Sociedad — 30 de junio de 2020 at 22:00

Pandemia

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Pandemia

Hay momentos en la historia en que se producen giros que podríamos interpretar como goznes que cambian el sentido de la vida. Esta pandemia, generada por el virus Covid-19 (Coronavirus ), que se ha extendido a lo largo de todo el planeta, va seguramente a generar un cambio radical en nuestras próximas costumbres. Sería un grave error no tomar conciencia de la necesidad de evaluar nuestros futuros comportamientos extrayendo una enseñanza de esta dolorosa experiencia.

La distopía parece haberse encarnado en nuestra realidad cotidiana y el film Contagio, de Steven Soderbergh, estrenado en 2011 y protagonizado por Matt Damon, relata, desde la ficción, la misma realidad que hoy nos ha tocado vivir. No deja de ser extraño que esta película se haya basado en una obra publicada en 1981 por Dean Koontz, Los ojos de la oscuridad (The eyes of darkness), en la que se cuenta que un virus extremadamente mortal surge en un laboratorio, como una «poderosa arma biológica», en la ciudad de Wuhan, al que se le bautiza como «Wuhan-400». Es curioso que el Coronavirus haya surgido en la ciudad china de Wuhan, capital de la provincia de Hubei, y ha extendido su contagio, en muchos casos letal, por todo el planeta.

Quisiera comentar, en primer lugar, que nos estamos percatando de que las fronteras entre los Estados, sobre las que tanta sangre se ha derramado en defensa de los estériles nacionalismos, ahora son violadas por un agente invisible como este virus. Esto nos ha demostrado que esas fronteras no existen y que la pandemia se extiende sin consideraciones geográficas, culturales o sociales. Todos somos vulnerables sin excepción. En esas mismas fronteras hemos discriminado a seres humanos a los que, huyendo de la pobreza, del hambre y de las guerras no les hemos dejado entrar a una Europa-fortaleza, creyéndonos superiores a todos. Este virus nos ha demostrado que deberíamos haber sido más humanos. Ahora somos nosotros los perseguidos por una fuerza invisible que nos recluye y nos mata.

En segundo lugar, con esa misma soberbia con la que actuamos mirando hacia otro lado frente al dolor de los otros, tampoco hemos tenido la menor contemplación en deteriorar el planeta en el que vivimos. Lo hemos contaminado, lo hemos sumergido en plásticos y basura, hemos esquilmado sus bienes naturales, hemos quemado los bosques y nos hemos reído del cambio climático. Este virus nos ha vuelto a demostrar que con las leyes de la naturaleza no se juega y que toda mala acción tiene una reacción en sentido contrario igual de mala, pues un virus que ha nacido probablemente en algún laboratorio o por la imprudencia de algún ser humano, como resultado de buscar alimentos en seres vivos que nosotros mismos hemos contaminado, se está expandiendo por todos los continentes haciendo estragos en los seres humanos más vulnerables.

En tercer lugar, esta pandemia nos está enseñando que todos sin excepción deberíamos generar una responsabilidad individual y colectiva que nos recuerde que el bien del otro es también nuestro propio bien, que lo que siempre hemos poseído se puede desvanecer en un abrir y cerrar de ojos. Este encierro, al que nos hemos sometido todos para evitar los contagios, nos está haciendo abrir los ojos y comprender la importancia del abrazo fraterno. Este aislamiento resulta terapéutico para aprender a conocernos a nosotros mismos en la soledad y la introspección. También para valorar nuestro entorno, a nuestra familia, a nuestras amistades, a nuestros seres queridos.

¿Qué conclusiones podemos recabar del dolor de esta pandemia?

