Arte — 1 de febrero de 2012 at 00:02

Recordando a Mahler

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Se iban a iniciar los años sesenta cuando los españoles descubrimos a Mahler. Yo lo escuché por primera vez en el VI Festival de Música y Danza de Granada (1957), asistiendo al ensayo matinal de su Cuarta Sinfonía en el Palacio de Carlos V. Mi hermana y yo nos habíamos unido al grupo de estudiantes que venían de Madrid capitaneados por el Padre Federico Sopeña, primer musicólogo especialista en Mahler en España, deseosas sobre todo de aprender escuchando los sabios comentarios que hacía el “Pater” (así le llamaban) al grupo de los suyos y entablando una amigable y fructífera relación con todos ellos que aún perdura.

Este primer regalo mahleriano al público granadino nos lo hacía aquella memorable mañana del 26 de junio el tan llorado por su prematura muerte unos meses después Ataúlfo Argenta, que dirigía a la Orquesta Nacional, con Victoria de los Angeles como solista. La personalidad arrebatadora del director y la dulzura inimitable de la soprano ofreciendo, en el lied del último movimiento, esa visión tan peculiar e ingenua de la vida celeste a los ojos de un alma infantil con que se cierra la obra, nos dejaron a todos sobrecogidos. Luego hemos sabido que la infancia y la muerte, el cielo y la vida eterna, aparecen en la obra de Mahler  como temas recurrentes que marcaron su vida desde la niñez. Con aquella versión extraordinaria que hicieron nuestros grandes intérpretes de su Cuarta Sinfonía, Mahler quedó ya para siempre instalado en nuestros corazones. La Cuarta es quizá la más popular que, junto con la Primera, conocida como “Titán”, y la bellísima “Canción de la Tierra”,  fueron las composiciones más conocidas e inicialmente aceptadas por el gran público en los conciertos de aquellos años. Eran las obras que se vinculaban entonces casi en exclusiva al nombre de Mahler, un músico prácticamente desconocido para la mayoría del público asistente a los conciertos, que lo vinculaba despectivamente a la “música contemporánea”, tan rechazada por los aficionados de entonces.
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Ataúlfo Argenta fue siempre muy querido en Granada y asistía puntualmente todos los años al Festival. Para los que lo conocimos,  no era lo mismo verlo actuar por la mañana, campechano y en mangas de camisa trabajando, ensayando y repitiendo con infinita paciencia una y otra vez cada frase o pasaje con los profesores de la orquesta, que verlo luego con su pajarita y una impecable americana blanca charlando con todos y asistiendo encantado a los conciertos de por la tarde, como un espectador más, en el Patio de los Arrayanes o el de los Leones. Luego, en la sesión de la noche, lo veíamos tenso y serio dirigiendo la orquesta desde el podium, incrustando su esbelta figura entre las columnas del Palacio del Emperador. Fueron días y noches realmente inolvidables aquellos vividos en los mágicos escenarios de la Alhambra, descubriendo nuevas músicas y alimentando los más  íntimos deseos de nuestra alma de contemplar y gozar de tanta belleza en estado puro.
Personalidad de Gustav Mahler (1860-1911)

Mahler, del que el año pasado celebramos el 150 aniversario de su nacimiento y en éste 2011 el centenario de su muerte, es una figura extremadamente compleja como todos sabemos. Desdichado y feliz a la vez, dionisíaco en sus arrebatos y apolíneo por su elegancia y rigor dirigiendo la orquesta, genio de la composición y buscador incansable de nuevos caminos en la música, su personalidad fue siempre arrebatadora. Leonard Bernstein compara su figura con la de Beethoven, otro titán de la música, afirmando que si éste fue “el último clásico” que dio paso al romanticismo, Mahler se puede considerar del mismo modo como “el último autor romántico” y uno de los primeros que iniciaron el llamado “período moderno”.

Desubicado e incomprendido en un mundo que se derrumbaba presagiando terribles guerras, y en el que el músico era víctima de continuos rechazos, Mahler afirmaba que era considerado “un bohemio en Austria, un austríaco entre alemanes y un judío en todo el mundo”, frase que se ha hecho famosa por haber sido recogida por su esposa Alma en sus escritos refiriéndose a la condición de “tres veces apátrida” con que el músico se reconocía a sí mismo. El solo hecho de ser judío y proceder de Bohemia,  zona periférica del Imperio Austro-Húngaro, agravaban las incomprensiones de que siempre fue objeto, pero la verdad es que, escuchando su música, no pocas veces se podría pensar que no era sólo eso. Al igual que en Beethoven cuando escribió su célebre Testamento de Heiligenstadt, había en Mahler algo mucho más profundo en ese sentimiento de desarraigo que ambos compartieron. En medio del ambiente hostil que le rodeaba, en un tiempo en el que la soledad, la intemperie de unas ideologías sin certezas, de falta de ideas claras, le hacía buscar desesperadamente en sus composiciones algo más espiritual y duradero que pudiera satisfacer sus anhelos más íntimos, Mahler se sintió, como Beethoven un siglo antes, un adelantado a su tiempo.

