Arte — 30 de septiembre de 2020 at 22:00

La Novena sinfonía de Beethoven, un canto a la humanidad

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Novena sinfonía de Beethoven

Cuenta Wagner en sus memorias que lo que le hizo decidirse a ser músico fue el escuchar de joven en un concierto la Novena sinfonía de Beethoven. Fue tal el impacto emocional que le causó que, a partir de ese momento, solo quiso ser —en sus propias palabras— «Beethoven o nada».

Para él, Beethoven representaba «el modelo ideal de músico que elevó lo estético a la categoría de lo sublime, liberándolo de las antiguas formas convencionales y creando una música válida para todos los tiempos, ya que expresa las más elevadas y atemporales aspiraciones del género humano».

Para Schopenhauer, quien consideraba la música como la forma pura del sentimiento, Beethoven representaba la más alta cima del pensamiento musical, por encima incluso de Bach y de Mozart.

En cierta ocasión, Beethoven le confesó a Johann A. Stumpff, constructor de pianos y amigo suyo: «Cuando al anochecer contemplo con asombro el firmamento, mi espíritu vuela más allá de las estrellas hacia la fuente de donde brota toda obra creada y de la que todavía ha de fluir toda nueva creación… Lo que ha de llegar al corazón, tiene que proceder de arriba. Si no proviene de allí, no será más que notas, cuerpo sin alma».

Para Beethoven, el arte, la música, debían tener un carácter moral y transformador. Por eso, cuando Goethe rompe a llorar por la emoción al oír su música, Beethoven le escribe: «Estimado amigo, los verdaderos artistas no lloran. La música debe mover el espíritu de los hombres, no emocionarles».

El mismo Beethoven escribió en su diario: «¿No cambia algo la música en el hombre, algo que le haga sentirse diferente, que le haga más humano? Ciertamente, eso es lo que ocurre durante el concierto, pero, cuando sale a la calle, la vida cotidiana vuelve a engullirlo. Tal vez el sentimiento de sublimación que provoca la música empuje a ese hombre a querer sentir de nuevo lo mismo en su vida cotidiana; y lo conseguirá siempre y cuando actúe con compasión siguiendo las normas morales».

Él, con su música, más allá del impacto emocional, no solo buscaba la belleza, sino que, a través de la belleza, trataba de llegar a la verdad, a la bondad, a lo más noble y elevado del espíritu humano, aunque para ello tuviera que crear nuevas formas que pudieran expresar lo que él sentía en lo más profundo de su ser, subordinando la forma a la idea, pero sin romper nunca con la tradición, la cual siempre respetó y utilizó como pedestal firme sobre el que construir su propia obra.

Tal vez ningún otro compositor haya provocado tanta admiración y tanto respeto, tanto en vida como después de su muerte, como Beethoven. Brahms decía que se le hacía muy difícil componer música teniendo a sus espaldas la sombra de un gigante como Beethoven. Y dentro de la gigantesca obra de Beethoven, ninguna creación suya ha alcanzado tal universalidad como su Novena sinfonía. Wagner la consideraba como la sublimación del arte de Beethoven y el inicio de un nuevo camino en la historia de la música y del arte.

Un legado espiritual

La Novena sinfonía es el testamento espiritual de Beethoven, el mensaje último que quiso transmitir a la Humanidad, a sus semejantes. Y si bien cuando hablamos de la Novena sinfonía, en seguida nos viene a la mente el Himno a la alegría, este es en realidad el último movimiento, la culminación de la obra. Para poder expresar con más claridad, si cabe, el mensaje que quería transmitir, el ideal de una fraternidad universal entre todos los seres humanos más allá de cualquier diferencia, utilizó la palabra y la voz humana, algo inédito hasta ese momento en una sinfonía, como si quisiera centrar la atención en el ser humano y no simplemente en la música como algo abstracto.

