Sociedad — 1 de octubre de 2021 at 00:00

Mujeres de guerra

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mujeres en guerra

En el cielo, a las guerreras no les sirven hidromiel atléticos y hermosos muchachos, la recompensa a sus cicatrices es haber llegado a este lugar donde siguen trabajando con sus propias manos. Todas son dueñas y señoras, famosas por haber conquistado la victoria sobre su peor enemigo: ellas mismas.

En este Valhalla femenino ellas son sus propias valkirias y no solo en la tierra, sino también aquí: en el cielo, continúan alentándose entre sí y a nosotras, sus hermanas pequeñas.

La vida de las heroínas no podremos nunca comprenderla completamente, no sabremos si es verdad lo que ha sido interpretado por la historia. Para poder mirarlas objetivamente deberíamos ser de su mismo tamaño, lo cual no es posible. Si ellas han dejado de ser humanas, ¿cómo podríamos juzgarlas con nuestros ojos humanos? He querido referirme a ellas de la manera más respetuosa posible. No son sus defectos lo que las ha hecho grandes sino sus virtudes, por las que siguen brillando.

¿Por qué una mujer en la guerra genera a la vez asombro, admiración y miedo? Tal vez porque de la mujer esperamos que dé la vida y que la cuide; y no que la amenace y extermine. Entiendo que, para estas mujeres, la guerra fue su manera de cuidar y proteger. En su momento y sus circunstancias así preservaron la vida. En El arte de la guerra se describe como estrategia no dejar nunca sin salida a un ejército; un grupo acorralado es de lo más fiero que pueda existir porque cuando los hombres ya no tienen nada que perder, lo darán todo. ¿Lo que amenazó de muerte a estas mujeres, fue acaso lo que se esperó de ellas?… ¿Que se dejen, se sometan, obedezcan, que tengan miedo y que huyan, que lloren y se rindan? Tal vez por haber estado acorraladas y no tener escapatoria se convirtieron en las heroínas que se convirtieron, más valientes y feroces que muchos hombres. Y tal vez por no esperarlo de ellas sus contrarios en enemigos doblemente terroríficos.

«La especie hembra es más letal que el macho» (R. Kipling).

Reinas carias

Artimisia I de Caria
Artimisia I de Caria

Artimisia I de Caria (s. VI a. C) o Artimisia de Halicarnaso, que era la capital caria, está curtida por el sol y la sal; su destino está atado al mar… Fue el trierarca (capitán de trirreme) favorito de las tropas de Jerjes, no solamente por su valor y su estrategia militar, sino porque, aunque se oponía a la guerra por mar, al darse la orden, salió sin dudarlo al mando de cinco naves que formaron el ejército auxiliar de la batalla de Salamina. Al verse rodeada de griegos, atacó delante de ellos a un barco persa cercano, para que así los griegos pensaran que luchaba en su mismo bando. Tampoco fue un acto al azar; hundiendo ese barco se salvaba ella y mataba a uno que era su enemigo: Domasítimo, rey de Calinda. Los países limítrofes tienen la curiosa cualidad de ser hermanos y enemigos a la vez…

Cuando Jerjes lo supo, admiró la estrategia de Artimisia; ante sus ojos «sus hombres se habían convertido en mujeres y sus mujeres en hombres». La capitana entró a Latmo fingiendo una tripulación de ofrendas y tributos a la diosa, y cuando los latmos acudieron a ver a semejantes devotos, fueron emboscados; así tomó la ciudad.

Sobre las olas del mar, Artimisia reconoció flotando el cadáver de Ariamenes, hermano del rey persa. Jerjes la recompensó confiándole a sus parientes vivos más queridos: sus hijos. Mientras los griegos pedían por su cabeza diez mil dracmas, su corazón lo robó el apuesto Dárdano. ¿Valía un corazón roto su propia vida? Se dice que, despechada, su último acto valeroso fue lanzarse de la roca blanca, el Léucade, donde se suicidaban los amantes no correspondidos; Apolo —que también fue despechado alguna vez— los sabría comprender y recibirlos.

