Dicen los expertos que la palabra utopía deriva del compuesto griego ou (‘no’) y topos (‘lugar), es decir: no-lugar. La paradoja es que se trata de una palabra acuñada y popularizada por Tomás Moro en el siglo XV, y describe un lugar bueno terrestre e ideal. Su Utopía es una eutopía y se tendría que cambiar ou (‘no’) por eu (‘bien’ o ‘bueno’) y topos (lugar), es decir: lugar-bueno. Moro describe con su Utopía una eutopía radicada en una isla terrestre, con una sociedad ordenada, justa y feliz.
Esta paradoja se podría resolver si la vemos de forma orgánica: utopía serían los ideales representados, y eutopía, vivir esos ideales en el mundo; como hablar del cuerpo y del alma conformando una unidad funcional.
En cambio, las disrupciones de todo progreso individual o colectivo son consideradas distopía porque, anulando la voluntad del individuo, conducen a un lugar o estado deteriorado. Por el contrario, en la Antigüedad, la idea de la política estaba vinculada a los conceptos de justicia y verdad.
Utopías y distopías en el mundo antiguo
La primera vez que se planteó de manera popular la organización social racional de justicia fue en la época griega. Aunque varios filósofos escribieron sobre este tema, el que ha quedado como verdadero paradigma político ha sido Platón con su obra la República y, posteriormente, con el libro inacabado de las Leyes.
La caída cultural del mundo clásico dio pie a gentes sin cultura y con formas políticas y religiosas muy simples y supersticiosas, reduciéndose la vida y la política a la obra de Dios, donde todo queda en aceptar lo que se vive sin poder hacer nada por mejorar ni mejorarse, salvo la propia obediencia a Dios a través de su Iglesia.
La utopía política de Platón
Platón nace en el siglo V a. C. (427-347) en la antigua Grecia y es considerado el mayor escritor y filósofo de Occidente. Comenzó a escribir después de fracasar el intento de reformar la política de su época, empezando por su ciudad y acabando abruptamente en el reino de Sicilia. Esta decepción la expresa en la Carta VII, donde narra su vida política en Atenas y posteriormente en Sicilia: «Desde tiempo atrás, en mi juventud, sentía yo lo que sienten tantos jóvenes. Tenía el proyecto, para el día que pudiera disponer de mí mismo, de entregarme en seguida a la política». (Narra Platón el estado de su país en su juventud).
«Por eso observaba yo afanosamente lo que iban a hacer. Ahora bien: vi a estos hombres hacer que, en poco tiempo, se echara de menos el antiguo orden de cosas, como si hubiese sido una edad de oro»[1].
La carta continúa explicando su vida, la relación política que tuvo en Atenas y el fallido intento de reformar la política en Sicilia, así como el paso de su vida dedicado a la enseñanza y a la filosofía, fundando la primera academia conocida en Occidente. Esta Academia (387 a. C.) sirvió de base en la formación de los que ocupaban puestos de responsabilidad en el mundo clásico durante casi mil años (exactamente 916 años), hasta el cierre de las instituciones clásicas por Justiniano en el siglo VI (529 d. C.). La formación en la Academia partía de una buena formación previa, y se estudiaba matemáticas, medicina, retórica y astronomía, entre otras especialidades.
La concepción de utopía se fue creando en el tiempo en función de la dificultad de plasmar un orden social basado en lo justo, tal como explica en su obra De la cosa pública o De la justicia, (la República). Aquí, Platón parte de la justicia en el individuo, pasa a la sociedad y, de esta, a la configuración del Estado, pero siempre en este orden. Tanto el individuo como la sociedad y el Estado tienen su razón de ser-existir en la justicia de su propia naturaleza.
La República
En la República, Sócrates comienza hablando sobre las fiestas que se celebran en el Pireo en honor de la diosa: «Ayer bajé al Pireo, junto a Glaucón, hijo de Aristón, para hacer una plegaria a la diosa (Bendis, diosa tracia) y al mismo tiempo con deseos de contemplar cómo hacían la fiesta, que entonces celebraban por primera vez»[2].
Con este breve preámbulo, junto a unas reflexiones sobre el tiempo y la vida, comienzan los personajes a dialogar sobre lo justo, en una intensa búsqueda por llegar a una verdad común. En el capítulo III, de estos principios sobre la justicia del individuo se pasa a la sociedad y lo que constituye un orden social justo, hablando tanto de los diferentes tipos de organización existentes como del servicio que prestan los individuos al Estado, como natural consecuencia. Individuo, sociedad y Estado tienen su sentido en una reciprocidad justa con sentido de trascendencia, y es ahí donde comienza la utopía, en la trascendencia del individuo.
