Arte — 1 de mayo de 2025 at 00:00

Wagner y Los maestros cantores de Nuremberg

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Los maestros cantores de Nuremberg

En una de las escenas más divertidas en los maestros cantores de Nuremberg de Wagner, Beckmesser, uno de los maestros cantores que aspira al premio humano del concurso —la joven y bella Eva—, comienza en su canción a desvariar y a decir incoherencias, una sarta de estupideces, un acto de locura. Y es lógico que así sea, pues está poseído por la pasión de conseguir la mano de Eva a cualquier precio. Ha robado la letra de dicha canción en la casa de Hans Sachs (el poeta, zapatero y protagonista de esta ópera), no la sabe bien de memoria, no entiende lo sublime de sus imágenes, pues su mente es estrecha, su temperamento no es artístico y su índole es vil y egoísta, codiciosa y mezquina. Y no tiene el más mínimo derecho moral ni siquiera a aspirar al premio, que es el futuro, la felicidad y la dote de Eva. Al final, todo el pueblo se ríe y burla de él, pues lo que hacía, aunque pasajero, no era sino un acto de locura.

Así, cantando su amor, que es en verdad deseo libidinoso, queriendo conquistar su «tesoro» (en el sentido de Gollum en el Señor de los anillos), dice:

«Vivo en el mismo lugar, traigo oro y frutas

jugo de acero y peso

el aspirante me arranca de la picota

en caminos de aire casi no me sostengo del árbol.

En secreto, mi miedo aumenta

pues las cosas van a llegar a salir bien aquí

junto a mi escalera había una mujer

tenía vergüenza y no quería mirarme.

Pálido como una calabaza, el cáñamo se enrollaba a mi cuerpo

cerrando los ojos el perro voló por lo aires

lo que yo hacía rato que había comido,

como fruta, madera y caballos

del árbol del hígado». (Todos ríen a carcajadas).

Por más que se esfuercen en hacernos ver lo contrario, no hay belleza en la locura, y la misma naturaleza destruye todo aquello que se sale de la armonía, y más si se aparta de su propio instinto vital de supervivencia, que en la dimensión humana llamamos razón, pues es esta —y el lenguaje como efecto— lo que nos permite hacernos fuertes gracias a la cooperación. Las sociedades humanas se han unido y permanecido firmes gracias al lenguaje y a lo que los filósofos zoroastrianos llamaron «buena mente», y se han destruido cuando han estado abiertas a los vientos apestados de la locura y la depravación, frutos del egoísmo y la ignorancia, según enseña el mismo Platón.

Lo más pavoroso es que, desde hace un siglo, las «Academias» (nunca de acuerdo con las gentes sencillas y de buen corazón y natural sensibilidad) han premiado fácilmente insensateces semejantes a esta en la poesía (sin pies ni cabeza), en la escultura o en la pintura. Pensemos en las pesadillas oníricas de un Dalí o la mediocridad pictórica de un Picasso, comparándola, por ejemplo, con un Bouguereau o un Henrique Medina, de la misma escuela francesa; o los absurdos aunque llamativos-fractales de un Pollock, que además de insensatos, parecen actos de psíquico onanismo; o el latrocinio de un  Kandinsky, que se apoderó del estilo y las visiones espirituales de Hilma af Klimt; o en la música con un Ligeti en su aberrante Misterios de lo macabro, que quizás debería mejor llamarse «Mujer con aspiradora», etc.

En la escenografía, sufrimos estos vientos apestados de locura en las mismas representaciones de las óperas de Wagner, en las que convierten, por ejemplo, el Walhalla en una sala de billar, a Wotan en un mafioso y a Brunhilde en una prostituta de barrio.

Y no es que sean una o varias las representaciones de Wagner aquejadas por la locura y que se salgan de la recta medida (o de su simple legado, que establece con toda precisión cómo se debe escenificar cada una de sus óperas, y que lo traicionan con nuestra complicidad) o del buen tono. Todo lo contrario, lo difícil es encontrar el que lo mantenga, y especialmente en el que debía ser santuario del maestro, en Bayreuth, que es desde hace más de veinte años un nido de depravación estética, una fábrica de crímenes contra nuestra sensibilidad artística y aun moral, por las aberraciones que comete.

