Sociedad — 1 de noviembre de 2012 at 00:00

Londres 2012. Una historia de superación

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Había una vez, en Corea del Sur, un chico que iba al colegio como tantos otros. Un día, jugando en el recreo, se entretuvo un buen rato con un arco y unas flechas de juguete. Tenía diez años. En Corea del Sur, el tiro con arco es el deporte nacional, así que a nadie le extrañó que lo hiciera. Un profesor del colegio, sin embargo, se fijó en él. Vio que apuntaba buenas maneras, y como todo profesor que se precie, detectó en el chico una habilidad que era más natural en él que en otros. Siguiendo su instinto de estimular las aptitudes de sus alumnos, ese profesor animó a Im, que así se llamaba el chico, a practicar más en sus ratos libres, ya que tan bien se le daba empuñar el arco. Y así, como un Robin Hood o un Guillermo Tell cualquiera, Im Dong Hyun empezó a practicar el tiro con arco, igual que en Europa occidental los chicos comienzan desde muy niños a practicar el fútbol con sus compañeros.

Esto no habría pasado de ser una historia más de las muchas que se repiten en aquel país, si no fuera porque cuando tenía quince años, Im comenzó a perder la vista. No era que necesitara ponerse gafas u operarse para corregir esos defectos de visión tan comunes que suelen aparecer. No. Era que se estaba quedando ciego. Ciego de verdad. Im Dong Hyun fue declarado legalmente invidente antes de cumplir los veinte. Con su ojo derecho ve a 20 m lo que una persona con visión normal ve a 100 m. Y con el izquierdo, ve bastante menos. Esto significa que no es capaz de ver las letras del teclado de un ordenador y que tampoco puede llevar a cabo actividades cotidianas como conducir. ¿Cómo seguir practicando una disciplina en la que la vista es incluso más importante que el pulso?

Hubo un momento en esta historia en que Im comenzó a desesperarse. Lo que mejor sabía hacer, tirar con el arco, aquello que le hacía sentir que hacía algo verdaderamente bien, comenzó a adquirir una dificultad creciente por aquella circunstancia sobrevenida. Aunque siempre había practicado mucho y había tenido fe en sus capacidades, el adolescente sintió que su mundo se le venía encima. Comenzó a desanimarse y a pensar que tendría que adaptarse a vivir una vida menor, sin poder hacer aquello que más le gustaba y que le ofrecía un nuevo reto cada día para superarse.

Cuando realmente se sintió en la línea que está en el borde del precipicio, donde se ve la profundidad del fondo si se mira hacia abajo o la inmensidad del cielo si se mira hacia arriba, Im escuchó la voz de su padre, una voz que le había acompañado desde su infancia, una voz que destilaba esas pequeñas perlas de sabiduría tan propias de las culturas orientales. «Has sido arquero durante cinco años y eso es mucho tiempo en la vida de una persona como para abandonarlo todo ahora. Intenta recordar lo que sentiste la primera vez que disparaste una flecha con un arco y vuelve a disfrutar. El tiempo es demasiado valioso como para darse por vencido». Entonces, Im pareció despertar de su letargo. Se sujetó con fuerza a las palabras de su padre y se propuso mantenerse fiel a aquel consejo paterno.

Decidió que no pondría sus resultados en manos de lo que no tenía, la vista. Pondría su futuro en el esfuerzo, la constancia y la capacidad de adaptarse a las nuevas y adversas circunstancias. Eso sí lo tenía. Y lo podía acrecentar cada día más. Podía distinguir los diferentes colores del blanco. Suficiente. Los arqueros pueden lograr un máximo de 10 puntos por flecha golpeando en el círculo dorado del centro de la diana, y precisamente el dorado es uno de los colores que Im puede percibir. Allí van muchas de las flechas que lanza. Allá, en la lejanía donde se coloca la diana, nada está decidido ni para Im ni para nadie.

A partir de aquel momento y poco a poco, fue mejorando sus marcas y empujando nuevas barreras. Tanto mejoró que un buen día se vio formando parte del equipo nacional de tiro con arco, y eso no lo conseguía cualquiera, ni siquiera viendo como el resto de la gente. Y era un equipo que ganaba muchas competiciones internacionales, porque su país arrastra una larga tradición en este deporte.

Im comenzó a sumar victorias importantes. Llegó a obtener cuatro títulos mundiales y otras tantas medallas de oro en los Juegos Asiáticos, el equivalente a los campeonatos de Europa para los de este lado del planeta, y con su equipo también consiguió la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 y de Pekín 2008.

La vida había vuelto a sonreír. Tenía el respaldo de todo un país, la admiración oficial de los dirigentes del deporte surcoreano, las sabias palabras de su padre resonando en sus oídos, el recuerdo de los duros tiempos vividos pero superados y ahora, en el año 2012, acudió con sus compañeros a la cita olímpica de Londres. No podía ver como los demás, pero ¿qué importancia tenía esto?

Cuando todavía no se había encendido la llama olímpica, participó en las pruebas preliminares de clasificación, que siempre se realizan un poco antes de comenzar oficialmente los Juegos. Con 26 años, Im Dong Hyun se plantó en los noticiarios de todo el mundo. En las pruebas clasificatorias, ¡había batido el récord del mundo!

Im Dong Hyun estableció una nueva plusmarca mundial en la modalidad de 72 flechas, con 699 puntos, una disciplina que exige darle a un blanco a 70 metros, preferentemente a un círculo de 12,2 centímetros de diámetro… No fue casualidad, pues acertó no una vez, sino muchas. Casi todas. Un 97% de eficacia. Insólito.

Su plusmarca fue la primera de Londres 2012.

Y en el reino de los ciegos, el arquero fue el rey.

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