Su descendiente Artimisia II heredaría la fuerza de amar. Se dice que, a la muerte de su hermano-esposo Mausolo, construyó una de las maravillas del mundo antiguo: el Mausoleo de Halicarnaso. A partir de ahí la palabra mausoleo significa ‘sepulcro magnífico y suntuoso’.

Tomiris

Mujeres de guerra
Tomiris

La reina Tomiris (s. VI a. C.) de los masagetas-escitas tiene las mejillas rosadas y saludables de los pueblos que toman leche, que conviven al aire libre con los caballos y que reverencian al sol. Paseando por el jardín, con un tocado de oro que remata su moño, no se la imagina tan grande, pero la diferencia que tienen con ella las otras mujeres es notable.

La respetan porque históricamente es una leyenda del mundo antiguo. Entre los hombres no es tan famosa. Las páginas de la historia se llenaron con las hazañas y la vida de Ciro el Grande, terror de medio Oriente y otrora dueño del mundo. Si así de grande fue Ciro, ¿cómo no será grande la mujer que lo derrotó?

Prometió al insaciable aplacar su sed. ¿Quería sangre?, ella lo hartaría. Herodoto cuenta que Ciro pidió su mano, pero la reina comprendió que, en realidad, quería su reino. ¿Cómo entenderlo de otro modo, cuando para el mundo antiguo una reina y su tierra son lo mismo? ¿No es la reina la gran Madre, igual que lo es la Tierra?

Trató de que desistiera de su empresa amablemente: «Gobierna lo que es tuyo y aguanta ver que yo gobierno lo que es mío». Pero también sabía que Ciro no renunciaría a intentarlo, así que lo siguiente que preguntó fue: «Elige, entonces. ¿En tu reino o en el mío?».

A la orden de la reina, los masagetas se retiraron para que los persas entraran a pelear, al menos ese era el trato. Pero cuando Ciro y los suyos montaron un banquete, emborracharon a traición a los masagetas y capturaron vivo al príncipe-comandante Espargapises, Tomiris se retractó de su invitación a la guerra. «¿A eso llamas valor? No les has vencido por la fuerza en una lucha, ¿cómo vanagloriarte como si fuera una verdadera victoria?».

Espargapises compartió el sentir de su madre y, al día siguiente, suplicó que le desataran las manos y se quitó la vida avergonzado. Tomiris dio orden a sus hombres de luchar a muerte. Se ha descrito como la batalla más ensañada del mundo antiguo. Cuando los hombres agotaron sus flechas, lucharon con lanzas, y cuando estaban más cerca, lucharon con sus hachas de doble filo y sus espadas de bronce, lucharon cuerpo a cuerpo hasta vencer a los persas. La reina Tomiris recobró el cuerpo de Ciro de entre los muertos y le cortó la cabeza para hundirla en un odre lleno de sangre persa para cumplir su promesa.

 

Boudicca. (26-60 d, C., reina de los icenos)

La observo sentada con sus dos hijas, peinándose unas a otras sus largas trenzas pelirrojas. Las tres tienen la dignidad de una reina, aunque ella haya muerto destronada y ellas antes de llegar a reinar. Jamás se cumplirá la voluntad de su padre de heredarles un reino compartido; los romanos no estaban dispuestos a gobernar junto a mujeres.

Algunas biografías comentan que fueron violadas las tres antes de decidirse a liderar esa guerra. Después de la muerte del rey Brasitaco, la reina viuda Boudicca acaudilló a varias tribus britanas, incluyendo a sus vecinos los trinovantes. Hombres y mujeres en un ejército de casi doscientos mil, con edades comprendidas entre los diez y los setenta años.