Por ejemplo, en la edición de 2017 de esta obra, Los maestros cantores de Nuremberg, la celebración de la fiesta de San Juan y el certamen poético-musical lo han convertido en los juicios de Nuremberg del régimen nazi, copiando la sala, con policía militar americana tal cual en 1945, e incluso las banderas soviética, inglesa, americana y francesa que la presidían. Y así, los cánticos de Hans Sachs, que electrizaron el nacimiento de Alemania al ser cantados como himnos de la revolución de Lutero, resuenan en una sala calcada de juicios de criminales a criminales en esta ciudad devastada, masacrada, con bombas incendiarias según la paranoia del «carnicero Harris», en uno de los actos más cruentos de la historia mundial (y completamente innecesario según la estrategia militar). Una escenografía absurda (mezclando vestuarios y decorados de todas las épocas), obscena (metiendo mano el caballero Walther al retrato de Eva como si quisiera friccionarle sus genitales), repulsiva en la concepción general y en los detalles, desacompasada totalmente con el texto y la música.

Todo lo que podemos decir de estos rumbos —que ya ha pasado más de un siglo de barbarie artística sin que casi nadie alce la voz para decir «el rey está desnudo»— es que estamos asqueados por lo que solo puede inspirar asco, desasosiego, angustia, caos, desprecio. ¡A cuántos engendros del abismo hemos dado nacimiento! ¡No nos extrañe, pues, la locura que nos aqueja, sometidos a estas miasmas de las profundidades y cloacas de lo peor de la naturaleza humana!

Deberíamos recordar las enseñanzas de pura filosofía de Nilakantha Sri Ram cuando dice que solemos confundir la belleza con lo agradable, lo ingenioso o lo intrigante; y por este camino, por la ley del péndulo, fácilmente podemos llegar a lo repulsivo, lo absurdo y lo angustioso. Sigue diciendo, como Platón, que Verdad es Belleza y Belleza es Verdad, con mayúsculas, claro.

Después de Beckmesser, en esta obra, canta el caballero Walther, a quien todos unánimemente van a reconocer el premio[1]:

«Con la luz del ocaso, la noche me envolvió;

en un camino empinado, había encontrado

un riachuelo de agua pura que se rio de mí

con una risa seductora: allí, bajo la azalea

por cuyas hojas brillaban resplandecientes las estrellas,

como si se tratara de un sueño poético, vi,

sagrada y hermosa, y echándome el agua preciosa,

a la más maravillosa de las mujeres:

la musa del Parnaso».

«¡Qué día más maravilloso cuando desperté del sueño poético!

El Paraíso con el que había soñado,

y cuyo camino ahora el riachuelo me mostraba entre risas,

se hallaba ante mí en medio de un esplendor celestial y transfigurado;

a ella, a la nacida allí, a la escogida por mi corazón,

a la imagen más hermosa de la faz de la Tierra,

a la destinada a ser mi musa,

allí me atreví a cortejar: a plena luz del día,

gracias a mi canción, conseguí que Parnaso y Paraíso fueran míos!».

Lamentamos que en la traducción pierda todo su encanto poético. De todos modos, puede el lector acompañar el libreto original con su música, en el enlace que aparece en la nota al pie de página. En este poema, las imágenes se entienden, se acompañan, y además de su significado abren con sus evocaciones puertas cerradas del alma. Como dice el mismo pueblo que escucha esta música y canción:

«¡Tan gracioso y familiar,

y a la vez tan lejano!

¡En cambio, cuando él canta,

parece que vaya a aparecer de un momento a otro!».

Y luego:

«Arrullado como en el más bello de los sueños lo sigo,

pero apenas lo entiendo».

Estas palabras casi definen un decálogo estético. Una obra de arte, si bella, tiene que estar nimbada por una aureola de gracia, que por ser gracia es de naturaleza divina. Pero debe ser familiar, debe establecer una conexión con el propio corazón, que reconoce en ella una cercanía, como de una dimensión, la suya, la del alma, conocida pero olvidada; o sea, que debe despertar en ella una reminiscencia, en el sentido que Platón da a esta palabra. A la vez, «lejana», pues abre la puerta a un camino infinito, más allá de los pasos que hoy seamos capaces de aventurar.

