Sociedad — 28 de febrero de 2015 at 23:00

La mujer y nuestro tiempo

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¿Qué ha sido de aquella revolución social por la que la mujer pasó de no tener derechos a que sea imposible no reconocérselos? Aquellas pioneras fueron mujeres animosas, con ideas claras y voluntad firme que aprovecharon las rendijas que el mundo masculino les permitía, para arrancarles los derechos que les eran confiscados impunemente por la fuerza del poder. ¿Qué pasa con la mujer de hoy?

Está en plena actualidad el mundo de la mujer. Los comerciantes hace años que lo vienen explotando e inundan los puntos de venta de prensa con revistas de toda índole dedicadas a ella. Porque hoy las mujeres leemos.

Al ojear uno de esos suplementos femeninos que acompañan a los periódicos de gran tirada, una noticia me informa de que «sentarse en primera fila de un desfile de la fama no es fácil», y que ocupar ese asiento significa que «existes». Si, además, han puesto en él tu nombre, es que has llegado a lo más alto de tu carrera. Aparte del monumental negocio que se cierne sobre la moda y el «famoseo», este es un mundo de tontería que encierra a sus componentes en su propia burbuja de irrealidad.

Estas cosas han desembocado en un paupérrimo ser humano consumista, siempre pendiente de lo ajeno, sujeto a las opiniones y esclavo de no desentonar. Constituye una fuente de dividendos, pero para muchas personas, especialmente los más jóvenes, se erigen en modelos a imitar. Sin embargo, nada está más en contraposición con la árida realidad del día a día en su casa, en su puesto de trabajo o ante sus responsabilidades que ese mundo que el papel cuché llama de glamour.

Me da por preguntarme qué ha sido de aquella revolución social por la que la mujer pasó de no tener derechos a que sea imposible no reconocérselos. Mengua el valor de la mujer contemplar en la televisión a unas mujeres semivestidas, exponiendo torpemente sentimientos o frustraciones, haciendo alarde de infidelidades, insuflando maledicencias, embruteciéndose con palabras soeces y gestos desairados, aventando intimidades y juzgando a propios y extraños sin otro criterio que el de la banalidad, la oportunidad o el interés económico, creando a su paso un caldo de cultivo de oprobio hacia la mujer. Porque ella, ese colectivo valiente a quien llamamos «la mujer», inició una revolución que piensa ganar. Se lo debe a ella misma, a sus hijos y a aquellas valientes sufragistas que aprovecharon las rendijas que el mundo masculino les permitía, para arrancarle esos derechos que nos eran confiscados impunemente por la fuerza del poder. Fueron mujeres animosas, con ideas claras y voluntad firme, a quienes se denigró tildándolas de fracasadas y medio hombrunas. Muchas pagaron con su vida la rebeldía de haber comenzado un cambio que iba a beneficiar a la mitad de la humanidad. Pero cuando las mujeres aprendieron a leer y escribir es cuando se volvieron realmente peligrosas.

La revolución de la mujer sigue abierta, la andadura es larga y difícil, pero apasionante. El reto requiere esfuerzo para contrarrestar el desgaste orquestado por el aparato dominante, que trata de confundirla. Las nuevas circunstancias exigen ciertas cualidades: inteligencia, tesón, honestidad, equilibrio, osadía, confianza y generosidad. Ella ha abandonado la sobreprotección, la dependencia, la queja y el miedo a la vida, y sale al aire libre para respirar fuera de la jaula en la que, tal vez, se metió ella misma cuando los hombres parecían protegerla.

Hoy, las mujeres tenemos el desafío de mostrar que somos capaces de construir el mundo que deseamos, de elegir, de decidir, de organizar la vida propia y la colectiva en nuestra sociedad, de mantener un feminismo que no es ninguna guerra a los hombres sino un problema social y cultural que resolver entre ellos y nosotras. ¿Seremos capaces?

En menos de cien años una buena parte de las mujeres se han puesto a la altura cultural de los hombres. El proceso ha sido espectacular. Una chica joven tiene claro que ha de estudiar, trabajar y, posiblemente, formará una familia. Pero ya no siente la apremiante necesidad de «encontrar marido» y tener hijos como garantía de su completura como mujer, porque hoy puede hacer otras muchas cosas gratificantes.