Tenía fama de sacerdotisa de lo que los romanos entenderían como Andrasta, la diosa de la justicia, sinónimo entonces de victoria. Fue el mayor levantamiento contra la ocupación romana en el siglo I, durante el gobierno de Nerón. Estos hechos fueron narrados por Tácito y Dion Casio, que la describen imponente y fiera, con una lanza en la mano, cubierta por la pintura azul de guerra.

La reina arrasó e incendió Camulodunum, Londinum y Veralanium (hoy Colchester, Londres y St. Albans), exterminó a quien encontró a su paso, se dice que mató por igual a hombres y a niños; que cortó el pecho a las matronas romanas. Su batalla contra las legiones fue descrita por Tácito como «la matanza de la novena legión».

Boudicca fue vencida por Cayo Suetonio Paulino: «Nada está a salvo de la arrogancia y del orgullo romano. Desfigurarán lo sagrado y desflorarán a nuestras vírgenes. Ganaremos esta batalla o moriremos. Eso es lo que yo, que soy mujer, me propongo hacer. ¡Que los hombres vivan esclavos si lo desean!».

Suetonio Paulino había atraído a los rebeldes a un terreno sin salida, se había asegurado de reforzar su ejército y, después de haber dejado incendiar Londres, no estaba dispuesto a huir nuevamente. Los icenos fueron vencidos por las formaciones de cuña, de sierra y de cabeza de cerdo. Cuando la batalla estaba perdida, las crónicas cuentan que la reina Boudicca se envenenó voluntariamente. Su tumba, junto con las de sus hijas está oculta hasta el día de hoy. La ciudad de Londres que una vez incendió y a quien dio así la oportunidad de renovarse, erigió un monumento en su honor.

Zenobia

Zenobia (240 d. C., Palmira) afirma su parentesco real con la familia ptolomea. Sin duda, algo de cleopatresca tiene su fuerza de mando y su fama de mujer culta, hermosa e inteligente. Se dice que podía conversar en griego con los filósofos, en latín con los hombres de leyes y en sirio, arameo y egipcio con los sacerdotes.

Zenobia nació en medio del desierto que hoy es Siria, por entonces la ciudad de Palmira (Tadmir en árabe: «ciudad de los dátiles»); prácticamente un oasis, conquistado por los romanos en la primera mitad del siglo I.

En esta estepa emplazada en medio de la ruta de la seda se hospedaban caravanas y se daba agua a las tribus nómadas de beduinos; de esa manera los animales fertilizaban los campos y la vida mantenía a la vida. En el año 129 d. C. el emperador Adriano le había otorgado derechos de ciudad libre y rebautizado como Palmyra Hadriana.

Zenobia se casó con Odenath, nombrado gobernador de toda la provincia de Siria. Durante un período considerable, Odenath (inmortalizado en un mosaico matando leopardos) defendió las fronteras orientales del Imperio junto a su reina Zenobia. Pronto se supo que no peleaban en nombre de Roma sino en su propio nombre y deseaban crear un nuevo Imperio oriental.

El rey murió asesinado en un banquete junto a su primer hijo a manos de su sobrino Meonio. Zenobia ejecutó al traidor y ocupó el gobierno. El futuro príncipe tenía entonces un año de nacido.

La reina embelleció la ciudad de Palmira. Sus edificios monumentales, hechos de piedra, reflejan aún hoy los dorados del sol del atardecer; esa «perla del desierto» fue la capital de un imperio que se siguió expandiendo por las provincias orientales.

Zenobia proclamó la independencia de Roma en el año 268 d. C.. En su ambición incluyó Egipto, segura de que le pertenecía por derecho, al ser descendiente de los Ptolomeos. Dirigió en persona a su ejército y fue capaz de caminar con sus soldados tres o cuatro mil millas a pie. Renunció a negociar la paz con el emperador Aureliano (célebre por haber matado él mismo mil hombres en una sola campaña y por ser más temido por sus propios soldados que por el enemigo).

