Ciencia — 3 de noviembre de 2009 at 17:48

Victor Hess

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Vivimos en la era espacial. La tecnología ha avanzado tanto que hemos pensado que ya ha llegado el momento de saber qué pasó en el primer instante del universo y de qué está hecho este mundo. Para ello, nos hemos atrevido a construir una máquina muy grande y muy especializada, el acelerador de partículas LHC, situado entre las fronteras de Suiza y Francia, cuyos 27 km de largo han sido financiados por 85 países (6000 millones de euros, nada menos) y en el que participan diez mil científicos. Asombroso, ¿verdad? Todo a lo grande.

Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cuándo fue señalada la dirección que iba a tomar la ciencia?

Para estar en este punto actual, hubo que dar grandes pasos. Grandes no por el material utilizado, sino precisamente por lo contrario, porque se tuvieron que dar sin muchos medios materiales, con una intuición impulsada por el deseo de saber y con un tesón y una voluntad capaces de enfrentar, en muchas ocasiones, las verdades aceptadas.

A comienzos del siglo XX, algo sucedió con la física. Como surgidos por un impulso común, aparecieron en el escenario científico una serie de personajes que terminaron para siempre con la concepción mecanicista que teníamos del mundo. La «máquina» del universo no funcionaba exactamente como hasta entonces se había pensado. Albert Einstein nos dejó su teoría de la relatividad para que fuéramos comprobando algunas de sus implicaciones aun después de su muerte, y la mecánica cuántica no hizo más que apartar una punta del velo que los físicos del siglo XXI están empeñados en desvelar del todo.

La astrofísica de partículas, una disciplina científica en plena ebullición, es una rama de la ciencia que linda con la física de partículas, la cosmología y la astronomía y cierra un círculo imaginario entre lo enormemente grande y lo inimaginablemente pequeño. Una de sus ocupaciones es estudiar nuevas formas de radiación procedentes del cosmos.

Cuando los viajeros interplanetarios de las aventuras del celuloide tienen que esquivar con pericia toda clase de asteroides y cuerpos celestes que interfieren en su camino, no son conscientes de que, en realidad, el verdadero peligro está en esas partículas diminutas e invisibles a sus ojos, que son capaces de hacer morir de cáncer a los astronautas. Son muy rápidas y llevan muchísima energía. Las llamamos familiarmente «rayos cósmicos».

Aquí es donde se pone de relieve el importante papel, no siempre suficientemente recordado, que desempeñó Victor Hess.

Victor Franz Hess fue un físico nacido en Austria en 1883, y consiguió su doctorado en la universidad de Graz en 1910. Con veintinueve años emprendió la aventura que le llevaría al descubrimiento de los rayos cósmicos.

Estos rayos son partículas más pequeñas que el átomo que proceden del espacio exterior con una velocidad cercana a la de la luz, lo cual hace que tengan muchísima energía. Pero, claro, eso lo sabemos ahora. En tiempos de Hess se había observado que a cientos de metros de altura sobre el suelo los electroscopios detectaban partículas cargadas, es decir, microscópicos componentes de la materia que determinadas sustancias emitían de manera natural al desintegrarse, aunque estuvieran lejos de las fuentes radiactivas conocidas.

En principio, se pensó que los elementos radiactivos naturales presentes en la corteza terrestre eran los responsables de dicha radiación (la radiactividad, en realidad, era un descubrimiento muy reciente). De ser así, la tendencia de las placas metálicas a cargarse debería disminuir al alejarlas del suelo. Pero ¿qué clase de potentísima radiación podría atravesar la roca y llegar a considerable altura? En estos momentos de incógnita, entró en escena el joven Hess, dispuesto a realizar el trabajo de campo, que resultó ser «trabajo de aire».

Dispuesto a resolver el misterio, se pertrechó con tres electroscopios de los que en la época se usaban para medir la radiactividad, y se hizo acompañar por un meteorólogo y un piloto de vuelo cuando se embarcó en un globo aerostático, bien abrigado para soportar los quince grados bajo cero que hacía a los 5000 m de altura a los que llegaron. Cien años después de haberse producido el primer vuelo en globo, esta era la primera ocasión en que se utilizaba para hacer estudios científicos.

Durante seis horas se dedicó a registrar la altitud, la temperatura y la carga que medían las placas de metal al cargarse espontáneamente. El resultado de la andadura que le llevó desde los prados de Austria hasta las cercanías de Berlín resultó ser asombroso: el nivel de partículas cargadas no solo no disminuía, sino que aumentaba a esa altura en relación con la tierra firme.

La conclusión de Hess no se hizo esperar y, en 1912, publicó los resultados de su experimento: «una radiación de gran poder penetrante entra en nuestra atmósfera desde arriba».