La mujer ambiciosa es seria; busca las cosas bien hechas hasta el detalle, y tiene la convicción de que hay cosas definitivamente importantes, como el lazo invisible que nos une a la vida, así que, de manera natural, busca el equilibrio, la concordia, el pacto. Ella sabe del alma humana. Algunos hombres temen quedar a la sombra de una mujer inteligente y preparan sus particulares zancadillas. De ahí la prudencia con que las mujeres plantean sus ideas, sus logros, sus ambiciones científicas o culturales, pues el alto rango en el orden cultural y de poder sigue siendo hegemónicamente masculino.

La competitividad se hace necesaria, pero las mujeres han de recorrer este camino junto a los hombres; eso sí, sin dejarse avasallar por lo injusto. Han aprendido a no renegar de ser mujeres.

El modo natural de ser mujer

la mujer de nuestro tiempo 2Cada vez un mayor número de mujeres tenemos más campo de acción y más derechos legales, pero en cuanto a cómo nos sentimos, por ejemplo, respecto a nuestro físico o al miedo a envejecer es muy posible que estemos peor que nuestras abuelas no liberadas, y que no caminemos por la vida con la soltura a que tenemos derecho, porque estamos aferradas a unos tabúes que dificultan el paso.

Las quejas de Bridget Jones, el personaje de Helen Fielding, nos hablan de lo que nos imposibilita realizar airosas el trayecto:

–Ser mujer es peor que ser granjero. ¡Hay tanta recolección y fumigación de cultivos que hacer! A saber: depilar las piernas con cera, afeitar las axilas, depilar las cejas, frotar los pies con piedra pómez, exfoliar e hidratar la piel, limpiar las manchas, teñir las raíces, pintar las pestañas, limar las uñas, masajear la celulitis, ejercitar los músculos del estómago… Todo este conjunto de actividades resulta tan perentorio que con solo olvidarlo unos cuantos días, todo se marchita….

Vivimos en una sociedad de escaparate en la que cuenta más parecer que ser. Muchas mujeres comprendemos que el movimiento emprendido ha perdido su aceleración, y nos entristece comprobar cómo muchas de nuestras jóvenes muestran poco interés en tomar responsabilidades y quedan a merced de este juego, potenciado desde el poder político y mediático para sujetar las riendas y frenar el progreso de la mujer. Se trata de una añagaza: inculcarnos un mito de gigantescas proporciones, el ansia por la belleza.

Al liberarnos del concepto de mujer hogareña y abnegada, propio de la década de los cincuenta, el mito de la belleza vino a ocupar su lugar y se ha extendido de tal modo que realiza enérgicamente su labor de control social. Por un lado, infiltra en las mujeres el descontento, cuando no el abierto rechazo hacia su cuerpo porque, al compararlo, siempre está en desventaja con los modelos presentados; y por otro, se las bombardea con miles de imágenes de mujeres perfectas.

Como el ataque psicológico para debilitar a la mujer es tremendamente efectivo por la peculiar inclinación que esta muestra a desarrollar ideas circulares, es el que más se emplea y mejores resultados proporciona a los manipuladores de opinión. Las obsesiones actuales en relación con el cuerpo femenino se han propagado de una manera alarmante. El mito está erosionando el trabajo realizado tan duramente por aquellas pioneras que nos precedieron. Los estragos que deja nos destruyen físicamente, con trastornos alimenticios como la anorexia y la bulimia. Además, provocan un sentimiento de repulsa en muchas mujeres al comprobar que no son tan libres como creían, pues asuntos tan banales como lo relacionado con su pelo, su cutis, su celulitis o su ropa les preocupan excesivamente.

Las revistas llamadas femeninas, con mensajes de «puedes conseguirlo», «está a tu alcance», «tú lo decides», «consigue el cuerpo que te mereces», «resultados en quince días» y otros de esta índole, mantienen a las mujeres consumiendo unos productos que en el mejor de los casos son inocuos, y cumplen el objetivo de expandir la ilusión de alcanzar un estatus de belleza equiparable al que alcanzan los hombres con el poder del dinero. Es decir, que equiparan el patrón belleza al patrón oro. Con dinero se obtiene belleza, con belleza conseguimos dinero. Ya estamos inmersos en un panorama absolutamente materialista.

Las mujeres no nos cerramos a la cosmética, nada más lejano de la realidad. Todos los avances bienvenidos sean; lo peligroso es el uso publicitario que se hace de ellos cuando no hay detrás una evidencia científica corroborada y su pretensión solapada de enriquecerse engrosando la tiranía de este mito de la belleza.

