Ciencia — 1 de febrero de 2009 at 19:32

Aquellos locos que quisieron volar

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¡Ah, los monasterios! ¡Esos sitios donde se respira paz, donde la tranquilidad y el silencio apaciguan los ánimos e invitan a la reflexión! Ninguna idea exaltada viene a perturbar la natural contemplación de la Naturaleza.

Entonces… ¿qué hace ese monje subido en lo alto de la torre dispuesto a lanzarse al vacío?

¡Ah, sí! Es Eilmer; algunos le llaman Oliver y estamos a principios del siglo XI, en el tranquilo monasterio de Malmesbury (Inglaterra), donde la brisa del viento se oye por las mañanas y los ruidos de futuros siglos todavía son desconocidos. Aquí solo alzan su voz los animales tempraneros que viven su horario particular, ajenos a las costumbres de los humanos.

A Eilmer le gustaría volar, y cree que puede hacerlo.

Los griegos de la Grecia de hace 2500 años contaban la historia de aquel hábil y famoso constructor que fue Dédalo, capaz de dar forma a importantes edificaciones e inventar diversos artilugios. Una de sus ideas fue la de fabricar dos enormes alas de plumas de pájaro unidas con cera que, acopladas a los brazos de un hombre, permitían volar como las aves. Pero su hijo Ícaro, llevado por las ansias de sentir la libertad de desplazarse en el aire, dejó a un lado la sensatez de su padre, que le había insistido en que no se acercara demasiado al Sol. Cegado por la emoción del momento, olvidó tan necesario consejo, y la cera de sus alas no resistió la cercanía del calor. Deshechas sus alas, se precipitó en el vacío.

¡Quién iba a decir que esta historia iba a tener más puestas en escena a lo largo del tiempo! La imagen de Ícaro volando con sus alas debe de tener una fuerza especial, pues nos llegan noticias de varios pioneros del vuelo libre que, a pesar del final desgraciado del mito, quisieron probarlo por sí mismos.

Tal vez a algunos nos resulte difícil de entender la necesidad de adrenalina que experimentan los practicantes de muchos deportes extremos propios de los tiempos modernos: el paracaidismo acrobático, el puenting, el vuelo en ala delta o parapente en sitios especialmente peligrosos por su orografía, etc. A otros muchos, al contrario, nos puede resultar atractiva la idea de sentir sensaciones lejanas a la seguridad de caminar sobre la tierra (que parece ser el medio de desplazarse más propio que se nos otorgó a los humanos).

Sin embargo, si valoramos los medios de seguridad tan sofisticados que actualmente se ponen en marcha, las técnicas detalladamente estudiadas de las diferentes formas de vuelo y la experiencia acumulada por muchos años desde que el hombre consiguió despegar los pies del suelo, veremos que es un riesgo, sí, pero con un “alto grado de control”.

En comparación, subirse a una torre de 24 m de altura para lanzarse al vacío con la simple compañía de unas alas cubiertas de plumas de ave ajustables en los brazos, sabiendo que nadie lo ha hecho nunca sin matarse (o por lo menos sin tener noticias de ello)… ¿lo haría cualquiera? Probablemente, no.

Pero siempre hubo algunos hombres que iban por libre. Lejos de seguir la tónica general, más bien desafiaban las costumbres y la opinión de quienes les rodeaban. Mientras los cuerdos de su época se empeñaban en que nada que fuera más pesado que el aire podría volar, Eilmer de Malmesbury pretendió que tal vez no fuera del todo imposible que un hombre pudiera mantenerse en el aire.

Y demostró su parte de razón. Algunas magulladuras y algún hueso roto fueron el precio de su aventura, pero durante bastantes segundos, suficientes para desplazarse unos doscientos metros, él voló. Y sobrevivió al intento.

Pero no pensemos que esto fue la peripecia de un loco ignorante que se tiró de una torre como podía haber hecho cualquier otra cosa. No.

Eilmer era un monje benedictino, con una amplia formación. Contaba con conocimientos de astronomía y de mecánica práctica, si hemos de confiar en los pocos datos que han llegado de él hasta nosotros. Sus contemporáneos le conocieron más por haber podido ver dos veces al cometa que hoy llamamos Halley que por su iniciativa voladora. No olvidemos que la abadía de Malmesbury era, en el siglo XI, un centro importante de conocimiento, con la segunda biblioteca más grande de Europa.

Los cuervos que habitan aquella zona utilizan una corriente de aire que se forma entre la colina que corona la abadía y el valle para elevarse a alturas considerables, corriente que debió de ser observada y estudiada por el monje con la intención de aprovecharla en su vuelo.

Tampoco fueron casuales los materiales que utilizó para las alas, ni la estructura que tenían. Estudios modernos llegan a plantear los posibles “fallos” en este primer intento de planear, y le dan la razón cuando él mismo manifestó que hubiera solucionado los problemas de estabilidad añadiendo una cola al diseño aeronáutico, lo que le permitiría controlar mejor la maniobra de aterrizaje. Lamentablemente (o en beneficio de su salud, no lo sabemos), no tuvo la oportunidad de hacer un segundo intento, a pesar de que dedicó mucho tiempo a perfeccionar el sistema para volver a probarlo, pero acató la orden de su abad de no repetir la experiencia.

