Sociedad — 31 de agosto de 2015 at 22:00

La Escuela del Mar: aprender a pensar, sentir y amar

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Con el lema «Aprender a pensar, a sentir y a amar» se erigió en la playa de la Barceloneta de Barcelona un lugar singular donde los niños acudían a aprender. Era la Escuela del Mar y corría el año 1922. De la innovación y efectividad de sus métodos todavía quedan hoy testimonios.

«En medio de aquel caos político, de convulsión social, de lucha y embrollo de valores, alguien creía firmemente que el futuro del país y del mundo se basaba en la educación de los niños y niñas. En medio de la hecatombe que vivía el país (…), había hombres y mujeres que ejercían y daban sentido a una de las palabras más bonitas que podemos encontrar en el diccionario: magisterio».

Así nos introduce Lluís Llach, en su libro Memorias de unos ojos pintados, la Escuela del Mar.

Un sueño hecho realidad que se plasmó en la playa de la Barceloneta de Barcelona, el 26 de enero de 1922. Al lado de las barcas de pescadores se erigió un edificio novecentista, elegante y bonito, de madera, que parecía querer abrazar el mar. Su lema: Aprender a pensar, a sentir y a amar.

Una escuela revolucionaria e innovadora en el método, el planteamiento y la ubicación, que permitía una simbiosis entre niños y niñas, la playa y el mar. El objetivo era claro: formar buenos ciudadanos.

En aquella época, en Europa habían surgido nuevos planteamientos educativos, como por ejemplo el método Montessori. Y los intelectuales y obreros catalanes miraban hacia Europa. Así pues, de la mano del Patronat Escolar de Barcelona, la Ciudad Condal acabó situándose en la vanguardia pedagógica europea, y la Escuela del Mar, convirtiéndose en uno de sus referentes.

Barcelona, 1922

La situación de la escuela pública a principios del siglo XX era lamentable. La falta de recursos y la falta de voluntad política para luchar contra el analfabetismo se unían junto a la falta de edificios para las escuelas.

Ante este penoso panorama, en 1914 la Mancomunitat de Catalunya y el Ayuntamiento de Barcelona empezaron a considerar la cuestión escolar de vital importancia, asunto favorecido por la numerosa presencia de concejales republicanos en el ayuntamiento, especialmente preocupados por los temas pedagógicos y muy interesados en hacer de la escolaridad uno de los ejes importantes de la política. En 1916 el Ayuntamiento de Barcelona creó la Comisión de Cultura con tres objetivos:

  1. Construir nuevos edificios para escuelas.
  2. Establecer un buen sistema sanitario para los niños y niñas que iban a la escuela.
  3. Buscar un responsable que cuidara y vigilara el sistema educativo.

La responsabilidad del sistema educativo recayó en Manuel Ainaud Sánchez, un barcelonés de padre francés y madre andaluza, que entonces era presidente del Ateneu Enciclopèdic Popular.

El Ateneu era un espacio cultural fundado en 1902 por dos obreros y un estudiante, donde los trabajadores encontraban una cultura popular de calidad. Lo mantenían los propios obreros con dedicación y cuotas, junto a estudiantes y profesionales que aportaban sus conocimientos. Desde aquí se organizaban campañas de diferente índole: en defensa de los obreros y los ciudadanos, en contra de la guerra y el militarismo, a favor de una escuela pública, etc.

Como presidente del Ateneu, Manuel Ainaud organizó una intensa campaña en favor de la escuela pública a través de la prensa, impartiendo conferencias a entidades obreras y dirigiendo manifestaciones ciudadanas. Su única preocupación, sencilla pero a la vez muy difícil, era una escuela pública gratuita y de calidad. Una reivindicación para la que, casi cien años después, todavía nos queda camino por recorrer.

No es de extrañar que los intelectuales republicanos –muy sensibilizados con las minorías y las desigualdades sociales– y los obreros tuvieran tanto interés en la cultura y la educación, sabedores de que eran las llaves que les abrirían nuevos horizontes, que de otro modo serían inabarcables. Accediendo a ellas podrían ser más fuertes para  poderse deshacer del yugo que representaba el sometimiento a los patronos que, muy acostumbrados a los grandes beneficios que les reportó la Primera Guerra Mundial y viendo como estos disminuían con la paz europea, quisieron mantenerlos explotando y empobreciendo más a los obreros.

Un nuevo planteamiento pedagógico

La idea de una escuela cerca del mar por sus beneficios terapéuticos ya se había planteado otras veces, pensando en los niños y niñas enfermos y la falta de salud en general.

Además, no hemos de olvidar que estamos en pleno novecentismo y este es indisociable de la naturaleza mediterránea.

Impulsada según los cánones de la educación nueva europea y la educación activa, surge la Escuela del Mar. En Barcelona ya existía otra escuela con los mismos principios, con una situación también privilegiada y un nombre igual de delicioso: la Escuela del Bosque, situada entre los árboles de Montjuïc, que en mayo de 2014 cumplió cien años.

Se trabajaba en una idea innovadora, de renovación constante, de acercamiento a la realidad que rodea a los niños, con una amplia visión del mundo. Su eje era una formación integral de los alumnos, a través de una enseñanza individual y participativa. La mayoría de clases se hacían al aire libre, la expresión corporal y la música tenían un papel muy importante. Además, ya eran escuelas mixtas.