En el capítulo VII, con el mito de la caverna, el diálogo adquiere carácter utópico en lo individual, al señalar la necesidad de salir de la caverna, expresión de la situación del ser humano en su evolución actual. Esta necesidad la aclara en el capítulo X, donde habla de la inmortalidad del alma y de la relación que existe entre la astronomía, lo divino y el individuo.
Pero el filósofo es consciente de que la base de una sociedad es la justicia basada en la naturaleza humana, capaz de contemplar las diferencias existentes. Tiene en cuenta la diversidad y no cree que los seres humanos sean iguales, ni que su estado interno haya alcanzado la plenitud. Por ello, considera que, en la sociedad, debe recaer mayor peso y responsabilidad sobre aquellos que tengan un mayor grado de conciencia. Para explicar esta idea introduce el mito fenicio de los metales, representando con ello una utopía en lo social:
«Vosotros, todos cuantos habitáis en el Estado, sois hermanos. Pero el Dios que os modeló puso oro en la mezcla con que se generaron cuantos de vosotros son capaces de gobernar, por lo cual son los que más valen; puso plata, en cambio, en la de los guardianes, y hierro y bronce en la de los labradores y demás artesanos»[3].
Respetando el grado de madurez de cada individuo, lo que Platón propone es una sociedad donde cada uno desarrolle una labor natural en la sociedad, pero que sea a la vez útil a sí mismo y al conjunto. A los de mayor capacitación les corresponde mayor responsabilidad y menos vida personal, hasta el punto de sugerir que las personas más maduras pongan toda su vida al servicio social y del Estado.
Mito de la caverna
El verdadero paradigma de la utopía platónica es el mito de la caverna del capítulo VII, al describir la situación humana actual y la situación humana ideal de la salida de la caverna.
«Después de eso —proseguí— compara nuestra naturaleza respecto a su educación con una experiencia como esta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar solo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza»[4].
Continúa comparando la situación de los seres humanos a la de unos prisioneros encadenados en una caverna que miran una pantalla, pero que no pueden girar la cabeza ni ver lo que hay detrás: un muro con fuego encendido. Entre el muro y el fuego pasan personajes que hablan o portan objetos y que los prisioneros interpretan como reales. Así viven toda su vida: discutiendo y contemplando esta supuesta realidad. La dificultad política fue añadir el mito de la caverna en su concepción social y esto representa una utopía en su realización, pues supone un despertar interior del alma hacia la sabiduría o salida de la caverna, dentro de un orden social fraterno.
Por esto se considera que la utopía no se basa en un orden social operativo, sino en un orden social donde el individuo se pueda desarrollar hacia la sabiduría y despertar a lo inteligible respetando la propia naturaleza humana.
Este desarrollo interno se realiza a través de dos conceptos fundamentales: la gimnasia y la música, siendo la gimnasia referida a la vida externa, a las obras y a la práctica, en tanto que la música se refiere a la vida interna, estudio o formación; seguir a las musas, en definitiva. Ambos conceptos han de estar armonizados.
El ideal platónico político propuesto no es un lugar próspero en riquezas materiales, sino una sociedad justa de acuerdo con la realidad de su propia naturaleza interna. No describe ningún lugar ni espacio físico, sino el camino que va desde la ignorancia a la sabiduría o de la injustica a la justicia, y además, señala que es el camino que ha de seguir toda la humanidad, es decir: pasar del mundo sensible material al mundo inteligible de la ciencia o la verdad.
En este sentido, la verdadera justicia está en salir de la caverna hacia donde reina el Bien, la Verdad y la Belleza. El hombre es justo cuando vive de acuerdo con su alma o parte inmortal de su propia naturaleza interior.
Nuestro filósofo no logró plasmar su utopía, pero sus enseñanzas han servido de base en la educación del mundo occidental, al señalar que la salida de la ignorancia (caverna) no es un estado de iluminación intelectual sino una transmutación paulatina hacia estados más elevados de conciencia, hacia su propio ser.
Platón contempla la utopía en los tres aspectos políticos posibles. Comienza por el individuo hasta llegar a la sociedad, acabando en el Estado.
En el último libro, a través del mito de Er, habla sobre el individuo y la inmortalidad del alma dándole sentido a todo lo expuesto.
Utopía y política en san Agustín
San Agustín nace en el norte de África en el siglo V (354-430 d. C.) y es considerado el más ilustre padre de la Iglesia.