Beethoven Ninth Symphony

La génesis de la Novena sinfonía es quizá de las más largas en toda la producción del músico. Beethoven siempre sintió admiración por la poesía de Schiller y Goethe. A este último lo utilizó en algunas de sus canciones, pero de Schiller había un poema que le fascinó desde bien joven: su Oda a la alegría.

Desde 1792, recién llegado a Viena, Beethoven había manifestado su deseo de poner música a la oda de Schiller, que había sido publicada seis años antes. Al principio, este poema se iba a llamar Oda a la libertad, adhiriéndose así al pensamiento revolucionario que recorría Europa en esos años. Beethoven mismo era seguidor de las ideas ilustradas surgidas de la Revolución francesa con su lema de Libertad, igualdad y fraternidad. Según comenta Karl Holz, su secretario personal en los últimos años, Beethoven era francmasón y pertenecía a la Logia Ilustrada, la misma logia a la que pertenecían Schiller, Goethe, Klopstock o Herder; y dice que entre ellos se trataban de «hermanos», si bien no se conserva ningún documento que acredite esta filiación, aunque se sabe que durante toda su vida se relacionó con muchos masones, ya desde su etapa en Bonn, como por ejemplo, muchos de sus benefactores.

Finalmente, y por diferentes motivos y presiones políticas, la que iba a ser Oda a la libertad terminó llamándose Oda a la alegría. Pero, por esas vueltas que da el destino, en el concierto que dirigió Leonard Bernstein en la Navidad de 1989 para conmemorar la caída del muro de Berlín, donde se interpretó la Novena sinfonía de Beethoven por músicos de las dos Alemanias y de otras orquestas del mundo, el director quiso que se utilizara la versión original de Schiller, sustituyendo la palabra freude (‘alegría’) por freiheit (‘libertad’).

Durante treinta años el pensamiento de Beethoven giró sobre este poema y sobre cómo darle una forma musical adecuada y digna de las ideas contenidas en él. A lo largo de los años hizo diferentes intentos; quizá el más destacable sea la Fantasía coral op. 80 para piano, coro y orquesta, terminada en 1808, donde esbozó alguna de las ideas musicales que luego desarrollaría en el coral de la Novena sinfonía.

En 1817 la Real Sociedad Filarmónica de Londres, a través del discípulo de Beethoven Ferdinand Ries, le encargó la composición de una nueva sinfonía. Para ese entonces ya había compuesto ocho sinfonías, pero de la época en que trabajaba sobre la Séptima y la Octava, en 1811, datan ya algunos apuntes y esbozos que utilizaría luego en su Novena sinfonía.

Beethoven se puso manos a la obra y volvió a retomar la idea de la Oda a la alegría de Schiller. En 1823 ya tenía terminados los tres primeros movimientos, pero el cuarto fue el que más le costó y el que más quebraderos de cabeza le trajo, sobre todo por cómo introducir la voz humana en una sinfonía, algo totalmente novedoso y revolucionario, y por cómo darle una forma adecuada que expresase realmente la grandeza y profundidad del mensaje que quería transmitir con el poema de Schiller.

Para ello retocó, de alguna manera, el poema original, ya que no lo utilizó completo. Hizo una selección y además puso al principio tres versos de su propia pluma como introducción al propio texto de Schiller. Aquí tenemos un pequeño extracto del texto que utilizó Beethoven:

¡Alegría, hermoso destello de los dioses,

hija del Elíseo!

¡Ebrios de entusiasmo, entramos,

diosa celestial, en tu santuario!

[…]

Todos los hombres vuelven a ser hermanos

allí donde tu suave ala se posa.

[…]

¡Gozosos como los cuerpos celestes

que transitan por sus órbitas

a través del inmenso espacio sideral,

marchad así, hermanos, por vuestro camino,

alegres como el héroe hacia la victoria!

¡Abrazaos, millones de criaturas!

¡Y que ese abrazo envuelva al mundo entero!

[…]

¿No vislumbras, mundo, a tu Creador?