Ahí quedó la hazaña del monje volador. La contó por escrito otro religioso de la misma comunidad monástica, William de Malmesbury, que es hoy un reconocido historiador de la época medieval inglesa.
Podría parecer que, en principio, nadie en su sano juicio habría tenido la idea de querer probar a volar como los pájaros arriesgando la vida. Y, sin embargo, no fue el primero.

Aunque no se sabe cuál fue el motivo que despertó esta inquietud en Eilmer, algunos investigadores modernos han sugerido la posibilidad de que hubiera tenido noticias de otro valiente pionero en los vuelos sin motor, que había tenido una iniciativa parecida un siglo y medio antes.

Y fue aquí, en España, concretamente en Ronda (Málaga), donde nació un “Leonardo da Vinci” de la corte de los Omeyas cordobeses, en el siglo IX, es decir, seiscientos años antes de que el propio Leonardo apareciese en el mundo para maravillar a los siglos posteriores con su profunda huella de hombre cultivado y sabio. Córdoba era entonces un lugar con un ambiente cultural y científico tan intenso que permitió la aparición de personajes de la talla de Ibn Firnas.

Abbás Ibn Firnas fue un precursor de la aeronáutica, un humanista en el sentido renacentista de la palabra, con una formación integral que abarcaba conocimientos científicos, artísticos y filosóficos. Pasó parte de su vida en la corte de la dinastía Omeya de Al Andalus, situándose la fecha de su muerte, más conocida que la de su nacimiento, en el año 887.

Estudió física, química y astronomía, enseñó poesía en la corte y, entre otros méritos que nos llegan a través de sus contemporáneos, inventó un complejo reloj de agua con el que se podía saber la hora por la noche y en días nublados. Desarrolló la procedimiento de la talla del cristal de roca y perfeccionó la técnica de fabricación del vidrio en los hornos de Córdoba. Creó una esfera armilar para visualizar el movimiento de los astros e introdujo en Occidente las tablas astronómicas de Sindhind, que fueron la base de esta ciencia en Europa durante seis siglos.

Una de las “atracciones” que había creado en su propia casa consistía en un planetario en el que estaban representados los astros y las constelaciones. Mediante ingeniosos mecanismos, había logrado reproducir a voluntad, con efectos sonoros y visuales, distintos fenómenos meteorológicos, como nubes, estrellas, rayos, truenos y relámpagos. Las cuatro paredes así ambientadas creaban un sobrecogedor efecto al que entraba a visitarlas.

No son de despreciar tampoco sus aportaciones en el campo de las letras y la filología, ya que descifró y dio a conocer en Al Andalus la obra oriental “El libro de la métrica”, desconocido en Occidente hasta que cayó en sus manos. Fue poeta y músico, tañedor de laúd y maestro de canto, además de un gran conocedor de las ciencias griegas y orientales.

Por su amplitud de conocimientos, fue conocido entre sus contemporáneos como “el sabio de Al Andalus”.
No es de extrañar que el día que decidió invitar a numeroso público para presenciar un experimento que había preparado durante mucho tiempo, hubiera una concentración de curiosos a los pies de una colina, que algunos identifican con la Arruzafa, en Córdoba. No se le había ocurrido ni más ni menos que lanzarse a planear con unas alas de madera diseñadas por él, recubiertas de seda y plumas de rapaces. Curiosamente, y coincidiendo con el posterior caso de Eilmer, también tuvo un aterrizaje un poco accidentado, lo que le provocó algunas lesiones, y el error principal también estuvo en la falta de una cola que le hubiera ayudado a llegar al suelo más suavemente.

Por desgracia, no se conservan referencias o dibujos del diseño de su primitiva ala delta, y todo lo que podemos hacer sobre él son conjeturas, salvo la certeza de que sucedió tal acontecimiento debido a los numerosos testimonios de la época.

La figura de Abbas Ibn Firnas goza de mucho prestigio en el mundo árabe. No solo ha sido objeto de homenaje a través de estatuas que reproducen su imagen, sino que algunos lugares tan dispares como un aeropuerto en Bagdad o un cráter de la Luna llevan su nombre. También aparece en un sello de Libia y su nombre ha sido elegido para designar un moderno puente sobre el Guadalquivir en Córdoba.

Los precursores siempre son los más valientes, los que rompen moldes, los que desafían “lo que todo el mundo sabe”, los que sueñan con nuevos horizontes, los que sufren la incomprensión de sus contemporáneos y los que ven su nombre redescubierto por la Historia muchos siglos después, cuando la realidad de sus sueños ya es evidente para todos y cuando el mundo vuelve a dirigir su vista atrás, aunque ellos ya no estén, para dedicarles un respetuoso saludo de reconocimiento por abrir nuevos caminos. ¿Cuál será el nombre de aquellos de nuestros contemporáneos que venerarán los siglos posteriores?

 

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