Zenobia tuvo que huir a lomos de un dromedario y fue capturada en el desierto. Su bebé había muerto días atrás. Cuando el Senado se burló de Aureliano por querer organizar un desfile con una mujer como prisionera, se cuenta que contestó: «¡Si solo supieran con qué clase de mujer he luchado!».

La exhibieron encadenada, en un desfile triunfal, a esa reina guerrera que se había atrevido a desafiar al Imperio. Dicen que tal vez murió en una villa en Tíboli cerca del 274 d. C., pero según otras versiones murió poco después de capturada. Esta última versión es la que se acerca más a la realidad, porque es verdad que la legendaria Zenobia, la única y última gobernante del Imperio de Palmira, murió después de ese desfile.

P.D. No mires ahora, Zenobia. Los hombres no dejan nunca de luchar, las ruinas de tu imperio son aún más míticas ahora. En mayo del año 2015 el Estado Islámico tomó la ciudad de Palmira y destruyó grandes tesoros; el museo entre ellos y el templo de Bel y también tu palacio. El teatro lo mantuvo intacto, para los fusilamientos.

Cornelia

Las vestales
Las vestales

La vestal Cornelia (91 a. C., Roma ) come en silencio. Se ha acostumbrado a comer pan con aceite, que fue lo que enterraron en su tumba. Vestida de blanco impoluto, incluido el velo, su pureza la hace brillar como el fuego; solamente un monstruo como Domiciano, famoso por presumir de victorias que nunca obtuvo, no sería capaz de verla.

Fue condenada de manera injusta; aún no sabemos lo que tenía el emperador en su contra… o en su favor, si como se dice se había enamorado de ella y Cornelia le había rechazado. En todo caso, era Vestal Máxima y castigarla demostraba el amplio poder de él sobre todo lo sagrado. Su poder sobre las sacerdotisas, que eran esposas de Roma o madres de la patria; no en vano la pérdida de su virginidad era llamada «incesto», como si cualquier hombre hubiera mancillado a su madre o a su hermana.

Era evidente que esta acusación, en el caso de Cornelia, era falsa. ¿No había el emperador triunfado en la guerra? ¿Cómo hubieran permitido los dioses un éxito para Roma si sus vestales no fueran puras?

Cuando la llevaban a su cueva bajo tierra, a ser sepultada viva, a que el mundo la olvidara, como se extingue una hoguera… su vestido largo de matrona casi la hace tropezar, tal vez las lágrimas le impedían también mirar. El verdugo extendió su mano para ayudarla, pero Cornelia la rechazó. Con una mirada lo dijo todo: «Pura hasta la muerte». La última vez que había tocado a un hombre tenía casi siete años; su mano se aferraba ilusionada a la del emperador que la «secuestraba» de la casa de sus padres y la llevaba entonces al templo de Vesta.

Lakshmi Bai (1828)

Mujeres de guerra
Lakshmi Bai

La reina, vestida de soldado y el niño atado amorosamente a su espalda, acarician a su caballo. Los tres juntos son un icono para los hindúes. Un símbolo de liberación y de fuerza.

Su verdadero nombre es Manikarnika, y de cariño la llamaban Manú. ¿Se leía claramente su futuro? ¿Lo sospechó su padre cuando enviudó con una criatura de cuatro años y se dedicó a enseñarle a pelear, a montar a caballo?

Se cuenta que era capaz de cabalgar con la brida en la boca para que cada una de sus manos blandiera un sable. A los catorce años se casó con el maharajá Gangadhar Rao de Jhansi, y ella se convirtió en rani (reina). Su primogénito no llegó a nacer y decidieron adoptar a Damodar, el recién nacido primo segundo del rey, con la esperanza de que, al tener un heredero, la compañía británica no se anexionaría el Estado de Jhansi.