La obra, el canto en este caso, con todo el poder de la música y sobre todo de la voz humana, que evoca, «parece que vaya a aparecer de un momento a otro», o sea, que ese mundo de enigmática y perfecta belleza se va a materializar ante los ojos de nuestro corazón y aun de nuestra faz.

«Arrullado», pues debe embelesar el alma, envolverla en un manto mágico de armonías que le permiten de nuevo abrir las alas y volar. Y aunque fuera sublime, inspirando «terror sagrado» —un relámpago en la noche—, el alma debe poder reconocer que en esa Belleza está su verdadera naturaleza y raíz, incluso cuando ahora tanta nos sea insoportable y parezca que va a anegar en lágrimas o deshacer en fuego la carne que la aprisiona.

«Apenas lo entiendo», que no significa que sea absurdo o ininteligible (que esta fue la excusa siempre de los cultores de lo feo y amorfo), sino que de lo que dice se percibe solo un atisbo que permite desvelar el misterio, como el hilo de plata de Ariadna que permite salir del laberinto. La belleza velada; bello el mismo velo que permite la luz de su presencia, pero no opacada por un grueso muro.

Cuando pensamos en tratados de estética (la filosofía de la «sensibilidad» hacia lo bello, propia del ser humano), siempre acuden a nuestra mente los libros de Kant, de Hegel, de Schelling, pero es difícil que un verdadero artista no haya sido también filósofo y que no haya reflexionado profundamente sobre la naturaleza del «hecho artístico» y de la belleza como arquetipo, que alimenta su alma y da sentido a su vida. Y menos un autor como Wagner que, precisamente, en este drama musical deja selladas sus meditaciones sobre cuál es el sentido de la belleza, dónde nace, cómo emergen las cristalizaciones armónicas de esta misma belleza según el lenguaje y el material que emplea cada artista. En el caso de Los maestros cantores, el arte que sirve de instrumento es, claro, la poesía y la música, con formas mentales aprisionando la Idea-Verdad en sus redes, redes hechas de palabras (imágenes de acciones, seres y conceptos abstractos) y de sonidos (con los sentimientos codificados en el lenguaje matemático que incorpora el ritmo, la melodía y la armonía que constituyen la música).

Uno de los grandes debates y casi paradojas del arte reside en si existen normas que permitan definir lo bello, traerlo a la luz, casi a la fuerza, por la simple presencia de las mismas. Pese a las barbaridades dichas por quien Ortega y Gasset llama «el Gengis Kan» de la filosofía, o sea, por Hegel, que piensa —¡tal es su insensibilidad!— que el arte sagrado de las civilizaciones antiguas es inferior —por ser anterior y por ser más estricto en sus rígidas normas que una obra de cualquier romántico de su tiempo y aun diríamos hoy de cualquier alienado del nuestro—, el Partenón no es inferior al Guggenheim de Bilbao. Este último, tan admirado, aunque a algunos nos puede parecer un pegote de plastilina metalizado sin ton ni son, para la vergüenza de las generaciones venideras. Ni los versos de Poeta en Nueva York son superiores a los de Safo, 2500 años antes, ni las pinturas parietales levantinas —tan semejantes a la de muchos pintores contemporáneos, inspirados en ellas y en el arte africano— superiores a las de Altamira, por lo menos diez mil años más antiguas.

Este dilema sobre el arte se expone muy bien en esta obra de Wagner, que había estudiado atentamente en un libro de la época (siglo XVI) los centenares de normas que les permitían a los cantores elaborar un buen poema-canción, casi matemáticamente, y que si eran incumplidas desterraban el mismo a lo feo e inservible. Esta es la tablatura que aparece en Los maestros cantores y que casi vuelve loco a Walther, que con su inspiración y genio se la salta sin el más mínimo pudor, creando asimismo nuevas formas musicales y poéticas que los ancianos maestros son incapaces de ver o aceptar al principio.

Giordano Bruno, filósofo y mártir del librepensamiento en el siglo XVI y avanzadísimo para su época, explica que «la poesía no nace de las reglas, sino muy accidentalmente. Son las reglas las que derivan de la poesía; y por esto hay tantos géneros y especies de reglas verdaderas cuantos géneros y especies de poetas verdaderos hay».

