Historia — 31 de mayo de 2020 at 22:00

Isla de Ellis: las puertas del cielo

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Isla de Ellis: las puertas del cielo

Las puertas del cielo* existen, y están en Nueva York. Al menos, eso es lo que pensarían los emigrantes que accedieron al sueño americano a través de la isla de Ellis entre 1892 y 1954. Perseguidos por su religión, líderes sociales o políticos acosados, buscadores de trabajo, familiares, aventureros, bohemios, oportunistas… hasta 12 millones de emigrantes entraron en los pujantes Estados Unidos a través de Ellis Island. Por eso las instalaciones que todavía se conservan en esta isla son algo más que un simple control de fronteras.

Este lugar, patrimonio de la humanidad por la Unesco desde 1984, sirvió como zona de tránsito o de rehabilitación durante una historia relativamente corta pero interesante (desde 1892, cuando se inaugura la primera estación de inmigración, hasta que cierra sus puertas con este fin, definitivamente, en 1954). Se ha calculado que más de la mitad de los actuales estadounidenses descienden por vía directa de esos inmigrantes que lo primero que vivieron de América fue esta isla. Algunos, los menos, fueron obligados a volver [1] . Pero todos ellos pisaron tierra allí, con sus sueños, anhelos y esperanzas. Sin lugar a dudas, todo ese proceso fue dejando su huella en lo que aún resta de este centro de atención. Algo que no cuesta mucho percibir al viajero a poco que transite este camino con las antenas del alma bien desplegadas.

Aunque en la actualidad la forma más común de visitar los Estados Unidos de América comience por uno de los aeropuertos de Nueva York, la mayor parte de los que esto hicieron en los últimos doscientos años avistaron la tierra americana desde la borda de un buque. A la línea del horizonte se añadió, en 1886, la Estatua de la Libertad, en la época en que los neoyorquinos comenzaron a ver cómo se levantaban los primeros rascacielos. Gestionada como un Parque Nacional, la estatua suele visitarse junto con las instalaciones de la isla de Ellis, cuya profunda restauración ha permitido la apertura al público de su hospital como Museo de la Inmigración, entre los más de treinta edificios presentes.

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El recorrido usual para el viajero consiste en un ferry que normalmente le deja primero en la visita más convencional a la Estatua de la Libertad por la mañana, para posteriormente navegar la corta distancia que separa a este coloso de bronce en Liberty Island del islote adquirido por Samuel Ellis en 1770 (de ahí su nombre), y que acabó en manos federales en 1808.

Inspección de viajeros

La llegada de los barcos, repletos mayormente de personas ansiosas por empezar una nueva vida, se realizaba a través del canal que separa Brooklyn de Staten Island, al suroeste de Manhattan. La nave era allí detenida y los doctores realizaban una primera inspección para descartar casos evidentes de tifus, fiebre amarilla o viruela, siendo los afectados trasladados al hospital de Swinburne Island, mientras el resto de pasajeros desembarcaba en la cercana Hoffman Island para la cuarentena.

Las afortunadas tripulaciones que no llevaban a bordo ninguno de estos casos navegaban hasta detenerse en la zona más estrecha, donde oficiales de inmigración inspeccionaban a los pasajeros tanto de primera como de segunda clase mientras dirigían el buque hacia los puertos del río Hudson. Una vez atracado, los viajeros que habían pasado la inspección desembarcaban (es decir, primera y segunda clase), mientras que los viajeros de tercera que pisaban por primera vez territorio americano se transferían en ferris a la isla. Una vez aquí, se sometía a los recién llegados a otra revisión médica y a una de carácter legal, de cerca y más minuciosa, para obtener la definitiva admisión a los Estados Unidos.

Las largas filas de los pasajeros de clases inferiores eran recorridas por oficiales médicos a la búsqueda de algún síntoma que delatara enfermedad. Se ha escrito mucho sobre el sobrenombre que la isla de Ellis tenía, «Isla de las Lágrimas», y que, según se dice, se debía al maltrato recibido por los viajeros de tercera clase. Aun pensando en ese maltrato, y aceptándolo en una época en la que las condiciones de vida eran mucho más duras que las actuales, entender el dolor como única explicación de las lágrimas es no comprender las lágrimas que generan un sueño cumplido. Tras cincuenta y cinco años esperando conocer Norteamérica, el viajero no se extraña de que esas mismas lágrimas se asomaran a sus ojos la primera vez que tomó contacto con su América profunda.