¡Búscalo por encima de la bóveda estrellada,

pues habita sobre las estrellas!

Los movimientos de la Novena

La obra comienza de forma misteriosa con unos intervalos de quinta. El cinco es un número relacionado simbólicamente con el ser humano. Lo vemos, por ejemplo, en el hombre de Vitruvio, enmarcado dentro de una estrella pentagonal, que también utilizó Leonardo. Este movimiento utiliza un ritmo binario, como queriendo representar la dualidad, el enfrentamiento entre fuerzas opuestas que se da en la vida de todo ser humano. Esta dualidad la vemos reflejada también en los dos acordes que aparecen de repente, como con una connotación trágica, y que se van repitiendo a lo largo de todo el movimiento. Pero en determinado momento también aparecen, aunque no con tanta insistencia, grupos de tres acordes. El tres siempre se ha relacionado simbólicamente con lo espiritual. Lo vemos, por ejemplo, en las tríadas de muchas religiones, como la egipcia, la hindú o la misma religión cristiana con la Santísima Trinidad. Es como si lo superior, lo espiritual, quisiera abrirse paso en el mundo, pero encuentra una férrea resistencia. Es la eterna lucha del ser humano.

El segundo movimiento utiliza un ritmo ternario y empieza con un grupo de tres acordes que se repite tres veces y que se va repitiendo machaconamente a lo largo de todo el movimiento. Es como si Beethoven quisiera presentar una realidad diferente, elevada, que pueda inspirarnos en nuestra lucha cotidiana en el mundo de la dualidad, de lo manifestado, de lo concreto. Es como si quisiera que alzáramos nuestra mirada por encima de las pequeñeces cotidianas y de nuestros propios egoísmos hacia un mundo superior. Este movimiento tiene un carácter, todo él, más luminoso y optimista que el anterior.

El tercer movimiento tiene un carácter más íntimo, más lírico, más meditativo. Es como una profunda y serena reflexión sobre la vida, sobre el destino, sobre el propio ser humano, con sus pequeñeces y grandezas. En medio de esta meditación tranquila aparece en un momento dado el grupo de tres acordes, que se repite varias veces y de forma enérgica, como recordándonos nuestro destino y como queriendo elevar nuestros pensamientos en un canto de esperanza y de confianza en ese mundo superior.

El cuarto movimiento empieza de forma instrumental y de un modo un tanto sombrío, con los chelos y los contrabajos. Seguidamente, con unos breves compases de cada uno de los movimientos anteriores, pero dentro de ese ambiente sombrío, va haciendo un recordatorio y recapitulación de las ideas que ha estado exponiendo hasta ahora, como preparación al mensaje final que quiere transmitir. De repente, aparece la voz humana, el barítono, que nos dice: «Dejemos esos tonos y entonemos cantos más agradables y llenos de alegría». Y grita «¡Alegría!». Y le responde el coro: «¡Alegría!». Y empieza la Oda a la alegría, primero con la voz solista, a la que luego se le añade el coro.

En este último movimiento, Beethoven alcanzó las esferas de lo sublime como quizá ningún otro compositor haya podido lograr en toda la historia de la música. Y lo más curioso de todo es que, cuando compuso esta sinfonía, ya estaba completamente sordo. Tal vez fue una de esas paradojas del destino para que así pudiera escuchar una música interior que los oídos de los hombres jamás habían escuchado; una música inmaterial rebosante de alegría, de fe, de confianza en los valores superiores del ser humano y de esperanza en un destino y un mundo mejor, más bello y más justo, donde todos los hombres nos sintamos hermanados más allá de todas nuestras diferencias.beethoven 3694142 1920

La Novena llega al público

La obra se estrenó el 7 de mayo de 1824 y fue un éxito absoluto, aunque Beethoven, ya con una salud muy delicada y completamente sordo, no pudiera oír los aplausos del público, pero sí sentir su entusiasmo. Desde entonces, su significado ha trascendido a tal nivel que no solo ha pasado a ser el himno oficial de la Unión Europea, sino que se ha convertido en un auténtico símbolo mundial utilizado por personajes públicos de todas las ideologías.

