Sociedad — 31 de enero de 2021 at 23:00

Nueva York: los colores de la luz en la ciudad de los rascacielos

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Nueva York: los colores de la luz en la ciudad de los rascacielos

Cuando el viajero llega a los Estados Unidos de América, generalmente lo suele hacer por avión. Son más de 40 millones de turistas extranjeros los que arriban a este país procedentes de países que no son ni Canadá ni Méjico (estos, con un monto cercano a los 30 millones). Y la inmensa mayoría de ellos lo hacen a través de Nueva York, en el aeropuerto JFK, situado al sur de Queens. Quizás por eso, el John Fitzgerald Kennedy sea el 2.º aeropuerto turístico con mayor movimiento en el mundo [1] . Una bonita coincidencia: el primer atisbo que el viajero tiene de esta ciudad colgada del cielo es desde el aire.

Generalmente, la aproximación desde Europa suele ser a través de un corredor aéreo que discurre al este del aeropuerto, siguiendo la imprecisa línea costera limitada por barras de arena, la más famosa de las cuales, y también la última, es Long Beach. Independientemente de las vueltas que el avión dé para descender y tomar tierra en el JFK, en alguna de ellas se vislumbra no muy lejos el ansiado skyline de Manhattan, y si es la primera vez que sucede tal cosa, ese se convierte también en el primer pellizco emocional que recibe el viajero. Esas moles de metal y hormigón armado se elevan hacia el cielo como un alfiletero colosal, y van dejando paso, a medida que el avión se distancia y desciende para tomar tierra, a una quebrada y brumosa línea gris que resulta muy familiar, tantas veces contemplada en películas, documentales y reportajes.

Pronto, la punzada se repite cuando, a bordo de un taxi o de un minibús compartido, el vehículo enfila la costa este de la Gran Manzana, y los edificios de Manhattan salen a dar la bienvenida a cuanto visitante se aproxima, procedente del este, por cualquiera de sus tres puentes principales. El viajero, no obstante, ruega para que ese cruce se realice por el más emblemático y el que tiene la mejor vista: el puente de Brooklyn, aunque desde cualquier lugar los rascacielos se destacan vigorosos, rotundos, emblemáticos. Parecieran estar observando por sí mismos al viajero que, a su vez, les observa, como aves nocturnas, mientras este contempla curioso tras los cristales de un taxi amarillo el colosal desfile de gigantes.

Manhattan es el centro de una ciudad que se visita en dos dimensiones. La primera de ellas, a ras del suelo, muestra al viajero la existencia de los eternos contrastes que definen la idiosincrasia estadounidense. La otra, a cientos de metros sobre esta corteza de paradojas sociales y extremos de toda índole, la constituyen las copas de los árboles de este bosque de acero y ladrillo.

Ciudad de contrastes

Junto a Times Square y sus pantallas led, se alinean callejas oscuras y sucias, decadentes, donde los caminantes constituyen mareas anónimas e impredecibles. Gente que acude, siempre con prisa, a su trabajo, a sus compras, indiferentes hacia lo que les rodea… inmersos a su vez, como témpanos en el mar, en un agua constituida por personas decididas y cordiales, prestas a ayudarte, surgidas de las mil razas que forman el crisol étnico neoyorquino. Una marea humana totalmente individualizable, que pasa de largo frente a los «homeless» que se apretujan bajo andamios, pasadizos temporales y recovecos inútiles de las avenidas. Olvidados que, con ojos vacíos, contemplan el tránsito de coches último modelo, o los patrones de la moda que han parecido bajarse de los escaparates de Laroche o Armani para venir a caminar por estas avenidas. Personas con ropajes raídos que ven pasar delante de sus improvisados lechos de cartón y plástico diminutos perros con la última moda de los más exclusivos diseñadores, donde hasta la correa que los une a sus amos lleva incrustaciones de metales preciosos y pedrería.

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El viajero ya había leído sobre estas antítesis, y las sigue descubriendo a cada paso. Un barrio financiero donde proliferan lugares de comida rápida más propios de un arrabal. Iglesias neogóticas de diversos cultos cristianos cercadas por el culto al dinero, con sus bancos y agencias de negocios ocultas tras fachadas de cristal, que no son trasparentes, sino espejos funcionales reflejando sus caras unas contra otras. Escondiéndose de sí mismas. Taxistas amables, quizás por la esperada propina, frente a funcionarios de un metro sucio, complicado, que ni siquiera te responden cuando les preguntas; un metro a medida del perfil duro de Nueva York. Hombre rico, hombre pobre, recuerda el viajero, y no solo en el plano económico, sino en el humano, en el de los sentimientos, en el de las creencias. Más tarde, cuando realice un tour por los principales barrios de Nueva York y abandone esta isla (en todos los sentidos) de Manhattan, se sorprenderá ante la carencia de expectativas de una buena parte de neoyorquinos, que viven, en Queens y Brooklyn, de la aportación social; y que no aspiran a nada más. Americanos sin sueños propios en la tierra de las oportunidades.