De entre las enfermedades más perseguidas se señala el tracoma, una infección ocular por clamidias inexistente en América y muy difícil de curar. Pero también se andaba a la caza y captura de sarampión, tuberculosis, escarlatina, difteria y cualquier enfermedad tropical importada desde el lado opuesto de la Tierra. Si cualquier hombre, mujer o niño era sospechoso de estar enfermo, se marcaba con una cruz de tiza para un examen aún más a fondo. Si no, se pasaba a la inspección «legal». Los enfermos podían volver a la fila general una vez considerados como sanos, ser hospitalizados en el mismo edificio que hoy actualmente se visita, o bien devueltos a sus hogares de procedencia, rompiendo en mil pedazos un sueño de quizá pacientes años de espera. Todo fuera para conseguir la posibilidad de este nuevo comienzo.

La siguiente entrevista consistía en una serie de preguntas de índole personal para determinar que el sujeto a desembarcar en territorio norteamericano no era un peligro social. En el gran salón, los inspectores preguntaban a los inmigrantes su nombre, su ciudad de origen, su profesión, destino y el total del dinero con el que viajaban, así hasta 31 preguntas en total.

Las imágenes de Hollywood nos tienen acostumbrados a las grotescas situaciones que allí se darían, cuando el oficial estadounidense, incapaz de entender el polaco, el serbio o el ruso siberiano cambiaría el nombre de la familia emigrante, acertaría tarde y mal con el motivo de su visita o simplemente recopilaría en un imaginativo historial totalmente inventado el archivo del nuevo ciudadano y de su familia con tal de quitárselo cuanto antes de enfrente. Total, con demostrar que no se estaba loco y que no se exhibían conductas demasiado agresivas, bastaba para formar parte de esa sociedad multirracial, babeliana y caótica en cuya diversidad radicaba precisamente su fuerza. Aquellos que no se explicaban bien, o que no eran bien entendidos, y que no gustaban a primera vista, sufrían un interrogatorio más a fondo, en el que se solía llamar a amigos y parientes que respaldaran al interrogado. Si no surgían nuevas dudas, el hombre o mujer sujeto de las pesquisas era, finalmente, admitido.

Prevención médica

Durante el tiempo que enfermos, infectados, convalecientes, posibles psicópatas y sospechosos en general pasaban en la isla, poseían un nivel bastante elevado de autonomía, y probablemente deambularan por las orillas contemplando a muy poca distancia la ciudad que cristalizaba sus sueños. El viajero puede atisbar entre los ventanales del gran edificio del hospital que hoy le recibe el pesar de tantos y tantos ojos condenados a la incertidumbre, o los corazones rotos de aquellos que sabían que nunca llegarían a alcanzar su sueño. En el ambiente diáfano del gran salón del hospital todavía flota una nube como de emoción contenida, de respeto hacia el heroísmo de los que aquí llegaban, de homenaje impalpable a tantísimos seres humanos que vivieron quizás el momento más importante de sus vidas.

En ocasiones, familiares de los visitantes acudían desde Manhattan a la hora en la que se esperaba que el tránsito de sus allegados tenía lugar. «Muchas de esas personas no habían visto a las que habían venido a recoger desde hacía varios años» (recoge un testimonio expuesto en un póster). La tradición dice que el nombre que se le daba al lugar del encuentro se llamaba la Puerta de los Besos (Kissing Gate en el original). Todavía podemos recrear algunas de las situaciones mediante la laboriosa recopilación que los restauradores han hecho no solo en el plano arquitectónico, sino también histórico. «Yo vi a este hombre acercarse y era guapo. No sabía que era mi padre… Más tarde me di cuenta de por qué me parecía tan familiar. Se parecía muchísimo a mí… pero todo ello era porque me encontraba con él por vez primera. Y entonces le quise con amor y él me quiso a mí…» (Katheryne Beychok, judía inmigrante en 1910 entrevistada en 1985).