Bismarck decía de la Novena sinfonía que si pudiera oírla más a menudo, sería más valiente. La utilizó para infundir valor a sus tropas e incluso la llegó a rebautizar con el nombre de Sinfonía Bismarck.

Engels insistió en el alcance universal de la Novena sinfonía y, a la hora de elegir un himno, los marxistas dudaron entre la Oda a la alegría y la Internacional. Y lo que les hizo decidirse por esta última fue el uso nacionalista que de la obra de Beethoven estaba haciendo Alemania.

El mismo Hitler, cuando llegó al poder en 1933, quiso que ese año, en el Festival de Bayreuth, dedicado exclusivamente a las óperas de Wagner, se interpretara la Novena sinfonía de Beethoven. Y cuando terminó la guerra y volvió a celebrarse el festival en 1951, la reapertura del mismo se hizo con la Novena. El mismo Wagner, cuando en 1872 se colocó la primera piedra del teatro de Bayreuth, celebró allí mismo un concierto donde dirigió la Novena.

Mussolini, en sus últimos años, también quiso utilizar y promover la música de Beethoven. Y Pietro Mascagni, el compositor verista autor de obras como Cavalleria Rusticana, decía de Beethoven que «murió como Jesús y como Jesús resucitó en la fulgurante luz de su arte. Beethoven resurgirá por el bien de la humanidad, inmortal en la historia, inmortal en el arte, inmortal en nuestros corazones, que latirán por él y por su gloria por los siglos de los siglos».

El Vaticano, a través de Pío XII, también favoreció el culto a Beethoven como un modelo cristiano a seguir. Y en este año ha emitido una moneda conmemorativa dedicada a Beethoven que está en circulación desde el 5 de marzo.

En los Juegos Olímpicos de 1952 y 1956 en Helsinki y Melbourne, las dos Alemanias, divididas tras la guerra, fueron representadas por una sola delegación, que utilizó como himno nacional común el Himno a la alegría de Beethoven.

En 1964 Ian Smith, el líder segregacionista que se hizo con el poder en Rodesia, declaró unilateralmente la independencia de la colonia inglesa y utilizó como nuevo himno, en vez del Dios salve a la reina, el Himno a la alegría de Beethoven.

Durante muchos años, también las Naciones Unidas soñaron con la idea de un himno del mundo, y de nuevo barajaron la opción de la Novena sinfonía, pero el intento no llegó a cuajar.

¿Qué tiene la Novena sinfonía que ha hecho que personajes con ideas tan diferentes y por motivos tan dispares se hayan sentido fascinados con ella, hayan proyectado sobre ella sus utopías y se hayan querido apropiar de ella?

Quizá sea la universalidad de su mensaje, que trasciende todas las ideologías, porque es un mensaje que va dirigido a la esencia misma del ser humano, a valores intemporales. El mismo Wagner estaba dispuesto a destruir toda la música del pasado con la excepción de la Novena sinfonía, convencido de que era el único canto de amor fraterno para toda la humanidad.

En el 250 aniversario del nacimiento de Beethoven creo que el mejor homenaje que se le puede hacer al compositor es despojar a la Novena sinfonía y a su Himno a la alegría de cualquier connotación ideológica o política e ir a la esencia de su mensaje, que no es otro que un canto a la paz y a la fraternidad universal entre todos los seres humanos sin distinción, unidos no por valores particulares o egoístas, sino por valores superiores y atemporales, valores espirituales que le dignifican como ser humano y le hacer soñar con un mundo mejor, más bello y más justo.

Si esto se pudiera cumplir, aunque fuera en pequeña medida, Beethoven sonreiría desde su tumba convencido del poder transformador del arte con el que siempre soñó.

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