Ciencia — 31 de mayo de 2019 at 22:00

El color como lenguaje de la naturaleza

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En la literatura de todos los tiempos y en el arte medieval –por ejemplo, en Notre Dame de París– se ha representado a la naturaleza como un libro, abierto o cerrado según nuestra capacidad de interpretar su lenguaje. Un lenguaje que para la razón es pura matemática, como diría Galileo Galilei, y que para la sensibilidad es un código donde prima el color.

La geometría de las formas (por ejemplo, la disposición de espacios en la arquitectura) nos ubica frente a la realidad; pero es el color el que tiñe nuestra afectividad y modifica nuestro mundo emocional. Además, la primera sensación, la que primero llega a nuestra conciencia, es la de la vista, y dentro de esta, el color antes que la forma. Por ello en el marketing actual, el primer indicativo es el color: la distribución de zonas de un edificio, los tipos de combustibles que usamos para nuestro vehículo, los identificadores de un cableado eléctrico, el símbolo-color corporativo de un logotipo, etc.; el color es el que abre antes la puerta de nuestra sensibilidad y es por ello de vital importancia en todos los ámbitos de nuestra vida.

En el arte antiguo, los diferentes colores indicaban la presencia de los diferentes estados (tatvas les llamaban en la India) o vibraciones emocionales en el alma de la naturaleza; o bien formaban un código de encriptación de ocultos significados que, ahora, los estudios de iconografía y simbología religiosa están intentando descifrar (por ejemplo, en los jeroglíficos egipcios); o bien un código silencioso conocido por todos, independientemente de la lengua que hablasen (como sucede en la heráldica medieval).

Tanto en el arte azteca como en el budismo mahayana o en el taoísmo chino, los dioses o los estados de la naturaleza son representados por cinco colores: blanco, amarillo, rojo, verde y azul (o negro). En la India, esta misma naturaleza es representada como una cabra tricolor (rojo, blanco y negro) y cada uno de estos colores simboliza, de un modo vivo, las tres tendencias o cualidades (gunas) que rigen todo cuanto está manifestado en el mundo: rojo es el exceso, el color pasional y creador, la cualidad rajas o activa que representa al dios Brahma; la cualidad tamas es figurada como el color negro, que simboliza al dios Shiva, y como tendencia significa la inercia, la destrucción, la pasividad, la quietud y la descomposición; el blanco está asociado a la cualidad satva o Vishnu, el amor y la sabiduría, el poder de conservación: esta tendencia y color, símbolo vivo de lo puro y luminoso significa la justa medida, la armonía, la acción por deber, el ritmo y el equilibrio.

La misma filosofía hindú dice, como la azteca, que la vida es una galería de pinturas, de sucesión de hechos que tantas veces no podemos evitar, pero que nosotros coloreamos con estados de alma (colores) deslucidos, oscuros o vivos y luminosos. Dice también que nuestro pasado es un laberinto de imágenes inmóviles, teñidas por nuestra emotividad, y que desde el inconsciente, presiona y modifica nuestra visión e interpretación del mundo. En otros textos, identifican la vida y la naturaleza entera, como un tejido multicolor donde cada hebra –como en el mito de las parcas griegas o las nornas germánicas–, de un color, es uno de los hilos de nuestro destino.

colores naturaleza 1

Esto es en el arte, en el folclore y en la mitología, pero no solo. Hay un componente cultural en el lenguaje y uso de los colores, y cada pueblo codifica de un modo u otro el significado de estos colores: por ejemplo, el color del luto es el negro en Europa y, sin embargo, en China es el blanco. Pero es evidente que cada color y matiz provoca un estado emocional y que incluso amplifica o retarda una función biológica, aumentando o disminuyendo, por ejemplo, las pulsaciones cardíacas. Y esto tiene un valor universal, es un código de la naturaleza misma, no es convencional, forma parte del lenguaje de la vida, de sus leyes inmutables. Si apuramos la metáfora, y siguiendo antiguas tradiciones herméticas y platónicas, es un lenguaje en que sus vocales son colores puros (principios de vida, alientos divinos) y las consonantes son las formas, los arquetipos de construcción que usa esta naturaleza.

Cuando filósofos como Ortega y Gasset o Miguel de Unamuno dicen que cada paisaje es, en el fondo, un estado del alma, es por cómo en él están tejidos las formas y los colores, y la vibración que estos imprimen en el alma. Hay colores que inspiran y descansan el alma, como el azul del cielo, que sugiere lo infinito; otros, como el rojo, excitan, son como un fuego que quema; otros inspiran confianza, como el amarillo del sol; otros, como el verde, con su infinidad de matices –¿no es, en definitiva, el color de la naturaleza?– detienen en él nuestra conciencia, pero señalan un límite: Goethe, en su Teoría de los colores, dice que «el ojo y el ánimo descansan en este (color) compuesto. No se quiere pasar más allá y no se puede tampoco». Por ello, dice que este color se usa –se usaba, en su siglo, y también, aunque no solo, ahora– en los decorados de una sala de estar.

Sabemos de la vida de una estrella por el color que presenta, los elementos químicos que en ella hay por los colores que fueron absorbidos del espectro de luz; medimos la temperatura de una llama o de un metal candente por los bellísimos colores que irradian; durante la noche priman los colores violáceos y las sombras no son solo grises, sino que tienden, como dijo Goethe, al azul; los dedos de rosa de la aurora nos despiertan a la vida y al día como una madre amorosa; el sol sangra con sus tintes bermejos en el crepúsculo y muestra su exhuberancia, alegría y poder en la luz amarilla del mediodía; en la lejanía, las montañas se tornan azules como si el color del aire fuese, precisamente, azul, un color en que todo se hace serenamente distante; el blanco de las nubes es una promesa del agua que esconden y que va a fertilizar la naturaleza; las mismas flores, con la geometría cónica de sus pétalos y la viveza de sus colores, no solo atraen a las abejas que las van a polinizar, sino que, según ciertos estudiosos, sirven –geometría y color– como pantallas radar que atraen con sus vibraciones (la energía asociada a las formas y a los colores) ciertos rayos cósmicos que, procedentes del cielo estrellado, son necesarios para la alquimia de la vida.

Sí, el lenguaje del color es el de la naturaleza y también el del alma humana.

 

«El color es el hilo de Ariadna que nos guía por el laberinto de las antiguas religiones» (Frederic du Portal).

[1] Frederic Portal, El simbolismo de los colores, pág. 37. Editor José J. de Olañeta, colección Sophia Perennis, 2000, Palma de Mallorca.

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