En primer lugar, que cuando la pandemia haya remitido ya no seremos iguales, que nuestros comportamientos habrán cambiando y que, si no lo hacemos, habremos cometido otro error imperdonable. El dolor tiene que ser un vehículo de conciencia para darnos cuenta de que «todos somos uno» y que el dolor del otro es también nuestro dolor. No puedo imaginar cómo será el mundo después de esta pandemia, pero quiero desear que sea mejor y que todos hayamos aprendido a no parapetarnos en fronteras que en realidad son una ficción geográfica y que hemos visto como se diluyen con un enemigo invisible.

En segundo lugar, será necesario que aprendamos a cuidar y respetar el planeta en el que vivimos. Pensemos que, aposentados en su costra planetaria, giramos alrededor del Sol, pero que, en la cotidianeidad durante la que se desarrolla nuestra existencia, vamos perdiendo la noción de que estamos viviendo sobre un cuerpo celeste que gira de acuerdo con las leyes del universo. Ese olvido ha resultado muy nocivo, pues ha hecho no solo que despreciemos la salud del planeta Tierra, sino que también ahora, en la ambición desmedida de dominar los recursos naturales, estemos mirando con avidez a los otros planetas del sistema solar y a los asteroides. Parece que no tiene límites nuestra codicia. Deberemos darnos cuenta de que todo este desatino se paga, que todos estos errores tienen un precio que, lamentablemente, hoy por hoy, estamos pagando con vidas humanas.

¿Cuánto tiempo vamos a necesitar todavía para aprender que «con las leyes del universo no se juega»?

El contacto humano

En tercer lugar, encerrados en nuestras casas, que es lo que debemos hacer para evitar la propagación de un virus que posee una increíble rapidez de contagio como es el Covid-19, nos hemos percatado de muchas cosas que hemos perdido, entre ellas el contacto humano. No hay nada más didáctico que perder algo para valorar su falta y darnos cuenta de que hemos vivido sin percatarnos de lo que poseíamos.

Ante esta pandemia estamos obligados a comunicarnos por medios virtuales y nuestros abrazos son también virtuales, por lo que hemos vuelto a añorar el abrazo carnal. Cuando todo esto haya pasado, deberíamos desarrollar lazos más fraternos y ampliar nuestro concepto de alteridad, puesto que nadie puede completarse en reclusión, pues todos necesitamos de todos en un mundo colectivo que se apoya en la aldea global. La sociedad materialista y consumista que hemos desarrollado se ha olvidado de los individuos, y nos relacionamos en términos económicos, y así nos ha ido y nos va: el virus no respeta a nadie y no discrimina por la condición social, ni la condición cultural, ni la condición económica, todos caen sin conmiseración bajo su yugo.

En el futuro vamos a tener que desarrollar una conciencia de corresponsabilidad, que nos permita trabajar codo con codo; de lo contrario, es probable que vuelvan otros virus más letales aún. El dolor que ha producido esta pandemia debería hacernos reaccionar.

En estos días, la obra La peste, de Albert Camus, que fue publicada en 1947, ha vuelto a ser nuevamente citada en numerosas intervenciones y se está convirtiendo en una metáfora rediviva que nos recuerda que una epidemia nos hace reflexionar sobre nosotros, sobre nuestros valores morales y, en especial, sobre el tiempo. Nos dice Camus: «Solo una cosa había cambiado para ellos: el tiempo, que durante sus meses de exilio hubieran querido empujar para que se apresurase, que se encarnizaban verdaderamente en precipitar; ahora que se encontraban cerca de nuestra ciudad, deseaban que fuese más lento, querían tenerlo suspendido…».

En definitiva, esta reclusión en nuestras casas, necesaria y oportuna, nos está ofreciendo otra dimensión y comprensión de eso que llamamos «el tiempo». Minuto tras minuto podremos ir comprendiendo en nuestra introspección el valor de nuestras horas y la importancia de viajar junto con el resto de los seres humanos en la sugestiva e interesante experiencia de este «viaje de la vida» que hacemos con el resto de la humanidad, pues, como nos recuerdan los sabios orientales, «vosotros, los occidentales, tenéis los relojes; nosotros, en cambio, tenemos el tiempo».

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