por la sabiduría, y que como en un cáliz que rebosa de elixir y contento, rebose de un corazón agradecido en otro.
«No retengas la palabra salvadora y no ocultes tu sabiduría».
«Lucha por la verdad hasta la muerte, y el Señor Dios combatirá por ti».
La relación con la sabiduría es semejante a la que muestra Platón cuando nos dice en la República que seamos dóciles a ella, a ese hilo de oro que llega desde el mundo divino a nuestro corazón.
«Hijo mío, desde tu mocedad, date a la doctrina y hasta tu ancianidad hallarás la sabiduría. Allégate a ella como ara y siembra el labrador, y espera buenos frutos. Porque el trabajo te fatigará un poco, pero pronto comerás de sus frutos. Es muy duro para los indisciplinados, y el insensato no permanecerá en él. Pesará sobre él como pesada piedra de prueba, y no tardará en arrojarla de sí; porque la sabiduría es fiel a su nombre y es discreta en revelarse. Escucha, hijo mío, y recibe mis avisos y no rehúyas mis consejos. Da tus pies a sus cepos y tu cuello a su argolla; dale tu hombro y no te molesten sus ataduras».
Como diría el profesor Livraga, los esclavos de la sabiduría son los señores del mundo.
«Allégate a ella con toda tu alma, y con todas tus fuerzas sigue sus caminos.
Sigue su rastro, búscala y se te descubrirá, y una vez cogida no la sueltes: porque al fin hallarás en ella tu descanso y tu gozo. Y serán para ti sus cepos defensa poderosa, y su argolla, túnica de gloria. Es ornamento de oro y sus ataduras son cordón de jacinto. Te la vestirás como túnica de gloria y te la ceñirás como corona de exaltación. Si quisieres, hijo mío, adquirirás la doctrina, y si te entregas a ella serás avisado. Si con gusto la oyes la tendrás, si inclinas a ella tu oído serás sabio».
Y de nuevo, más adelante, dice de la importancia de acampar junto a ella.
«Dichoso el hombre que medita la sabiduría y atiende a la inteligencia. Que estudia en su corazón sus caminos e investiga sus secretos. Sal en pos de ella como siguiéndole los pasos, y ponte al acecho en sus caminos. Mira por sus ventanas y escucha a sus puertas. Vigila cerca de su casa, y en sus muros fija las cuerdas de su tienda; planta su tabernáculo junto a ella y habita en su buena morada. Pon sus hijuelos entre su follaje y mora bajo sus ramas. Protégete allí, a su sombra, del calor, y descansa en sus habitaciones».
Y así como el gesto y las acciones, son las palabras justas sus portadoras.
«El rocío refresca los ardores del sol, y así la buena palabra es mejor que el don. Una buena palabra es mejor que un obsequio, pero el hombre benéfico une la una al otro».
Más bello aún cuando ella por sí misma se expresa, y como Maat de la boca de Ra, ella lo hace de la boca del Altísimo (en la simbología hebrea).
«La sabiduría se alaba a sí misma y se gloria en medio de su pueblo. En la asamblea del Altísimo abre su boca, y en presencia de su majestad se gloria:
Yo salí de la boca del Altísimo. Y como nube cubrí toda la tierra. Yo habité en las alturas y mi trono fue columna de nube. Sola recorrí el círculo de los cielos, y me paseé por las profundidades del abismo. Por las ondas del mar y por toda la tierra. En todo pueblo y nación imperé. En todos busqué descansar para establecer en ellos mi morada».
Ella es la raíz de toda prudencia y resolución, si ambas deben ir por buen camino.
«El fundamento de toda obra es la resolución, a toda empresa preceda el consejo. La raíz de los consejos es el corazón, y de él proceden cuatro ramas: el bien y el mal, la vida y la muerte, y entre ellas decide siempre la lengua».
En esta obra se menciona continuamente que el principio de la sabiduría es el temor de Dios, pero la palabra «temor» debe entenderse como conciencia de lo sublime. O sea, con el mismo significado que le atribuye Aristóteles cuando dice que la admiración es el inicio del conocimiento. Sin el corazón abierto al misterio, todo conocimiento es peligroso no solo por su mal uso, desmedido y sin responsabilidad moral, sino también, como dice Voz del Silencio de la «sabiduría de la cabeza», porque deja al alma sin capacidad de respirar. El patrimonio del alma es la infinitud, y todo aquello que la limite, por sagrado que sea su nombre, la ahoga.
Es muy bello también cuando describe al amante de la sabiduría, y que se consagra a ella, que en algunas ediciones bíblicas llaman «el escriba» y ciertamente, en el sentido egipcio del término.
«El que aplica su espíritu en meditar en la Ley del Altísimo [o sea, las huellas del Logos en la naturaleza], investiga la sabiduría de todos los antiguos, y dedica sus ocios a la lectura de los profetas (o sea, de los sabios inspirados). Guarda en la mente las historias de los hombres famosos; penetra en lo intrincado de las parábolas. Investiga el sentido recóndito de los enigmas y se ocupa en descifrar las sentencias oscuras. Sirve en medio de los grandes, se presenta ante el príncipe. Recorre tierras extrañas, para conocer lo bueno y lo malo de los hombres. Madruga de mañana, para dirigir su corazón al Señor que lo creó [pues todos somos hijos de un “rayo espiritual” de la sabiduría que es nuestro Señor], para orar en presencia del Altísimo. Abre su boca en la oración y ruega por sus pecados. Y si le place al Señor soberano, le llenará el espíritu de inteligencia. Como lluvia derrama palabras de sabiduría y en la oración alaba al Señor. Dirige su voluntad y su inteligencia a meditar los misterios de Dios».