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La mejor vista del salón se obtiene desde la planta superior, donde una pasarela rodea el espacio central de la planta baja. Una foto muy interesante muestra el interior del edificio antes de la restauración. En ella, en blanco y negro artificialmente envejecido, puede verse el gran salón vacío, solitario, desprovisto de vida y abandonado a su suerte. El edificio que recibe hoy al viajero es distinto, y su remodelación le descubre un edificio amplio y luminoso, donde la cubierta de azulejos color crema y el suelo de madera convierten al lugar en un edificio señorial, imponente. Casi familiar, casi acogedor.

Lo que muy poca gente sabe sobre este edificio, el Gran Salón del Hospital de la Isla de Ellis, es que posee un padre español. Rafael Guastavino Moreno, el arquitecto que lo diseñó, era un valenciano nacido en 1842, y que falleció en Estados Unidos en 1908. Hombre polifacético, desde 1881 trabajaba ya como arquitecto en Nueva York, donde alcanzó el éxito a partir de la utilización de una patente, un sistema de bóvedas derivado de la construcción mediterránea tradicional de Valencia y Cataluña, conocido como bóveda tabicada, de ladrillo plano o «Gustavino system», que fue usada no solo en este edificio, sino en otras emblemáticas construcciones norteamericanas (incluyendo la estación fantasma de City Hall, en Manhattan). Quizás sea por ello, piensa del viajero, que lo que ven sus ojos, este aire, esta luz, le resulta familiar.

La huella humana no solo consiste en una histórica recolección de impresiones. El complejo de la isla de Ellis albergaba muchísimas otras instalaciones para acoger y restablecer los males de cuerpo y espíritu de aquellos viajeros de tercera clase que, por una razón u otra, tuvieron que esperar aquí. Pobres diablos a los que se les intentó hacer la vida lo más cómoda posible, por lo que el viajero duda de que la recepción norteamericana en aquel entonces fuese tan severa o cruel, y al menos, mucho mejor que la que hoy esperan los actuales inmigrantes que siguen acudiendo a Estados Unidos para probar suerte y fortuna.

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Cuando la estación de inmigración fabricada en madera de la isla de Ellis ardió en 1897, las nuevas cuatro estructuras que se pensó en levantar serían diseñadas en ladrillo, en un estilo renacentista francés: cocina, lavandería, sala de máquinas y lo que hoy puede visitarse, el Hospital General. A todos estos se fueron añadiendo nuevos edificios con distintas funcionalidades. El viajero puede hacerse una idea de cómo transcurría la vida en este lugar a poco de visitar detenidamente la exposición que se ofrece.

Ventanas, balcones, terrazas, jardines y porches conferían a este edificio luz y aire, para hacer este hospital más saludable, y para continuar alentando el sueño, que estaba más cerca de ser alcanzado. Algunas de las mejores vistas de Manhattan se logran desde aquí, y no es difícil imaginar a muchos de los pacientes alimentando su sueño con el skyline de Nueva York [2] .

La isla de Ellis conjuntaba con un Centro Postal, desde donde los inmigrantes podían escribir a sus conocidos, si tenían la suerte de tener alguno en el continente. Se conservan muchos de estos telegramas, así como las monedas y los billetes procedentes de todas partes del mundo que fueron usados para pagar este servicio y otros en la isla de Ellis, como la compra de comida, para pagar un café o una copa, o incluso adquirir un billete de tren.

En la exposición podemos ver algunos de los sistemas que se utilizaban para evaluar la salud mental. Numerosos test de montaje de elementos de madera, símbolos gráficos y representaciones servían para descubrir a los « mentally deficient» con mayor o menor fortuna. Hay que tener en cuenta que, en todo este proceso, el personal americano que atendía solía ser bastante respetuoso, y mostraba la paciencia necesaria de quienes atienden a aquellos con los que no comparten un mismo idioma. A veces, un familiar o un conocido ayudaba en las traducciones. Las situaciones en las que se demostraba una y otra vez que la búsqueda de un futuro mejor ya era suficiente prueba de estar perfectamente sano se sucedían unas a otras. «Ellos nos hicieron muchas preguntas: ¿cuánto es 2+1?, ¿cuánto es 2+ 2? Pero a la próxima chica joven, también de nuestra ciudad, que estaba con nosotros, ellos le preguntaron: ¿cómo limpiaría unas escaleras, desde lo alto de un edificio hasta la planta baja?». A lo que la avispada chica contestó sin cortarse un pelo: «Yo no he venido a América para lavar escaleras». Lo dicho, mentalmente sanos (testimonio de Pauline Notkoff, judío polaco emigrado en 1917, entrevistado en 1985).