Pero el viajero sabe sacar partido de este paisaje urbano, y le gusta andar pausadamente a ras del suelo contemplando estos contrates y aprendiendo de ellos. La belleza, piensa, no estriba solo en la novedad, en lo distinto (eso es curiosidad, reflexiona). Quizás se articule también en la maravillosa magia que permite mezclar ambos extremos, aunque a veces haya que hacerlo sin reflexiones morales. De alguna manera, encuentra un sentido a este mundo de opuestos, donde el equilibrio no está en el centro de la línea que los une, sino en un mundo curvo, adimensional, una percepción que encuentra su final en el principio, donde los extremos se dan la mano en un círculo que engloba ambas realidades, lo feo y lo bello, lo justo y lo desmesurado.

Poco tiempo después, en otras partes del país, reflexionará sobre estos opuestos. Descubrirá la antítesis que enfrenta el patológico cuidado que el estadounidense medio muestra con sus mascotas. Conducta que mezcla, hasta límites sensibleros y ridículos, con su a veces permisiva indolencia frente a la pena de muerte. Pena capital vigente en la cuna de los derechos humanos. Pareciera que la vida de un gato valiese más que la de un ser humano.

La cuna de los rascacielos

La otra naturaleza de Nueva York debe ser buscada en las alturas. El viajero recuerda la broma de que un visitante novel pasará los primeros días en esta ciudad con dolor de cuello, por estar siempre mirando al cielo. Hablamos de un cielo humano, un techo de ingeniería en estado puro alcanzado por primera vez en Manhattan, la meca de los rascacielos. Nacidos en realidad en Chicago, hoy existen muchos edificios en el mundo más altos, más poderosos, más numerosos que los rascacielos originales. Pero no han sido los originales.

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Para vivir esta realidad en su pleno apogeo hace falta convertirse en un viajero de altura. Perder el miedo al abismo, lanzarse, de alguna manera, a este vacío que articula Nueva York en su segunda realidad. Aquí arriba, la naturaleza, transformada a imagen y semejanza del hombre, cambia de minuto en minuto, de estación en estación. El viajero agradece la tormenta veraniega, que amplía la paleta de increíbles colores con los que Nueva York dibuja sus alturas. Azules, grises, metalizados imposibles, bronce, naranja, vino… El viajero no puede dejar de subir a las más emblemáticas de estas atalayas, y busca el atardecer para ver desfilar en una inmensa pasarela al aire libre los tonos del ocaso, y cómo el azul da paso a la noche y a su otra vitalidad. Cuando el sol alcanza la línea paralela de estas cumbres, los grandes perfiles de cristales titilan rutilantes, dejando derramar oro líquido por sus perfiles metálicos, mientras los paneles de vidrio, como joyas, imitan el cielo y le aportan un matiz propio que convierte el azul en gris plateado, el dorado en fuego. Los remates acristalados de los más altos edificios refulgen como joyas, como coronas gigantescas en cabezas de ciclópeos titanes. Poco a poco el sol se oculta al otro lado del Hudson, y el amplio brazo de agua se torna un río de lava donde se cobijan los reflejos de nubes imposibles, encendidas en sus entrañas y orladas de plumas. Poco a poco, la oscuridad avanza en un cielo que vira desde el azul eléctrico al rojo, malva y cobre viejo, que antes de desembocar en el negro, contempla la aparición de otro cielo estrellado. Poco a poco al principio, a torrentes después, las luces de Manhattan se despiertan en la miríada de ventanas desde cualquiera de estas alturas. Luciérnagas nerviosas que ponen ojos a la noche. Líneas de luz que bosquejan las avenidas, como insectos de metal encendido. Constelaciones que prueban que esta ciudad, realmente, nunca duerme. Sangre luminosa que circula a su ritmo propio, vivificando una Manhattan postrada en la noche, como un leviatán de tripas encendidas.

Los grandes rascacielos de Nueva York tienen su propia historia cada uno. Manhattan se planteó levantar estos edificios a partir de 1884, después de que Chicago le tomara la delantera. Y eso se pudo hacer por varias razones. Por un lado, el núcleo pétreo de Manhattan permite unos cimientos suficientemente seguros, que no todos los lugares podían ofrecer. Además, la construcción en altura venía a aportar alguna solución al problema de la escasez de suelo en una economía en auge tras la guerra civil. Por supuesto, querer no siempre es poder, y la edificación en altura necesitó de avances técnicos, como la ingeniería necesaria para levantar edificios antiincendios, de metal y ladrillo, así como la acometida de saneamientos, la luz eléctrica y, por supuesto, el ascensor.