Al morir Gangadhar, los ingleses aplicaron la ley de caducidad, que decía que si un gobernante moría sin descendencia, su territorio sería anexionado a la compañía británica. Lakshmi intentó demandarlos por la vía legal, pero no fue escuchada y entonces estalló la guerra. Un ejército voluntario de catorce mil hombres y mujeres defendió el poder de su reina. Antes de ser derrotados, y a punto ya los ingleses de tomar el castillo, se dice que la vieron cabalgado sobre las murallas con el pequeño Damodar contra su cuerpo.

En Kalpi, Lakshmi Bai se unió a otro de los líderes rebeldes y se enfrentaron en Gwalior al general británico Sir Hugh Rose, que la había perseguido desde Jhansi. Murió por un disparo en la espalda en el transcurso de esa batalla.

 

Reinas y faraones

Iah-Hotep (1590 a. C.-1510 a. C., Egipto)

Es esposa de un rey muerto; hermana de un rey muerto y madre de un rey muerto. Y sin embargo, una sonrisa se congela en el rostro de esta abuela que mira el horizonte, tal y como lo ha hecho siempre: mirar el horizonte y tratar de expandirlo. Tiene ochenta años, la edad en la que la encontró la muerte, reconfortada por la veneración de su pueblo y adorada por su hijo y sus nietos.

Se la recuerda por haber gobernado con austeridad y mano firme un Egipto reducido a la ciudad de Tebas, y por lograr expulsar a los hicsos junto a su primogénito Kahmoses. Con su habilidad política, supo ganarse a las clases cortesanas y nobles en un momento de inestabilidad del poder. Por eso la estela de su hijo menor Ahmosis, en el museo de El Cairo la ensalza como la Señora del País, la que ha pacificado Egipto.

Trajo de nuevo a los fugitivos; los que, por haber confraternizado con el enemigo, tenían miedo de las posibles represalias; logró convencer a los disidentes y aplacó un movimiento rebelde… ¡Vida, salud y fuerza para ella!

Reorganizó la Menfyt (cuerpo de asalto o tropa especial de infantería) y por eso se la considera general y líder militar. Iah Hotep fue la encargada de mantener el poder y la cohesión en un Egipto que hubo que restaurar. Como Isis, recuperó los fragmentos de su amado. Esta reina devolvió a un Egipto reconstruido de pedazos el espíritu nacional. Su hijo Ahmosis sería el primer faraón de las dos tierras que trasladó la capital a Tebas. La reina eligió como esposa principal para su hijo a una muchacha como ella, de origen humilde y gustos sencillos (Ahmés-Nefertari). Una estratega en toda regla.

Iah Hotep fue enterrada con honores militares de general: un ajuar de nueve hachas de cobre, plata, oro y piedras preciosas, con empuñaduras de madera dorada o de cobre; un precioso puñal que le fue obsequiado por su hermano, de hoja bañada en oro, con grabados de animales salvajes y langostas, con rostros de mujer, con motivos vegetales y empedrado de cornalinas, turquesas y lapizlázulis; brazaletes y collares dorados de oro y ámbar; un espejo, un bastón, un abanico. El pectoral de oro que reproduce la entrada a un templo egipcio nos recuerda que el jeroglífico de faraón significa ‘la Gran Morada’, el refugio protector de todas las lágrimas de Dios (humanidad, en egipcio). Tanto en su ajuar funerario como en sus representaciones, ella luce sobre su vestido de lino el collar de moscas de oro, homenaje a la temeridad y al valor, máxima condecoración posible para un militar. Dos pequeñas barcas nos hablan del gran viaje, el último. Su nombre, que en egipcio significa «La luna está en paz» se hace realidad cuando la miro. Para los egipcios, la luna es una potencia masculina, poderosamente combativa. Ese sol nocturno capaz de precipitar los acontecimientos solo podría estar en paz luego de haber conseguido la victoria. Es natural, entonces, que ante una mujer de ese tamaño la luna también se incline… Aún ciñes la corona blanca, Iah Hotep, eternamente viviente.

Hatshepsut (1508 a. C.)