Trato humano para todos

Resulta conmovedor contemplar los restos y enseres personales de aquellos seres humanos. El viajero recorre con la mirada la exposición, y entre fotos de un ala de hospital inmaculadamente limpio, sorprende una venerable silla de ruedas de madera «último modelo», con la que la mayoría de los pacientes serían la primera vez trasladados de un sitio a otro. La profesionalidad de este hospital llegó a ser ejemplar, y las ratios de mortandad bajas y comparables a las de los mejores hospitales de la época. A veces, mejores. Sin embargo, esos datos abruman. El número de muertes registradas desde 1900 reflejan el fallecimiento de 3500 personas en la isla, incluyendo más de 1400 niños. Todos ellos recibieron sepultura, ya fuera por parientes, amigos o asociaciones caritativas. Pero en la otra cara de la moneda, 355 bebés nacieron como americanos en Ellis Island.

Los niños y niñas, ya nacidos, ya inmigrantes, recibieron un trato exquisito en general. Hubo escuela, juegos y concursos, festejos… Cada mañana, recuerda Donald Roberts, emigrante procedente de Gales que en 1925 arribó a la isla, un hombre vestido de blanco y empujando un carro de acero despertaba a la chiquillería con leche caliente. Era el «Good Humor Cart», el carro del buen humor, que atraía a los niños y a las niñas mediante un silbato o sonando una campana. Estos, diligentes, formaban una línea y esperaban ansiosos su ración sosteniendo entre sus manitas los, quizás, primeros vasos de papel fabricados en el mundo. «Eso es algo que se me quedó grabado», comentó Mr. Roberts en 1985.

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«Nosotros teníamos cereales para el desayuno, y yo no sabía lo que eran, con esa azúcar marrón por encima, ya sabes. Yo no me atreví a comerlos, así que lo puse en el pretil de la ventana y dejé que los pájaros se lo comieran» (Oreste Teglia, inmigrante italiano, 1916).

Todo eso ha quedado atrás, aunque no olvidado. El viajero tendría muchísimas ocasiones en las que sorprenderse por el extremo respeto y cuidado con el que el pueblo norteamericano trata a su pasado. Quizás porque lo que escasea se valora más; en Estados Unidos, cualquier cosa con más de setenta y cinco años se considera un artículo histórico. Es admirable la veneración que le tienen a su corta historia. La restauración con la que los edificios de la isla han vuelto a la vida ha conseguido recuperar también los detalles más humanos de esta odisea moderna. A punto de salir, el viajero rinde silencioso homenaje a un trozo de pared recuperado del edificio original. En ella todavía se pueden leer las firmas, interpretar los dibujos, contemplar las manos delineadas de algunos hombres y mujeres que no hace tanto tiempo buscaban, en la isla de Ellis, lo mismo que todos nosotros día tras día, allá donde nuestra vida transcurra: un Mundo Nuevo.

(*) La puerta del cielo es también el título de una película dirigida por Michael Cimino en 1980, de gran controversia en EE. UU. por atacar las raíces fundamentales del «sueño americano»; fue, además, un fiasco en la taquilla, y llevó a la productora del film a la bancarrota.

 


[1] Apenas un 2% fueron rechazados del total de aspirantes a entrar. En aquel entonces, Estados Unidos tenía los brazos más amplios…

[2] Aunque esto no resultara demasiado higiénico ni saludable. Cuentan que Nueva York era percibida horas antes de ser avistada por el olor a brea, hollín, humo, carbón y petróleo que emanaba la ciudad, mucho antes de llegar a verla en el horizonte.

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