Los edificios más altos

Si bien Chicago desarrolló los primeros rascacielos con un cierto estilo palaciego, los primeros que se vieron en Nueva York acapararon la crítica por feos y excesivamente funcionales. El más antiguo de los que quedan es el Edificio Fuller, o Flatiron (por su semejanza con una plancha de la época). Se cuenta que los neoyorquinos, tan amables ellos a veces, cruzaban apuestas acerca de lo lejos que llegarían los escombros cuando la primera ráfaga de viento tumbara el edificio terminado. Lo que no se esperaban fue un efecto secundario curioso e incómodo. La forma en cuña del Flatiron reconducía los vientos de tal manera que empujaba calle abajo rachas en un efecto túnel que llegaban a levantar sin ningún esfuerzo ni pudor las faldas de cuanta neoyorquina incauta paseaba distraída por la avenida, ante el jolgorio general de los parroquianos. El paisanaje (masculino, obviamente) llegaba a apostarse en la acera de la calle 23 esperando el evento en tal número, que a veces la policía tenía que pedir su dispersión. Estamos en 1910, donde la visión de una pantorrilla femenina desnuda era considerada pura lujuria. Habrían de pasar cuarenta y cinco años para que Marilyn Monroe convirtiera este hecho en un icono del cine [2] , pero sobre una trampilla de metro.

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Al Flatiron hubo que añadir otros hermanos mayores, que también disponen de sus terrazas a mucha mayor altura. El Empire State Building (llamado así por el sobrenombre del Estado de Nueva York) y el Chrysler fueron los más turísticos hasta que nuevos gigantes se elevaron en el corazón de una ciudad que supo convertir la escasez de suelo en una distinción. Cerca de novecientos rascacielos hacen de la isla una de las máximas concentraciones a nivel mundial en este tipo de edificios. No es de extrañar que albergue el Skyscraper Museum, el único de esta especie en el mundo (Museo de los Rascacielos. En su web https://www.skyscraper.org/ podrán encontrar una información completísima sobre la evolución de esta tendencia en Nueva York).

El Empire State es un edificio inconfundible, fácilmente visible desde muchas de las avenidas de Manhattan. Su perfil nos resulta demasiado familiar, y su figura escalonada respondió a una necesidad de combatir los fuertes vientos en su techumbre. Empezó a construirse después que el edificio Chrysler, y ambos se vieron sumergidos en una especie de torneo para conseguir el récord, en su momento, de edificio más alto. El Chrysler modificó para ganar la liza su característico techo elíptico, terminado en arcos, y añadió una enorme aguja que le hizo coronarse rey indiscutible de las alturas… durante el año que tardó el Empire State en inaugurarse, algo que sucedió 1931.

En principio, el Empire State iba a ser construido más bajo, pero decidieron que, ya puestos —¿por qué no…?—, se elevara el número de plantas y azoteas, y cuando alcanzaron los 320 m y 20 cm (1’20 m más alto que el Chrysler), su arquitecto pidió una revisión. Para evitar cualquier tipo de argucia por parte de su competidor, al Empire State se añadió una coronación y una estructura que no es una aguja, aunque lo parezca, sino un muy funcional (para la época) mástil para el atraque de… ¡dirigibles!; 48 metros más.

Resultado: «the winner was…» el Empire State, con 368 m, seguido de cerca por el Edificio Chrysler, con 319 m. Ambos se comenzaron a construir en pleno apogeo financiero de finales de los 20 y se estrenaron tras el crack de la bolsa del 29.

La ciudad que se supera

Hablemos ahora sobre una leyenda urbana. Los altos edificios neoyorquinos nunca sirvieron como rampa de despegue para brókeres deprimidos. Ese hecho, además de mentira, es falso. Forma parte de la leyenda negra de Wall Street imaginar cuerpos cayendo desde las alturas tras el Jueves Negro (24 de octubre de 1929), con el hundimiento de la Bolsa, como si de caramelos de Reyes Magos se tratara. Neoyorquinos y neoyorquinas pudieron seguir caminando tranquilamente por las aceras de Manhattan, más pobres que antes, eso sí. Los datos evidencian que, con relación al hundimiento financiero, solo dos suicidios tuvieron lugar durante el año 29 en Wall Street, y aunque se dieran casi cien casos relacionados con el crack en Nueva York, solo cuatro consistieron en saltos al vacío. Datos del New York Times de la época.

Hoy, el Empire State es solo el 7.º edificio en altura en Manhattan, tras otros que siguen poblando el sur de la isla, y algunos otros que rodean Central Park. La nueva corona la muestra orgulloso y desafiante el edificio más emotivo de Nueva York: el One World Trade Center.