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Hatshepsut

El misterio que siempre será la mujer se encarna y magnifica en Hatshepsut. Su historia está escrita solo para el que sepa percibir entre líneas los símbolos y los perfumes, los grabados y las pinturas. Podemos leerlo en las paredes de Dayir-al-Bahari, su morada eterna; el lugar donde su Ka vive eternamente y donde, durante mucho tiempo, se le rindió culto no solamente a ella, sino también a Imhotep; allí también acudían los enfermos para hospedarse y sanar. Así pues, queda Hatshepsut invariablemente unida a la magia: la sanación, la lucha contra las fuerzas tenebrosas, el rescate de cultos y fuerzas olvidados. Y, sobre todo, a la armonía que representa la unión.

Al segundo año del reinado de Tutmosis III (que no tendría aún ni diez años), el oráculo de Amón anunció que Hatshepsut —cuyo padre, Tutmosis I, la había preparado para gobernar— sería faraón. Cinco años más tarde la coronaron en una ceremonia donde ella nació de nuevo —simbólicamente— como faraón, pues un faraón lo es desde su nacimiento. Ese día el dios Amón le concedió la facultad de «conducir a su pueblo hasta su plenitud». La egiptóloga Cristiane Desroches describe a Hatshepsut como una «rara naturaleza, acción excepcional, inteligencia única y voluntad indomable».

Aunque ha habido otras mujeres faraón antes y después de ella, no tenemos «informe oficial», los egiptólogos lo han ido reescribiendo. Como buenos hijos de los griegos, durante mucho tiempo a los hombres les horrorizaba el hecho de que una egipcia ejerciera cualquier profesión, se casara con quien ella eligiera y fuera un alma totalmente libre. ¿Por qué perdonó la historia a «la primera de las nobles damas»? Quizá porque constituyó una excepción desde siempre: durante todo su reinado fue faraón al tiempo que lo fue también Tutmosis III (que aparece en estelas y documentos gobernando junto a su «tía» no como rey y reina, sino ambos como faraones). A decir de Cristian Jacq, probablemente durante esos diecisiete años «a la sombra de Hatshepsut aprendió su oficio de rey».

Aunque su reinado sucedió en calma, se afirmó simbólicamente como el jefe de guerra que luchó contra los libios y los sirios; Egipto representaba la luz divina y debía repeler a las tinieblas —los pueblos que no vivían según la regla de Maat—. Hatshepsut organizó la primera expedición trasatlántica comercial y científica —que además tenía como fin la paz— conocida de la historia: la expedición a Punt (hoy Somalia, o según otras versiones Puno, cerca del lago Titicaca, en América del Sur, lo cual explicaría por qué se han encontrado plantas de tabaco y coca en tumbas egipcias) para buscar perfumes y esencias.

Cinco barcos cargando las esculturas de Amón y de ella misma, para conjurarles contra el peligro, partieron hacia el lejano reino. Se cuenta que en Punt compartieron un banquete y pudieron traer a las tierras egipcias mirra, marfil, maderas preciosas, antimonio, pieles, resinas aromáticas, oro, bumerangs, monos, perros y árboles de incienso (Hatshepsut los plantaría con sus propias manos en Daiyr-al-Bahari). A cambio, en el centro del país de Punt se erigieron las estatuas de Amón y de Hatshepsut.

Se le atribuye la tradición de hacer entierros reales en el Valle de los Reyes. Construyó varios obeliscos. Restauró el templo de la diosa leona Pajet (la cual debe ser domada para que esté al servicio de la luz; es entonces cuando es capaz de ahuyentar a los demonios del desierto y convertirlos en fuerzas protectoras). Hatshepsut reinstauró también los rituales y ofrendas para apaciguarla y evitar que desatara vicios entre los seres humanos. Es indiscutiblemente hija de la leona, los felinos son sus amigos. Los peones de su juego de senet (especie de ajedrez), en la última partida, la que jugó contra lo invisible, tenían cabeza de guepardo.