El primer director de la Escuela del Mar fue Pere Vergés, quien adaptó las normas de la escuela nueva, con la participación de los niños en actividades, como la biblioteca, el teatro de títeres, ajedrez o el servicio meteorológico. Además, Pere Vergés  y sus maestros creían en los beneficios que tenía para los niños el contacto con la naturaleza, el aire y el mar, así como el papel importantísimo de los juegos.

Recuerdos de la Escuela del Mar

escoladelmar 1«…en la Escuela del Mar, todo era especial…». Es emocionante escuchar de los propios exalumnos de aquella época sus bonitos recuerdos y la tristeza tan grande que sienten cuando hablan del día que las tropas franquistas bombardearon la escuela.

Ir pasando las fotos del bonito edificio a orillas del mar, ver una clase con niños sentados en la arena y la maestra explicando la lección, haciendo la siesta en unas hamacas en la playa, ver un vídeo de cómo jugaban en el agua o de cómo hacían gimnasia mientras iban pensando en su lema (aprender a pensar, a sentir y a amar), es simplemente maravilloso, porque esas imágenes dan fe de la plasmación de un ideal.

Allí el alumno era el protagonista de su proceso de aprendizaje, aprendía activamente a ser ciudadano. La responsabilidad, el gobierno, la gestión de los recursos y espacios, estaban en manos de los alumnos; solo la educación, basada en enseñar a aprender, estaba en manos de los profesores.

Los alumnos estaban organizados en tres grupos transversales: color blanco, verde y azul. Cada color escogía democráticamente su presidente. Entre ellos competían en concursos literarios, ajedrez, gimnasia… para conseguir puntos. Además, el ejercicio de las responsabilidades individuales y colectivas (jardinero, cronista, meteorólogo, higienista…) también afectaban a la puntuación del color. El color que conseguía más puntos era el encargado de formar el Consejo General, que era el responsable de la buena marcha de la escuela. A través de la responsabilidad en la organización de la escuela, los alumnos se autodisciplinaban.

La pulcritud, la limpieza y la higiene también eran importantísimas.

La biblioteca era el espíritu de la escuela, y cada vez que se devolvía un libro se tenía que hacer un resumen explicando por qué le había gustado o no a quien lo leyó.

Uno de los ejes vertebradores eran las crónicas. Cada día, los alumnos tenían que hacer una crónica de cómo había acontecido el día y explicar los hechos más relevantes. Uno de los días más importantes y que un buen cronista no podía pasar por alto era cuando llegaban las primeras golondrinas, símbolo del buen tiempo y de que pronto podrían bañarse y jugar en el agua.

También había un servicio meteorológico que anotaba todo los fenómenos que sucedían diariamente: una observación y estudio de la naturaleza para comprenderla mejor.

La sala de música era uno de los sitios preferentes. Con una gramola escuchaban a Mozart, Beethoven, Tchaikovsky…

Tenían una revista, la Garbí, nombre de un viento cálido de componente suroeste, creada por iniciativa de los alumnos. Al principio se escribía a mano, pero debido al éxito y a la implicación de los alumnos, consiguieron suscriptores y llevarla a la imprenta.

Y el recuerdo, quizá, más sorprendente: ¡tenían una barca! Nausica era su nombre, como la princesa feacia que encontró al náufrago Ulises en la playa de la isla Esqueria. Con ella salían a hacer algunas clases de geografía cuando hacía buen tiempo.

A todo ello no hay que perder de vista que estamos en los años veinte del siglo XX y que hablamos de una escuela pública donde la mayor parte de los alumnos y alumnas provenían de familias muy humildes.

Un ideal que perdura

escola.del.bosc 1 nLas tropas franquistas bombardearon y destruyeron la escuela en 1938. Llegaban los tiempos oscuros de la dictadura.

El franquismo destruyó también la forma pedagógica y escolar de la República, se abandonaron las ideas innovadoras y se impuso la separación de sexos y una educación coercitiva, donde la Iglesia católica tuvo un papel determinante.

Pero ante esto, Pere Vergés no decayó y siguió adelante, manteniendo vivo su sueño, trampeando a las autoridades y a los decretos sobre educación, tan contrarios a su forma de entender la pedagogía.

Durante la guerra civil, la Escuela del Mar volvió a abrir sus puertas en la montaña de Montjuïc hasta 1948, cuando volvió a cambiar de ubicación al quedarse pequeña.

Su nuevo hogar fue la montaña del Guinardó, lejos del mar, donde sigue actualmente. Un candelabro con un trozo de madera quemada incrustado es el vestigio, el recuerdo de lo que fue la escuela de la playa. Con la nostalgia del mar, sigue fiel a su bonito lema, a sus principios de convivencia y civismo, sin perder de vista el ideal de formar buenos ciudadanos, libres y responsables.

Como dice el historiador J. M. Ainaud de Lasarte, «Una escuela puede ser el símbolo de una ciudad, mejor que una batalla. Un lugar de convivencia, formación; y un sitio donde la libertad y la amistad, dos cimientos de nuestra vida, saben unirse más allá de los tiempos y las cenizas». Y me gusta pensar que Barcelona, una ciudad a la que quiero, es afortunada porque tiene ese símbolo vivo, aunque muchos de sus habitantes aún no lo saben.

http://vimeo.com/77693848

Memorias de unos ojos pintados, Lluís Llach. Editorial Seix Barral, 2012. ISBN: 9788432214011

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