Vayamos tras la pista de este libro en que se describe la tablatura de normas y errores en la obra de Wagner. Seguimos la obra monumental de Roso de Luna, Wagner mitólogo y ocultista cuando menciona la institución, en la ciudad de Nuremberg, de los maestros cantores:

El maestro Borrell añade, en fin, en su preciosa obra consagrada al estudio de estos maestros cantores:

«Un sencillo cuento de Hoffman, titulado El tonelero de Nuremberg sugirió a Wagner la idea primaria del argumento de la obra, evocando en su alma de artista y de patriota una completa visión de la vieja Alemania, con toda su organización social, sus luchas poéticas y sus tradiciones legendarias. Colocado ya en el punto de vista histórico del siglo XVI, anheló conocer el origen y el mecanismo de la institución de los maestros cantores, y los estudió a fondo en el interesante libro de Juan Cristóbal Wagenseil, que lleva por título De Sacri Romani Imperii Libera Civitate Noribergensi commentatio, impreso en Altdorf, en 1697. En sus páginas encontró cuanta documentación necesitaba, y se hizo a vivir mentalmente en una sociedad y en un tiempo tan distantes de los nuestros. Fue, pues, este viejo infolio la fuente principal del poema wagneriano. El dominio de la materia lo llevó insensiblemente a penetrar en lo más hondo de la biografía de Hans Sachs, su protagonista, y a revisar, con la avidez de un erudito de biblioteca, la riquísima obra poética del ilustre meistersinger, dispersa por todos los archivos de Alemania».

El análisis de los leitmotivs[2] de este poema musical, y más especialmente de la Obertura, demuestra que la clave para entenderlo es la tensión y la armonía entre la fuerza centrífuga de la inspiración y el genio —de la vida, en definitiva— y la fuerza centrípeta de la tradición y la forma, que la aprisiona, pero donde puede hallar su plenitud y transfigurarse en luz, en belleza pura. El leitmotiv de Los maestros cantores es la tradición, el poder y la estabilidad que hay en ella, es la forma que sostiene el mundo y que lo crea, lo cristaliza al cristalizar la verdad y la vida, del mismo modo que la naturaleza fija y convierte en árbol y frutos la energía de la primavera.

El leitmotiv que se opone y balancea al de la autoridad de los maestros es el del amor y el deseo, con cuartas perfectas descendentes, el mismo tema que usa Wagner para expresar la impetuosidad y amor de Sigfrido en El anillo del nibelungo. Como enseñaba el filósofo Jorge Ángel Livraga, estos son los dos poderes o fuerzas que se armonizan en la naturaleza: la obediencia y la libertad, la razón y el sentimiento, generando el primero formas que permitan su expresión, y el segundo, espacio o vida que corra entre ellas, como en una construcción arquitectónica, o en un esqueleto, o en una cadena, en que se armonizan lo rígido y lo articulado; o en la matemática, los números y los no números, que abren el espacio para que la vida corra entre ellos. El sabio ya mencionado Sri Ram, en su libro Acercamiento a la Realidad, lo explica con claridad meridiana:

La poesía de la vida no es una fantasía, sino una verdad. Tenemos primero que romper este caparazón, para que tengamos una consciencia o percepción suficientemente libre o fina para captar las formas puras de la Verdad, que se pronuncian para nosotros en este mundo externo en sílabas de belleza. En vez de poesía, podría llamársela música, y percibir en esa música un modelo arquitectónico perfecto; un modelo que subyace en todo cuanto está ocurriendo. Se ha llamado a la arquitectura música congelada. La arquitectura es objetiva; la música es esencialmente subjetiva, y en la belleza perfecta se unifican el sujeto y el objeto. El significado que está en la forma, brota a través de la forma misma. El significado es el sujeto que está presente en ese objeto formal. Cuando un objeto, expresión o movimiento, es un objeto de belleza perfecta, la forma, que esencialmente es una limitación, cesa de serlo, y comienza a ensancharse con su significado intrínseco. Cuando una forma es perfectamente bella, comienza a expresar la luz que tiene dentro.