Aunque representó a su lado a Tutmosis III ofrendando a los antepasados o junto a ella conduciendo la expedición que traía turquesas para el templo de Hathor y sus nombres aparecen juntos, el año 22, Tutmosis ya reinaba solo. El cuerpo de ella descansa en la segunda de sus tumbas (la primera está excavada entre el Valle de los Reyes y el de las Reinas. Esta segunda, en el Valle de los Reyes, está cerca de la tumba de su padre, Tutmosis I: 97 metros de profundidad en recorrido espiral).

Del mismo modo que en la Edad Media se quemará a las brujas, según Desroches los sacerdotes de Osiris borrarán su nombre de los documentos y grabados cuarenta años después (y no Tutmosis III, cuya esposa, incluso, adopta su nombre: Meritre-Hatshepsut).

Aunque destruyan su jeroglífico, Hatshepsut Maat-ka-Ra («la Justicia es la potencia de Ra»), es maga y estará protegida para siempre. Cuando cierras la puerta de su templo, la cabeza del fiel Senemut aparece custodiando su tumba en la oscuridad y la diosa Nut la hace renacer de entre las estrellas. Karnak, la ciudad de Amón, el «venerable túmulo del origen», es testigo del misterio y ahí están erigidos, como rayos de luz solidificados, sus obeliscos. En el granito rosa de uno de ellos aún se lee: «He realizado esta obra con el corazón lleno de amor a mi padre Amón; iniciada en su secreto del origen, instruida gracias a su benéfica potencia, no he olvidado lo que él me ordenó…». «Mi majestad reconoce su divinidad. He actuado según sus órdenes, él me guió y yo no me he apartado de su acción».

¿Aún guardas la esfera del mundo en tu regazo? ¿Cómo comprenderte nosotros, los ciegos, los pequeños, aquellos cuyo corazón no es aún, como el tuyo, «intuición ante tu padre»?

 

Onna Bugheisa (las mujeres guerreras de Japón)

La emperatriz Jingu (169-269 d. C.) camina despacio, nunca ha tomado ninguna decisión precipitada. Relevó a su esposo Chuai al frente del gobierno y del ejército. Conquistó Corea después de una guerra de tres años, durante la cual, se dice que para retrasar su propio parto utilizó un cinturón de piedras sobre el vientre. No es una historia descabellada si se toma en cuenta la fama de sacerdotisa y cómo —aunque historiadores japoneses renieguen de ella— los mismos chinos pensaron, al enfrentarla, que se trataba efectivamente de la encarnación de la diosa Amaterasu. Tal vez fue, efectivamente la diosa quien la peinó para la guerra y le indicó liderar el ejército después de purificarse en el mar el día que murió su esposo.

Tomoe-Gozen
Tomoe Gozen

A su lado la bellísima Tomoe Gozen (1157-1184 d. C.) «Círculo Perfecto», enseña a usar el arco a su asistente Yamabuki. Tomoe fue la guerrera más valiente. Podía enfrentar tanto a un demonio como a un dios ya fuera a pie o sobre su montura. Espadachín, amazona, domadora de caballos salvajes… Fue la más valerosa de todos los guerreros y, por ello, era enviada siempre como general al frente. Tomó Kioto en 1184. ¿Era el señor Minamoto-no-Yoritomo su esposo? ¿Su amante? Sin duda era su señor… y si samurái significa «el que sirve», Tomoe no hizo otra cosa que servirle; que es, igualmente, una forma de amar… El secreto bien se lo podemos preguntar a su escudera, cuya tumba sí fue encontrada: Yamabuki es un personaje histórico. Tomoe en cambio, es un personaje de papel… Su vida está descrita en el poema titulado Heike Monogatai. No son hermanas ni familiares, Gozen es un título nobiliario; prueba de que ambas han sido damas y señoras.

