Historia — 11 de diciembre de 2007 at 17:26

El sueño de Guidarello

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Hace quinientos años que duermo en Ravenna. Estoy tan cansado… Fue tan dura la batalla…

Mi nombre es Guidarello. No os contaré cómo peleé, cómo conduje a mis hombres a la victoria, porque todas las historias de guerra se parecen. Hay hombres que empuñan su espada, que combaten tras sus pendones, que matan y que mueren. Que gritan, heridos, hasta que la muerte compasiva los acoge. No hay lugar para el pensamiento, si lo hubiese todos nos volveríamos locos. Sólo hay polvo, ruido, miedo. Hay fuego en el alma que esconde el cansancio del brazo que maneja la espada. Hay derrotas. Hay victorias.
Hay cansancio, sí. Un cansancio espantoso que llega luego, cuando todo acaba, cuando de repente caes en la cuenta de que te rodea el silencio.
El silencio de los muertos.
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Y das gracias a Dios porque tú no eres uno de ellos. Envainas tu espada. Te unes a los tuyos, miras alrededor buscando a tus amigos, a tus compañeros. Tu ama llora por aquellos que faltan.
Regresas a tu hogar, esperando la próxima batalla. Es la vida del guerrero. Del caballero. Fue mi vida, en la Italia del siglo XV, que no cesó de batallar.
Así fue que no pude llegar a viejo. No me fue concedido ver crecer a mis hijos, conocer a los nietos que perpetuaron mi apellido. Una batalla fue para mí la decisiva.
Apenas puedo recordarlo: primero el hielo de la hoja de una espada en el pecho, luego el fuego de la sangre que se agolpa en la herida y brota incontenible. El dolor, un dolor insoportable, como si el león de mi armadura se hubiese vuelto contra mí y me estuviese devorando.
Y después, el cielo que se vuelve negro, y el silencio que lo cubre todo, incluso acallando mi grito.
El sueño invencible. Y por fin el descanso. El no sentir.
Nunca más sentí nada.
Oh, sí: sentí, después, cansancio. No puedo abrir los ojos, porque les han hecho mármol, como al resto de mi rostro, como a mis labios entreabiertos que no pueden llamar a los que amé.
Cansancio de recibir visitas de gentes que pasan ante mi tumba, aquí, en Ravenna, y me miran sin entenderme, sin conocer mis batallas, sin saber nada de mi vida. Sólo soy para ellos una hermosa estatua yacente. Un antiguo caballero que murió en una olvidada batalla. El retrato de un hombre del que ya no quedan ni sus armas, ni su caballo, ni apenas sus huesos.
Recordadme vosotros. Me llamé, me llamo, Guidarello.

 

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