En los primeros siglos de nuestra era, van apareciendo y popularizándose muchas creencias religiosas de pueblos y culturas del cercano Oriente, muy diferentes al mundo clásico, y que portan una visión de la vida más simple y empobrecida que la experimentada por entonces. Muchas de estas creencias son difundidas por santones, hechiceros y predicadores; una de ellas es la de los galileos o judíos.
En sus comienzos, estos grupos o sectas judías tienen en común la fe en un maestro llamado Yesa (Jesús), pero luchan entre sí por la posesión de la verdad más pura. Cada grupo crea su propio evangelio como forma de fe y de proselitismo. Aparecen tantos evangelios como grupos organizados existen, y estos grupos van formando comunidades que serán los gérmenes del posterior cristianismo.
Todos propagan una forma de relacionarse con lo sagrado de manera ascética, simple y directa. Entre sus creencias traen la fe en la salvación del alma a través de Jesús, que hace de intermediario entre el hombre y un Dios personal y único. Con el tiempo, y a través de Pablo, se le empezó a llamar a Jesús el Cristo, es decir, el ungido, lo que da lugar a los hoy llamados cristianos.
Las nuevas formas se imponen con violencia guerrillera por todo el Imperio romano, al extremo que llegan a destrozar todo símbolo que encuentran diferente a sus propias creencias, asesinando a los defensores de las instituciones existentes, y considerándolos como hijos del diablo. Asimismo proclaman el fin de los tiempos y el reino del Dios verdadero.
Poco a poco, van desapareciendo los centros de formación y cultura existentes, y el conocimiento va siendo sustituido por creencias sencillas que proclaman que Dios está en el cielo rigiendo el alma del mundo, con lo que empiezan a tomar forma valores diferentes a los del mundo civilizado. La religión se convierte en creencia, y la creencia en superstición, pues se pierde el conocimiento y el contacto con lo sagrado. Una vez destruidas las antiguas instituciones mistéricas, se olvidan rápidamente las leyes de la naturaleza y surge una interpretación monoteísta y personal de la vida, llegando al extremo de ser considerados hombres ebrios de Dios, en un contacto directo. Afloran profetas, anacoretas y visionarios de las más insólitas creencias.
Sus valores se simplifican y polarizan en bueno-malo: una forma de ser bueno —con la intervención directa de Dios— y una forma de ser malo —por la intervención directa del diablo—. De ahí irá surgiendo, poco a poco, la llamada religión de los pobres de espíritu: el cristianismo.
Aparecen personajes con peregrinas doctrinas anunciando el fin del mundo, la venida del reino del Dios, pero con vocación suicida, como expresa en su carta el obispo Ignacio de Antioquía: «¡Ojalá goce yo de las fieras que están para mçi destinadas y hago votos porque se muestren veloces conmigo! Yo mismo las azuzaré para que me devoren rápidamente, y no como a algunos a quienes, amedrentadas, no osaron tocar. Y si ellas no quisieran al que de grado se les ofrece, yo mismo las forzaré»[5].
Al ser el mundo un lugar malo y pecaminoso, la muerte era el camino más directo para acceder al Dios absoluto cristiano.
La ciudad de Dios
En este ambiente de crisis, aparece san Agustín que, siguiendo la moda existente, da una respuesta de tipo teológico-monoteísta a la vida, con un Dios personal e intervencionista en el mundo y en las acciones humanas.
La utopía que realiza san Agustín es una apología de la fe cristiana, representándola de manera unificada como la ciudad de Dios, opuesta a la ciudad pagana, con una visión teocrática de la vida y portadora de los valores cristianos. Según él, los inicios de la sociedad están manchados por el pecado de Caín; a partir de entonces, él y sus descendientes son esclavos de la impureza y los deseos materiales. Pero la realización de esta utopía no depende del ser humano sino de Dios, es decir, al final de los tiempos, cuando venga el reino de Dios. La ciudad nunca podrá ser perfecta ni justa hasta que tenga lugar el reino de Cristo.
La ciudad de Dios es celeste y en ella reina el amor, la paz, la justicia y todas las cosas buenas que podemos concebir, pero el mundo es hijo del pecado original. Solo el representante de Dios, es decir, la Iglesia cristiana, puede interceder entre Dios y el hombre, gracias al sacrificio de Jesús, que se inmoló en la cruz para salvar a la humanidad. La Iglesia se convierte, de este modo, en garante de la salvación del alma humana.
Pero dicha ciudad se opone a la ciudad pagana en una lucha ideológica por la victoria del reinado cristiano: «La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los tiempos se encuentra peregrina viviendo la fe entre los impíos y espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y eterna en la que haya un juicio con auténtica justicia, conseguirá entonces con creces la victoria final y una paz completa»[6].
