Historia — 31 de mayo de 2019 at 22:00

Colores medievales

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Colores medievales

La pintura románica, la pintura parietal, tiene unos colores intensos. Es preciso que el pueblo perciba esa primera impresión de alegría, de luz, de grandeza, en las historias que los muros de sus iglesias le cuentan. Porque ellos no saben leer. Pero entran por sus sentidos las narraciones de la Biblia, admiran los personajes de que el párroco les habla, ven el azul de los cielos, el oro de las coronas, el rojo imperial de los mantos…

Y los pintores no pueden, como hoy, ir a la tienda de artículos de arte y comprar los tubos de colores. Tienen que fabricarlos ellos. Y, para conseguirlos, a veces hay que rebuscar en el material que ofrece la naturaleza, o gastar mucho dinero en las piedras preciosas que los contienen. Después, el aprendiz los fabricará. Y el maestro creará su obra de arte.

El rojo es primordial: esos mantos regios, esas capas… Y ahí tenemos un pequeño parásito del roble, el kermes vermilio, que hay que recoger en enormes cantidades, porque con un kilo solo se obtienen unos gramos de colorante, igual que ocurre con la cochinilla. El rojo más intenso lo da el cinabrio, mineral de mercurio muy abundante en Almadén. Y el rojo oscuro, el rojo vino, se obtiene mezclando azufre y mercurio. Venenos. Viven expuestos a ellos. Y ese azul celestial que proporciona un arbusto de las Indias, el índigo, que hay que cocer, colar, destilar…

Y que hoy, si bien en plan sintético, se usa para los pantalones vaqueros. Menos artísticos pero muy útiles.

El blanco se extraía del plomo. Y también le daban otro uso: endulzaba el vino. De paso, claro, provocaba, si se pasaban con la dosis, buenos envenenamientos.

Los ocres, con toda su gama, vienen de las tierras ricas en óxido de hierro. Hay que moler muy bien, filtrar, lavar y secar.

Las coronas, las armas, los tronos, deben ser amarillo brillante: oropimente, con un alto contenido de arsénico. Seguimos envenenándonos. Ser pintor es oficio de alto riesgo.

El verde puro viene del cobre. Si lo quieren más claro, se mezcla pigmento azul con amarillo.

Los Pirineos proporcionan aerinita, abundante y barata, que da un azul añil muy utilizado, por su cercanía, en Cataluña.

Hay colores muy caros: el azul más apreciado, el lapislázuli, que hay que traer de Afganistán a altísimos precios. Se usa en obras de encargo muy exclusivas, y en muy pequeños espacios: una joya, florecillas en el manto de la Virgen…

No todo se compra o se saca de la tierra. El pintor medieval es también alquimista, químico, y conoce los procesos seguidos por egipcios y griegos para obtener sus colores. Utilizan el cardenillo (venenosísimo) para el verde, y el minio para el rojo. Nos quedan algunas recetas de talleres monásticos: el pigmento blanco, que cubre grandes extensiones, se obtiene cortando tiras finas de plomo, que se sumergen en vinagre y los recipientes se entierran 15 días en estercoleros. Se obtiene así el albayalde, un blanco muy puro.

Y el oro. El oro es la luz de Dios. Son sus rayos, su corona, su trono. Los egipcios lo llamaron la carne de los dioses. Los cristianos lo usan para la luz del suyo. Se cubre la madera con pan de oro. Se emplea, en pequeñas dosis, en las miniaturas. Y si no hay, su usa el estaño y se recubre con resinas mezcladas con pigmentos orgánicos, con oropimente. Queda igual. Y es más barato.

Sí, no era fácil ni sano crear una pintura románica. Trabajaban muchas horas y se envenenaban lentamente con algunos de los materiales. Pero eso no lo vemos cuando nos quedamos absortos ante un maravilloso mural, en una iglesia. Por eso debemos rendir un pequeño homenaje a esos artistas geniales que no firmaban sus obras porque hubiese sido pecado de orgullo. No conocemos vuestros nombres.

Solo vuestro genio.

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