Justo aquí podemos empezar otro recorrido, el de un Nueva York a ras de tierra. En lo que fuera el solar de las Torres Gemelas se levanta hoy un Museo de las Víctimas, erigido con un gusto exquisito y sin caer en melodramas facilones. Los nombres de las víctimas se han recogido uno a uno alrededor de una fuente a desnivel, en muros de color negro granito, que vierte sus aguas hacia abajo simulando un descenso a los infiernos moderno. Como si recreara, a los ojos del viajero, los momentos en que ambas torres se vinieron abajo una vez que la estructura no pudo más. Aquí y allá, todavía, puede verse una flor sobre algún nombre específico. Aquí y allá, el viajero se vuelve cómplice del cataclísmico dolor que allí se vivió, y percibe parte de ese desgarrador sentimiento en el ambiente. Una tranquilidad respetuosa y ceremonial empapa el lugar.

Allí también se dan los milagros. A los pies de los nuevos gigantes, continúa perviviendo un árbol, el único ser vivo que sobrevivió a la hecatombe. El pueblo americano lo muestra orgulloso. Sus torcidas ramas y mutilado tronco, su figura desgarbada y consumida, nos muestra un secreto a voces: la vida siempre se sobrepone. Un símbolo bien acogido por neoyorquinos: siempre saben salir adelante.

Como otro ejemplo, muy cerca de allí, en la parte baja de Manhattan hay otros tesoros que visitar. El «Toro» de Wall Street, sin ir más lejos. El viajero no sabe que esta estatua fue definida como «arte guerrillero», dado que, fruto de la iniciativa individual de Arturo di Modica, que gastó en él todo su peculio, se recibió como un regalo tras la crisis de 1987 como símbolo de la capacidad de superación del pueblo estadounidense. No es, ni mucho menos, un tributo a las finanzas. Ni tampoco embiste a la chiquilla que, altiva y desafiante, alza su cuerpo de bronce enfrente del morlaco. Una niña con coletas, postura en jarras, con una altura de apenas metro y medio. Las dos estatuas solo se relacionan por la cercanía, y jamás fueron pensadas para unir sus significados. La osada chiquilla metálica simboliza el poder de la mujer en un distrito, el financiero, que por fin le ha abierto sus puertas. Nada tiene que ver con mensajes de resistencia y enfrentamiento. La nueva carga de significado es tan diferente de la original que se ha pensado varias veces en separar ambas estatuas y llevarlas a lugares distintos (cosa que, debido a las aglomeraciones que provocan, también ayudaría al tráfico alrededor de los pequeños jardines donde se alzan ambas).

Battery Park, el puente de Brooklyn, el Ayuntamiento, Central Park, Times Square, Broodway, los muelles del Hudson…, y muchos otros lugares que forman parte, no ya del corazón de Nueva York, sino de la propia historia del mundo occidental. Todos, lugares memorables que deben ser recorridos sin duda en una primera visita. Pero el viajero agradecerá que, en sucesivas estancias en la Gran Manzana, también tuviera la posibilidad de ir a iconos de la cultura, como el MOMA, y descubrir allí el peso de artistas de su propia tierra. O el Museo Americano de Historia Natural, perdiéndose asombrado en su increíble colección de fósiles o contemplando las insustituibles piezas arqueológicas mesoamericanas. O recorrer pausadamente, fiel a motivaciones íntimas, las vitrinas del National Museum of the American Indian.

Nueva York, sin duda la ciudad más icónica de Estados Unidos, y su corazón, la isla de Manhattan, siempre serán un pedazo de historia viva, alcanzable. No es un lugar de un brumoso pasado. Un patrimonio de la humanidad. Allí, en sus calles, en sus edificios, vivieron Tesla y Walt Whitman ( O Captain! My Captain!), asesinaron a Lenon, se luchó por los derechos civiles que mantienen nuestra sociedad y cambió la historia para siempre un 11 de septiembre. Por ello, más que en ningún otro sitio, se puede decir que Nueva York es una ciudad totalmente viva, que evoluciona de día en día. Como diría un Heráclito del s. XXI, No podrás visitar Nueva York dos veces

 


[1] Curiosamente, el primer aeropuerto internacional en volumen de vuelos es el de Toronto (Canadá).

[2] Nos referimos a la escena de Marilyn «sintiendo» el viento del metro en La tentación vive arriba The Seven Year Itch. Billy Wilder, 1955). Cabe mencionar la curiosidad cinematográfica de que ya existía un corto sobre el tema, pero rodado en la calle 23, cerca del edificio Fuller, recogiendo este efecto volandero: What Happened on Twenty-third Street, New York City, (George S. Fleming & Edwin S. Porter, 1901), de 1’41’’ de duración, donde a la chica de una pareja también se le levanta la falda por las razones indicadas. Toda una toma porno de la época que deja ver hasta las rodillas de unas piernas bien contorneadas y totalmente cubiertas por gruesas mallas. Como diría Forges, ¡Slurp!. Cortometraje disponible en YouTube.

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