“Mi tiempo aún no ha llegado” afirmaba, seguro de sí mismo, cuando se sentía despreciado por los críticos y directores, con la certeza de que algún día llegaría a ser reconocido. En efecto, con el paso de los años su valoración fue, y sigue siendo, cada vez mayor, al punto que hoy, un siglo después de su muerte,  el mundo se ha volcado en celebraciones y homenajes a lo largo de todo este año. Leipzig, entre otros muchos lugares,  ha resaltado la importante vinculación del compositor con la ciudad , organizando un Festival Internacional de dos semanas en el que se han interpretado la integral de sus sinfonías, y una auténtica constelación de estrellas entre orquestas, solistas y directores han motivado un masivo peregrinaje a la ciudad alemana de aficionados de todo el mundo. Leipzig, donde compuso su Primera Sinfonía, acogió durante casi dos años al joven Mahler, entre 1886 y 1888, y fue para él una etapa decisiva en la que no sólo se consolidó como director de orquesta, sino que propició que se afirmara definitivamente su vocación de compositor, de la que a veces él mismo todavía dudaba. En Leipzig habían vivido Bach, Mendelssohn y Schumann, y era fácil impregnarse de música viviendo allí y paseando por sus calles, pero los de Mahler eran otros tiempos. Era la época de las ideologías fanatizadas, de la revolución industrial, de la incipiente luz eléctrica, de los tranvías y los nubarrones nacionalistas que resquebrajaban imperios. Fueron tiempos de grandes cambios: se pasó de la artesanía a la producción en serie, de la economía rural a la industrial, y hasta de la tonalidad a la atonalidad. Europa vivía sus últimas horas de calma antes de la gran tormenta y era normal que una música tan intensa, que fusionaba la felicidad y el dolor, la nostalgia y la tristeza con la alegría y la esperanza, no fuera suficientemente escuchada y comprendida. El público vivía muy distraído, no estaba preparado aún y no podía entender en toda su dimensión la profunda grandeza de la música de Gustav Mahler, un músico cuya obra constituía un formidable esfuerzo por captar los aspectos más misteriosos e inquietantes de la existencia humana. Pero ahora ha llegado su tiempo y no ha sido sólo Leipzig. Todas las ciudades por donde pasó el músico le han rendido en este año un sentido homenaje y el eco de su centenario ha llegado a todos los lugares del mundo en estos dos años de conmemoraciones.

Mahler fue realmente un titán, un trabajador incansable. Era elegante y magnético lo mismo con la batuta que en su vida cotidiana. Los músicos de la orquesta le admiraban y seguían, y la gente de la calle se volvía para mirarlo porque  llamaba la atención su figura delgada y pálida, pequeño de estatura, de pelo muy negro, rostro alargado y frente despejada, un perfil típicamente judío, con una expresión a la vez dolorosa y burlona, pero con un atractivo muy especial en sus ojos que, tras los cristales de sus pequeñas gafas, brillaban de forma extraordinaria con el misterio de su mirada profunda y soñadora. Llevar sus dudas, esas incertidumbres tan presentes en la literatura de su tiempo, a la música, y en un campo tan explotado como la sinfonía y la canción, fue una tarea ímproba que llenó de sinsabores la existencia del compositor. Toda su vida anduvo buscando nuevas dimensiones a la música sinfónica y una mayor expresividad  sonora a las poesías que le eran tan queridas, luchando hasta lo indecible para hacer de su obra un legado extraordinario del que el mundo sólo ha tomado conciencia en los últimos años.

Afortunadamente, y aunque nunca llegó a estar seguro de haber encontrado el mejor camino, pudo sin embargo conservar su lucidez, a pesar de que las tensiones tremendas a las que se vio sometido, pudieron haberle conducido a las tinieblas del espíritu como a tantos contemporáneos suyos. De ahí la enorme diversidad de sus sinfonías, el caos de ideas y sentimientos y esa mezcla a veces desconcertante de lo sublime y lo vulgar, de lo ingenuo y lo sofisticado que respiran sus canciones. En Mahler pesaba aún la herencia barroca y había bebido tanto en las fuentes de la gran sinfonía romántica desde Beethoven a Brahms, como en la enorme riqueza y expresividad de los lieder de Schubert, de las canciones populares y las poesías románticas. Su obra  es por tanto el resultado de una gran tradición alemana que él recoge y reelabora, introduciendo en sus composiciones el nuevo e inquietante ambiente que le rodeaba de inestabilidad religiosa y política, junto con el dolor personal y la desolación por la muerte de tantos seres queridos como le fue arrancando la vida. Todo ello lo hizo mezclando sabiamente lo popular y lo cotidiano con las técnicas e innovaciones más avanzadas  en la composición orquestal, un mundo en el que todo tenía cabida y en el que fue un verdadero maestro. Sus sinfonías son casi todas largas porque no podían ser de otro modo. Por algo el escritor Thomas Mann se dirigió a Mahler en cierta ocasión con estos términos: “Es usted el hombre que expresa en su mayor profundidad y en su forma más sagrada el arte de nuestro tiempo.”

 

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