Por supuesto, esta aseveración fue muy controvertida y no fue aceptada de primeras entre gran parte de la comunidad científica. Sin embargo, pronto fueron corroboradas estas conclusiones en diferentes observaciones, con lo cual los rayos cósmicos pasaron a formar parte de la gran familia de componentes invisibles para el ojo humano que pueblan el espacio que nos rodea.

Estos llamados rayos cósmicos son la fuente de las partículas más energéticas detectadas hasta hoy, y permitieron un gran avance en el estudio de la física nuclear y de partículas en la primera mitad del siglo XX. No son de despreciar, pues algunas de ellas tienen millones de veces más energía que las partículas producidas en cualquier acelerador en el mundo. De hecho, si quisiéramos reproducirlas, tendríamos que construir un acelerador de partículas más grande que el sistema solar.

Desde la presentación en sociedad de los rayos cósmicos, el universo ya nunca más sería ese plácido remanso por el que solo se paseaba la luz de un lugar a otro recorriendo enormes distancias. De repente, se había convertido en un lugar atravesado por potentísimas radiaciones que, además, pasaban a ser una nueva y formidable herramienta para el estudio del cosmos.

Durante su estancia en Innsbruck, Victor Hess creó un observatorio de rayos cósmicos en los Alpes tiroleses, con lo que la información sobre este tipo de radiación aumentó considerablemente.

Los estudios posteriores determinaron algunas cualidades más de estas partículas. Una forma de saber si una partícula tiene carga es ver cómo se comporta ante un imán. El imán que resolvió la duda fue la Tierra. En los años treinta, diferentes experimentos demostraron que los rayos cósmicos llegan preferentemente a los polos terrestres y su intensidad mínima corresponde al ecuador, con lo que se dedujo que son partículas con masa y carga.

Además, se comprobó que las partículas cargadas que componían los rayos cósmicos producían una cascada de partículas más ligeras cuando chocaban con la atmósfera, de las cuales, solo una parte llega a la superficie terrestre. Entre las partículas que proceden del exterior, algunas eran desconocidas en tiempos de Hess o solo predichas en la teoría.

El descubrimiento de la radiación cósmica la valió a Victor Hess, entre otros reconocimientos, el premio Nobel de Física en 1936, el mismo año en que lo obtuvo también el descubridor del positrón, Carl Anderson, que confirmó así la existencia de antimateria. Un año después, Hess tuvo que abandonar su país natal por la ocupación nazi y desarrolló su labor como físico y docente en Estados Unidos, donde murió en 1964. Escribió muchas obras, entre ellas Conductividad de la atmósfera (1928) y Los rayos cósmicos y sus efectos biológicos (1949).

El estudio de esta continua ducha cósmica ha permitido investigar la constitución de la materia. Su simple existencia nos está indicando que en nuestra galaxia y más allá de ella debe de haber aceleradores de partículas con una potencia casi ilimitada. Casi un siglo después del vuelo de Victor Hess, la ciencia no ha descubierto cómo puede la naturaleza imprimir estas fantásticas energías a estos pequeñísimos componentes de la materia. Sin embargo, los rayos cósmicos facilitan a los científicos información de procesos violentos que ocurren en estrellas lejanas, permitiéndoles estudiar las fuerzas de la naturaleza y sus componentes físicos bajo condiciones que no se pueden reproducir en el laboratorio.

Hoy, el mayor misterio que une a la cosmología y a la física de partículas es que ambas tienen que ver con el vacío. En los laboratorios subterráneos o con telescopios e instrumentos sofisticados, los físicos «cazan» y detectan algunas partículas de las que «llueven» sobre la Tierra.

Victor Hess no llegó a saberlo, pero sus rayos cósmicos dieron mucho de sí, y son los que empujaron la aparición de tantas partículas subatómicas hoy conocidas y algunas otras aún presentidas, como el bosón de Higgs, a quien alguien llamó «la partícula divina» por creerse que puede ser la partícula que aparece al vibrar el vacío.

Materia y antimateria se dan la mano en los experimentos de física de partículas, y el CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear), en la actualidad, pretende dar un paso de gigante más en la solución del enigma del origen del universo mientras las partículas pasan millones de veces ida y vuelta por el túnel soterrado bajo suelo francés y suizo.

No sabemos el alcance de las respuestas que obtendremos. Lo que sí sabemos es que la naturaleza es un complejo engranaje con perfectas leyes que vamos descubriendo gracias al deseo de conocerlas de buscadores como Victor Hess.

One Comment

  1. Como y porque se producia la descarga de las placas del aparato de hess?

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