En Los maestros cantores de Nuremberg, la recta medida, o la cualidad armónica (satva) entre estos dos extremos es Hans Sach, un personaje histórico real, y a quien el mismo Goethe reconocería como su antecesor intelectual. Este Hans Sach, zapatero, filósofo, místico, poeta y músico, es el genio más insigne y recordado de esta Orden de Maestros en Nuremberg. Citamos de nuevo a Borrell[3] en su libro[4]:

Para dar una pequeña idea de la extraordinaria producción de Hans Sachs, diremos que es asombrosa la diversidad de asuntos tratados en sus cantos. De carácter religioso escribió paráfrasis sobre los mandamientos y el credo, interpretaciones de pasajes del Antiguo Testamento, meditaciones sobre los Evangelios y sobre vidas de santos; puso, además, en verso, las sentencias de Salomón y todos los salmos de la Iglesia. En el orden profano, tiene innumerables transcripciones de poetas clásicos, sobre todo de Virgilio, Plutarco y Tito Livio; farsas satíricas, en las que se ridiculizan costumbres alemanas de aquel tiempo; un hermoso caudal, en cantidad y en calidad, de sus célebres Schwanke o cuentos populares de graciosa invención y forma desenvuelta, composiciones de verdadero carácter dramático (leyendas, tragedias, piezas cómicas), algunas de las cuales representaban los mismos Meistersingers en la iglesia de Santa Marta y en los días de fiesta de repique.

(…)

Prohibía la Tablatura que se imprimiesen los bar [poemas] destinados a la Singschüle, pero fuera de estos se han conservado impresas infinitas composiciones de Sachs, a las que acompaña casi siempre una viñeta grabada en madera groseramente ejecutada, pero nunca exenta de gracia, expresión y carácter.

Con solo una cifra puede darse idea de la fecundidad poética de Hans Sachs. Un biógrafo suyo, Schweiter, dice que pasan de 6100 las composiciones de todos los géneros escritas por el más famoso de los meistersingers, y añade: «evaluándolas aproximadamente, ese número de obras corresponde a la cifra colosal de 500.000 versos. ¡Medio millón!

(…)

Entre esta copiosa literatura de Hans Sachs sobresale una obra que tuvo gran resonancia y a la que debió el principio de su popularidad. Alemania entera la aprendió de memoria recién publicada y la erigió como bandera de una nueva secta religiosa. Desde el fondo del claustro de Wittenberg, el fraile Martín Lutero acababa de exponer el plan de la Reforma. En 1523, Hans Sachs lanza su homenaje a la naciente doctrina por medio de un canto heroico, compuesto de 600 versos, y titulado El ruiseñor de Wittenberg, en cuya primera parte se sintetiza el objeto de la composición.

«¡Arriba! —dice—, la noche muere[5]; la luz se aproxima. Oigo en la enramada el canto divino de un ruiseñor, cuya voz se extiende a través de los montes y de las llanuras. Ante su música celeste se congrega el rebaño de ovejas, descarriadas durante la noche por el descuido de sus indignos guardianes, el león y los lobos. En vano las fieras intentan apoderarse del cantor gentil o de apagar el canto con sus aullidos. El rebaño ha dado por fin con su camino de salvación».

(…)

Como se ve, el simbolismo cándido e infantil de la composición no puede ser más transparente: el papa León X, los monjes y sacerdotes, están representados por el león y los lobos, pastores del rebaño; la cristiandad aparece simbolizada por las sumisas y mal dirigidas ovejas, y el ruiseñor, que anuncia la aurora, que encamina a los fieles por la buena senda y ahoga los aullidos de las fieras, no es otro que el propio reformador Martín Lutero. Esta obra de Sachs se constituyó desde el principio en un verdadero himno de la flamante religión y se adoptó por todos los luteranos como una especie de credo. Haciendo el citado Schweiter un detenido estudio de la composición y comentándola estrofa por estrofa, dice que la traducción y el resumen detallado no pueden expresar todo el fuego con que está escrita esta potente diatriba, ni el empuje de su versificación sobria y vigorosa «parecida al movimiento de un martillo de acero manejado por un brazo nervioso que pega golpes y levanta chispas».

(…)

En el coral de aclamación del tercer acto de Los maestros cantores, Wagner se sirvió de la primera estrofa de El ruiseñor de Witemberg, rindiendo así un homenaje de admiración al histórico protagonista de su obra magistral.