Desgraciadamente este mito se refuerza creando ciclos de odio hacia el propio cuerpo, provocado por este aluvión de bellezas sobre el papel que recibe una mujer y que asocia a lo que es deseable, entrando en un estado de neurosis obsesiva que diluye ante su vista todos sus restantes valores como persona. En adolescentes y mujeres jóvenes o inmaduras puede tener gravísimas consecuencias. Muchas mujeres en esto están mal informadas, pues los patrones de cómo se percibe la belleza son particulares en cada uno de nosotros.

La voz de las revistas ejerce una autoridad férrea aunque de modo invisible, y nosotras, que hemos luchado por nuestra libertad, por nuestra independencia de criterio, se las entregamos en bandeja de plata, además de contribuir al enriquecimiento de sus meganegocios. Es paradójico que en esta época en la que exigimos transparencia y libertad de prensa a todos los niveles, tengamos la censura más cerrada en la publicidad de cosméticos; por un acuerdo tácito, no se puede decir la verdad sobre los productos patrocinados. Así los productores de cosméticos, que gastan proporcionalmente más en publicidad que cualquier otra industria, tienen las manos libres para inculcarnos en las revistas sus mensajes sobre una belleza utópica.

Hay otra forma de engaño sobre el papel. Dalma Heyn, editora de dos revistas femeninas, confirma que borrar la edad de la cara de las mujeres es un procedimiento de rutina. Las revistas ignoran a las mujeres maduras. Este mundo del culto a la belleza, demasiado adulterado, tiene su importancia, pues el intento a ultranza de “borrar” el reflejo del tiempo en el rostro tiene ecos como de vergüenza del pasado, es como borrar parte de la identidad de la persona, de su historia; y repugna tener que entregar ese tributo a la vanidad.

Nos parece lamentable que, por ejemplo, la compañía aérea National Airlines despidiera a su azafata Ingrid Fee porque era «demasiado gorda» (pesaba dos kilos más de lo estipulado). Y ¿qué ocurre con las presentadoras de programas televisivos? Si se trata de un hombre, si es de edad madura, esto no es óbice para su trabajo frente a las cámaras; antes al contrario, presenta un aspecto respetable y distinguido, y su acompañante siempre será una mujer joven, bien maquillada y con un buen nivel de belleza. Lo injusto es que se contrata a bellezas profesionales para convertirlas en periodistas televisivas. La veteranía no significa mayor prestigio, sino mayor desgaste. Tan pronto como declina la tersura del rostro, las profesionales de la pantalla desaparecen. Y así para cualquier trabajo: presencia antes que experiencia profesional. ¡Toda una bofetada a la mujer!

Una de las reacciones que este hecho provoca en las mujeres que quieren progresar en cualquier profesión es que, en muchos casos, se ven impulsadas a recurrir a la cirugía estética, unas para corregir el paso del tiempo, otras para satisfacer una neurosis. Esta demanda se asemeja a la esclavitud, porque al exigir una alteración permanente, dolorosa y arriesgada del cuerpo, es demoledora de la autoestima. Lo más lamentable es que las mujeres estamos tan adoctrinadas que no asimilamos que podamos ser interesantes sin necesidad de ser una «belleza al uso».

Las cosas podrán cambiar cuando las compañías multinacionales, dirigidas por mujeres, prefieran las aptitudes profesionales de las jóvenes graduadas a su aspecto, cuando la mitad de las cátedras estén ocupadas por científicas, cuando las instituciones de la cultura estén subvencionadas por magnates femeninas o por los excepcionales hombres que aceptan el mundo de la mujer en todo su valor. El día que las mujeres conciencien que pueden contar con la parte que les corresponde por su valer, pues ellas son media humanidad, la belleza dejará de tener un valor de trueque.

Bibliografía

La mujer, sexo fuerte . Ashley Montagu. Ediciones Guadarrama. Madrid.

El mundo según las mujeres . Margarita Rivière. El País-Aguilar. Madrid, 2000.

El poder de la autoestima . Nathaniel Branden. Editorial Paidós. Barcelona, 2000.

El mito de la belleza . Naomi Wolf. Emecé Editores. Barcelona, 1991.

Los seis pilares de la autoestima . Nathaniel Branden. Editorial Paidós. Barcelona, 2001.

Anatomía del miedo . José Antonio Marina. Anagrama. Barcelona, 2006.

Vindicación de los derechos de la mujer . Mary Wolstonecraft. Editorial Debate. Madrid, 1998.

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