Esta ciudad es cristiana y espiritual en contraposición a la pagana, terrenal y pecaminosa. Aunque la realidad no fuera ni así ni parecida, las gentes comenzaron a integrar esa forma de ver el mundo.
Podemos ver el pensamiento de este tipo de utopía en la oración de san Agustín, que va a sintetizar el pensamiento medieval.
Para alabar a Dios Todopoderoso y su divina majestad:
«¡Oh santa Trinidad, una virtud e indivisa majestad, Dios nuestro, Dios todopoderoso! Yo el más vil de vuestros siervos y el más pequeño miembro de vuestra Iglesia, os alabo y bendigo con sacrificio de debida alabanza, por el saber y poder que os habéis dignado dar a este gusanillo. Porque no tengo otros dones exteriores que ofreceros, os ofrezco con grande voluntad y alegría mis deseos interiores, y el sacrificio de fe no fingida y de conciencia pura que, por vuestra misericordia, de Vos he recibido»[7].
En esta meditación se aprecia una ascesis psicológica hacia Dios partiendo de una idealización de pureza ante la visión de rechazo al mundo material. Para san Agustín, la utopía consiste en vivir piadosamente en comunicación y entrega a Dios, similar a los anacoretas que surgieron en los primeros tiempos del cristianismo. La comunicación con lo divino representa para él una utopía deseable; se asocia lo divino a lo vivido personalmente, no concibe que lo divino exceda a lo personal.
Se le reconocen al mundo cristiano aspectos utópicos positivos, como poner el acento en la bondad personal como forma de vida y en vivir beatíficamente. Concibe así un mundo bueno y sin maldad, pero la posibilidad de plasmarlo o ser feliz se delega en Dios, cosa que contradice la libertad individual y la posibilidad de realizarlo. Se puede llegar a ser bueno, pero mediante Dios, a través de la Iglesia y gracias a su único hijo, Jesús, que se sacrificó en la cruz para salvar a la humanidad. Es una bondad entregada por Dios que anula la dignidad, la libertad y la voluntad del individuo.
San Agustín proclama una utopía cristiana en La ciudad de Dios, pero es a la vez una distopía de los valores humanos del mundo clásico. El mundo cristiano vive de acuerdo a los principios de Dios a través de la Iglesia, realizando una renuncia de la vida personal, social y natural, puesto que la naturaleza forma parte del mundo y del pecado.
La descripción idealizada de san Agustín no contempla leyes naturales y universales, sino un Dios que actúa personalmente. Si su intención era describir un mundo ideal de justicia y felicidad cristiana utópica, esta se aleja de la voluntad del individuo. Su obra, una apología del cristianismo primitivo, fue seguida por millones de personas que comulgaban con sus creencias.
Esta manera de enfocar la verdad, anulando la voluntad del individuo como subsidiaria de la voluntad divina, se convierte en una distopía humana bajo el criterio de la Iglesia. Es una visión antropocéntrica del universo y del mundo, sin dignidad ni posibilidad de alcanzar la verdad por voluntad propia.
En la actualidad, pocos creyentes cristianos aceptan dicha utopía, y desde fuera del cristianismo es considerada una verdadera distopía, especialmente, vista desde los planteamientos del mundo clásico.
Síntesis
Platón y san Agustín representan formas antagónicas de concebir la política. Aunque ambos tienen en común el partir de la unidad del universo y del mundo, difieren en lo particular: Platón concibe la política desde la dignidad del individuo y san Agustín, partiendo de una concepción negativa del hombre, delega la política en Dios.
Mantenemos que Platón sigue siendo en la actualidad una referencia válida para entender la política, puesto que si esta se concreta en los actos del propio individuo, solo se puede concebir partiendo de él mismo.
Pero el filósofo señala algo más, y es la mejora del individuo dentro de la sociedad política, sintetizándolo en una frase que ha venido impactando a lo largo de los siglos:
«Mientras los filósofos no sean reyes o los reyes filósofos, reuniéndose en el mismo individuo la sabiduría y la jefatura, las ciudades nunca dejarán de estar enfermas»[8].
[1] Platón, Carta VII. Ed. Aguilar, 1972.
[2] Platón, La República, Libro I. Ed. Gredos, 1988.
[3] Platón, La República, Libro III. Ed. Gredos, 1988.
[4] Platón, La República, Libro VII. Ed. Gredos, 1988.
[5] Ramón Teja, El cristianismo primitivo en la sociedad romana. Carta de Ignacio de Antioquía a los romanos. Ed. Istmo, 1990.
[6] San Agustín, De civitate Dei contra paganos.
[7] San Agustín, Meditaciones. Ed. Aguilar, 1938.
[8] Platón, La República.