Sentada sobre el suelo medita Hojo Masako (1156-1199 d. C.). Ahora se dedica a la vida religiosa, pero ha sido esposa, hija y madre de shogún. Gobernó el primer Japón total unificado junto a su esposo. Murió a los sesenta y nueve años. Una vida tan larga merece ser vivida de muchas maneras. Sus vasallos le han seguido llamando monja-shogún o monja-señora.

Mochizuki Chiyome (1590) vigila atentamente al grupo de chicas que se maquillan y peinan unas a otras; afilan sus espadas y, curiosamente para mujeres, se relacionan entre ellas en silencio. Son espías y guerreras letales, ninjas y geishas a la vez: las kunoichi. Cuando murió su esposo, lady Chiyome aceptó el encargo de su tío político Takeda de crear esta red de agentes femeninas, muy necesaria en momentos de guerra entre señores feudales. Cuánta razón tenía Takeda, él mismo murió a manos del ninja conocido como demonio Hanzo. ¿Murieron ellas? Las kunoichi no mueren, o tal vez han muerto muchas veces ya, renunciando a una vida personal a cambio de una vida política, de servicio y sacrificio. Esa mezcla de miko (doncella de santuario) y actriz, de guerrera y bailarina, más que mujer es casi un mito. Y como mito, no muere nunca, una kunoichi simplemente, desaparece.

Sentada sobre sus propias rodillas, silenciosa y suave como la seda de su kimono, Nakano Takeko (1847-1868) escribe junto a su hermana Yuko. El trazo del pincel de tinta negra tiene la misma agilidad de sus naginatas. No es solo el poema mortuorio que en un alarde de sangre fría escribió cada una de las samuráis del ejército liderado por Takeko: joshitai («ejército femenino») durante la guerra civil Bolshin. No hicieron nada sorprendente. Las mujeres japonesas habían participado activamente en las guerras; no solamente cuidando enfermos o preparando municiones en los castillos durante un asedio.

Según hallazgos arqueológicos, una tercera parte de todos los ejércitos japoneses estuvieron siempre formados por mujeres. La educación en artes marciales era cosa normal para que pudieran defender sus haciendas si sus esposos o padres estaban fuera. A menudo la ágil nagita era un regalo de bodas. No es el caso de Takeko, que renunció al matrimonio a cambio de una vida dedicada a la enseñanza de las artes marciales. Su interés político, alimentado desde niña por las leyendas de reinas guerreras, la ha mantenido siempre fuera del hogar.

La pequeña daga kaiken que ocultaba entre su ropa la utilizó para efectuar el jigai. Las instrucciones de este ritual mortuorio las habían aprendido de su madre; como todas las onna bugheisa. Herida de muerte, antes de cortarse la yugular, Takeko se recogió las piernas con la cinta de su hakama, para que su cuerpo tuviera una postura decorosa aun en la muerte. Su hermana pequeña Yuko… ¿de verdad fue capaz de cortarle la cabeza para evitar que la tomaran como un trofeo? ¿Lo contarán acaso las niñas en su poema mortuorio? Ya no es un poema normal, es un relato a dos; porque al morir su hermana mayor y maestra han muerto ambas. Y porque en esa batalla, al morir la última líder samurái de la historia, murieron todas. Takeko tenía veintiún años.

 

Bibliografía

  1. Jourcin y Ph. Van Tieghem. Diccionario de las mujeres célebres. Plaza y Janés, 1979. Barcelona.

Jacq, Christian. Las egipcias. Planeta, 2000. Barcelona.

Herodoto. Los nueve libros de la Historia.

Historia. National Geographic. Numero 174. «Las vestales de Roma».

Páginas web

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https://animextotalofficial.wordpress.com/tag/tomoe-gozen/

https://artistasoguerreras.blogspot.com/2017/07/chiyome-mochizuki-1590-las-konoichi.html

https://soloartesmarciales.com/blogs/news/samurais-famosos-hojo-masako-la-mujer-samurai-tras-el-poder-del-clan-minamoto

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