Otra lección magistral de estética la hallamos cuando Hans Sachs ayuda a Walther para que, sin renunciar a su genio poético, construya un bar (poema en la tradición de los meistersinger) siguiendo las reglas fijadas para ello. Es un acto de pedagogía, pues sin forzar, le desafía para que la corriente de inspiración, que es de amor siempre, brote del alma de Walther como un río que, sin perder el ímpetu, se mantiene en el cauce y no arrastra lo que encuentra a su paso. Ahí le enseña que el poema nace de un sueño, o sea, de un encuentro misterioso en el mundo celeste, en que lo desconocido se casa con la mente o alma humana y concibe un hijo. Un sueño[6] en el sentido que le daban el profesor Livraga o Sri Ram, cuando este último dice:

Que no es soñar con esa consciencia rudimentaria, ciega e irracional que constituye nuestro soñar ordinario, sino soñar con una facultad [budhi] que ha absorbido la esencia de la razón; o sea, que no es el soñar del inconsciente, para usar el término de la psicología moderna, sino soñar sueños que en un extremo son sueños y en el otro creaciones. Si podemos identificar el soñar con la sensación de orden, acción, creación y realización, tendremos el estado de vigilia unido al soñar, que el hombre espiritual ha alcanzado.

Le dice también que «la melodía es un buen vehículo de la poesía»; como diría Platón, la palabra, o sea, la mente debe reinar, pero la nave que le lleva a los mundos del Sueño otra vez y que la soporta en ellos es la melodía. Es igual con la pintura, según decía el profesor Livraga: el trazo, la línea, reinan y son lo más sutil, pero quien sustenta su vida anímica, la sensación y la emotividad que generan es el reino del color. También le dice que cuando interpete dicha canción en público debe tener en mente su visión, su sueño, pues debe darle vida de nuevo, debe evocarla no solo con las palabras y la melodía, sino con su voluntad: es un acto mágico.

Le enseña, asimismo, que cada obra artística, en este caso un poema-canción, es un ser con vida propia, es un «hijo» al que hay que darle nombre y festejarlo. Cuando Aristóteles dice que las obras de arte son poética, de poiesis, ‘creación, producción’ es porque una vez que sale de las manos o de la voz y del corazón del autor, ya no le pertenece, ahora es del mundo, y aunque lleve la sangre del alma de su autor y la forma impresa por su mente, la semilla es espiritual, pertenece al reino de lo desconocido, de aquello que está más allá de nombres, formas, espacios y tiempos, causas y efectos, y que es a la vez raíz única de la Eterna Juventud, de la Vida Una, la savia espiritual que da forma y movimiento al universo.

En este poema, el bar, como en los órdenes griegos dórico, jónico y corintio, la primera estrofa es el «padre», da la identidad; la segunda, la «madre», la explica; y la tercera es el «hijo», el significado dinámico, la proyección del mismo en el mundo. Es como la trilogía platónica: 1-Ser-Bondad, 2-Verdad, 3-Belleza. La verdad es la luz del ser, y la belleza, su huella en el mundo. Y esto se repite tres veces (reino ideal, reino intermedio y reino de manifestación), generando una enéada, que era como en Egipto y la India «estratificaban» la acción dinámica de los dioses. Un ejemplo paradigmático de ello es la enéada de Heliópolis.

En resumen, Wagner explica la necesidad y el poder de la tradición, pero que la misma, para no ser «letra que mata el espíritu», debe mantener la savia vital[7], el viento de amor y primavera que fecunda el alma y le permite dar flores y frutos, el que corre entre las paredes de la construcción artística.

Y del mismo modo que existe un código de honra para ayudarnos a no perder el sentido de la misma en situaciones dudosas o difíciles, o simplemente no olvidarnos de ella, las reglas de la estética nacen para cristalizar una vivencia sagrada y poderla evocar cada vez que la voluntad lo exija. Es el significado de «las estatuas de piedra de los dioses que se movían en los templos», que explica Platón, y fue necesario «atarlas con cadenas». Ellas son las sagradas intuiciones, que hay que «atarlas», fijarlas en leyes, formas, actitudes, ritmos, sendas meditativas, ceremonias, para poder hallarnos una vez más cara a cara con estos poderes divinos o con sus sombras luminosas en nuestras mentes y corazones. Así lo dice Wagner en este poema musical:

«Sachs

Aprended las reglas de los Maestros

para que puedan acompañaros y ayudaros

a guardar en vuestro corazón

lo que durante la juventud,

el amor y la primavera os han enseñado,

y lo podáis mantener siempre.

Walther

Si ahora gozan de tanta reputación

¿quién hizo las reglas?

Sachs

Fueron Maestros compungidos de dolor,

espíritus oprimidos

por las preocupaciones de la vida:

en la soledad de sus problemas

crearon para sí mismos una imagen

que les mantendría vivo, claro y fuerte

el recuerdo del amor de juventud

en el que vive la primavera de la vida».

 

Al final no basta el estar inspirados, no basta el presente que corre hacia el futuro, son necesarias también las raíces de la tradición, con todo el poder y la estabilidad que permiten. No podemos olvidar nuestra historia ni renunciar a quienes ahora son guardianes de nuestra marcha, o sea, nuestros antepasados. Sin ellos el futuro no es posible, pues sería un futuro fugaz, inestable, desorientado, disolvente, sin verdaderas sendas que recorrer, como hemos visto en la sucesión ad nauseam de movimientos artísticos que rompen con todo lo anterior sin traer nada realmente gozoso, eso sí con muchos anuncios y ostentación, como los de la fábula de la montaña que parió un ratón.

Casi al final de la ópera de Los maestros cantores de Nuremberg, y después de que Walther haga un canto por el que consigue a su amada y que le merece la honra del maestro, quiere rechazar con soberbia la medalla que le otorga este grado de maestro, por el dolor que le habían causado estos mismos maestros en el primer acto, con sus reglas tan rígidas. Hans Sachs restablece de nuevo la armonía con un bellísimo discurso musical:

Sachs

(Cogiendo a Walther de la mano)

No despreciéis a los maestros, os lo ruego,

y honrad su arte.

Ellos os dedican sus alabanzas;

no por vuestros antepasados, que fueron dignos de ellas,

ni por vuestro escudo de armas,

sea lanza o espada,

sino por el hecho de que sois un poeta,

os han admitido los maestros:

y a ellos les debéis vuestra alegría de hoy.

Así pues, pensadlo con gratitud:

¿cómo se puede despreciar un arte que otorga premios como este?

Un arte que los maestros han cuidado,

pues así les corresponde hacer,

y mimado como mejor sabían,

para conservarlo puro: lo mantuvieron tan noble como cuando

reyes y príncipes lo bendecían, y a pesar

del transcurso malvado de los años, lo conservaron alemán puro;

pues solo floreció allí donde los maestros

lucharon por él y lo defendieron.

¿Qué más podéis pedirles?

El presente nunca está separado del pasado ni del futuro; honremos, pues, a los maestros del arte y de la vida y esforcémonos por ser su digna continuación.

 

[1] https://www.youtube.com/watch?v=LuON5QwY2pE&ab_channel=narcisomachuca

[2] Ver un asombroso estudio en https://www.youtube.com/watch?v=yDi44y5LKl8&ab_channel=RichardAtkinson, pura filosofía construida a través de una arquitectura musical y conceptual al mismo tiempo.

[3] Félix Borrell Vidal, en su «Los Maestros Cantores de Nuremberg, boceto crítico», por desgracia una obra hoy casi desconocida.

[4] Desde el Wagner, mitólogo y ocultista de Mario Roso de Luna.

[5] https://www.youtube.com/watch?v=R_9iJRoIJ-Q&ab_channel=opera4all Véase por ejemplo aquí a partir del 1h14m40s

[6] «Amigo mío, precisamente la tarea del poeta / es interpretar y recordar sus sueños. / Creedme, la locura / más real de un hombre / se le presenta en sueños, / y la poesía y el arte del verso / no es más que la interpretación de esos sueños». Es lo que le dice Hans Sachs al caballero Walther.

[7] Sachs: No dejo que mi esperanza desaparezca,

pues todavía no ha ocurrido nada

que me obligue a ello.

Si así fuera, podéis creer que en lugar

de impedir que escaparais

¡yo mismo habría escapado con vos!

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